El Señor y la Señora Schultz

Patricia Suárez

Durante varios días las nubes ocultaron las montañas. Podía adivinarse que allí estaban los contornos azules, pero mientras tanto, esperaban que las montañas se presentaran a la vista.

Una gran tipa blanca ocupaba el campo visual desde la ventana de la habitación 311. Más allá, dos acacias juntaban sus copas como dos muchachas fornidas que secretean al cabo de la jornada. También había en el parque del hotel un granado y los Schultz iban diariamente a comprobar si habían madurado ya los frutos. Siempre estuvieron verdes las granadas.

En el comedor, debido a los días nublados, estaban encendidas todas las luces. Los haces de luz tocaban un punto y disparaban luego en diagonal: parecía que huían. Solamente dos lámparas estaban concentradas sobre la larga mesa americana con los postres. El repostero, un hombrón morocho, de unos ciento treinta kilos, blandía el cuchillito en el aire y lo hundía después en los postres. Tartas con crema y frutas: kiwi, cereza, banana. Manzanas con caramelo y tajadas de melón.

El Sr. Schultz no quería postre. Quería café, pero en el hotel no lo servían.

La Sra. Schultz dijo:

-Podríamos salir y tomar un café afuera.

-Es tarde - dijo el Sr. Schultz-. Se levantó de la mesa y llevó consigo la llave de la habitación. Hizo un trecho, dos metros o menos, se volvió y preguntó.

El Sr. Schultz:

-¿Venís enseguida, Ana?

La Sra. Schultz:

-Cuando termine el libro.

El Sr. Schultz observó que a ella le faltaba un tercio para acabar el libro.

Dijo:

-¿Vas a leer todo eso ahora?

Ella asintió.

El Sr. Schultz frunció las cejas. Dijo:

-¿Te salteás páginas?

Ella contestó:

- No -. Después sonrió.

La Sra. Schultz tenía en sus manos un libro de psiquiatría. Debía traducirlo al alemán. La Sra. Schultz conocía el alemán a la perfección. Lo hablaba desde que era pequeña.

En el libro, una tal Srta. Helene X. afirmaba "que no tiene más cerebro, ni nervios, ni pecho, ni estómago, ni intestinos; sólo le quedan la piel y los huesos del cuerpo desorganizado". Se llamaba delirio hipocondríaco la dolencia de la Srta. X.

La Sra. Schultz cerró el libro y paseó la vista por la mesa de los postres. El repostero estaba adormilado sobre una banqueta que apenas le ocupaba las dos quintas partes de sus nalgas. Un perro aulló afuera, y el repostero se sobresaltó en la banqueta. A la Sra. Schultz le vino a la memoria Argos, el caniche que el Sr. Schultz no le quiso dejar traer. Argos era un caniche de unos treinta centímetros de alzada, juguetón; ahora estaba muy viejo y perdía el pelo. Nadie se detenía en la calle, cuando ella lo paseaba, para palmearlo.

La silla crujió cuando la Sra. Schultz se levantó para ir a la mesa de postres. También crujió el hueso de sus caderas rotas tiempo atrás y unidas por un clavo desmañado. (Ella solía oír el crujido, el acomodarse y desacomodarse del clavo en la pelvis cuando hacía el amor con el Sr. Schultz. El Sr. Schultz, en cambio, no escuchaba nada).

Cuando llegó a la mesa, ella dijo:

-Qué rico.

Estaba contenta. Hacía meses que no traducía y ahora tenía un buen trabajo. Ella quería que "Del delirio hipocondríaco en una forma de grave de la melancolía ansiosa" de Jules Cotard, se convirtiera, en los círculos psiquiátricos, en una traducción prestigiosa. Que fuera recordada. Como la Moby Dick traducida por Pezzoni -o hasta como la "Lolita", que, por temor a la censura, Pezzoni tradujo y firmó con seudónimo-, o como los Deuterocanónicos por San Jerónimo.

Dijo:

-Es difícil elegir.

El repostero se repantingó. Era ancho como la barrica de roble francés que contenía cabernet sauvignon en la bodega del hotel.

Bostezó:

-Sí, ¿no?

Ella dijo:

-Déme un poco de ésa.

Señaló la tarta de kiwi.

