Sicario

Víctor Montoya

El día que iba a matar al enemigo principal del gobierno, el cielo despertó encapotado y la lluvia caía disolviendo los ruidos de la ciudad. En tanto yo, un simple sicario, que siendo aún joven cargaba ya una lápida en la espalda, desperté temprano, me puse un traje de cuero negro, impecable, y me calcé los botines de tejano, los mismos que compré con