Con la tarta en el plato, ella dijo:

-Qué tentación todas estas tortas -.Sonrió. Usted- dijo al repostero- sería el marido ideal para mí. Si yo fuera soltera, le pediría a usted que se casara conmigo.

El repostero trató de sonreír. Sabía estar tan absorto en sus propios pensamientos que había perdido el reflejo natural de la sonrisa.

Muequeó:

-¿Cómo se llama?

La Sra. Schultz dijo:

-Helena.

-Helena - repitió el hombrón.

No acabó el libro. La luz mermó en el comedor, y se oyó, lejano, el chistido demoledor de una lechuza. Había muchos pájaros en esa región, pájaros que ella no conocía. Aguilas, buitres, cuervos.

Saludó al repostero, con los ojos y agitando cuatro dedos de la mano derecha, al salir. (En su interior pensó, primero, ¿Oirá este hombre el chillido del clavo en mi cadera? Y después, se preguntó, Si me acostara con un hombre tan pesado, ¿no acabaría él con el dúo entre el hueso y el clavo?)

El repostero dijo:

-Adiós.

La oscuridad en el pasillo era aún mayor que afuera, en el parque. Ésa noche era de luna nueva. La Sra. Schultz oía el zapzap de sus muslos gordos al entrechocarse.

Dijo, en voz baja:

-¿Estará dormido?

Al sonido de sus pasos, una sombra delgada corrió a través del pasillo hacia las habitaciones pares. Huyó como un ladrón. Una puerta se abrió y se cerró velozmente. La Sra. Schultz se apuró a llegar a su habitación. Movió el picaporte: al notar la puerta abierta, pensó, Nos han robado.

Paseó la vista, rápida, por el cajón donde guardaban el dinero y los pasaportes. Recién entonces ella se fijó en el Sr. Schultz.

La expresión de él estaba alterada. Estaba desnudo, con las sábanas enrolladas alrededor del torso y con las medias puestas. Eran unas medias de streech azul oscuro. Se notaba que no había estado acostado. Parecía como si hubiera pasado el tiempo andando de un lado a otro como un animal enjaulado.

Ella se acercó y lo miró a los ojos. (Los ojos de él eran pardos, alargados).

La Sra. Schultz dijo:

-¿Qué pasa? -. Su voz estaba levemente alarmada.

El Sr. Schultz:

-Nada, Ana.

Él miró hacia otro lado, y de súbito, abrió los postigos de la ventana.

La noche era una sábana sin una arruga, una sábana recién tendida.

La Sra. Schultz preguntó:

-¿Por qué dejaste abierto? Cualquiera podría entrar y...

El Sr. Schultz hizo algunos pasos hasta ella. Puso las manos sobre sus hombros y la miró un largo momento. Ella frunció los labios y apoyó una mano, maternal, sobre su frente. Él sudaba.

Ella dijo:

-¿Estás bien, Víctor?

Él contestó:

- Sí. Claro.

La noche entera pendía sobre ellos.

El Sr. Schultz preguntó:

-¿Y vos?

Ella lo besó en la boca, cálida y lejana. El beso no hizo ningún chasquido dentro de la habitación.

Luego, apoyó su mano sobre el abdomen. La tarta cortaba por dentro el estómago de la Sra. Schultz.

Trató de recordar la sombra que había visto por el pasillo. Era azul, era, vagamente, la silueta de una mujer, una mujer que salía apresurada de la habitación de su marido. Era una silueta, una mujer azul como el contorno de las montañas a lo lejos. Ya mejorarían los días, se desnublarían, entonces, quizá, ella podría subir la montaña, y conocería todas aquellas clases de pájaros de los que nunca había sabido antes. Los jotes, por ejemplo, que vuelan en redondo cuando huelen un animal muerto. Ya vendría la Sra. Schultz a enterarse cómo era un jote en cuanto pudiera subir la montaña, y hasta tal vez lo viera volando sobre ella, y ella podría decir, entonces, como la Srta. Helene X. de su traducción: "que no tenía ya más cerebro, ni nervios, ni pecho, ni estómago, ni intestinos, ni sentimientos..."

Miró el orujo que era el Sr. Schultz, pálido y sudado, sentado sobre la cama y ovillando su secreto, y luego, despaciosamente, la Sra. Schultz comenzó a desvestirse.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/Jul/02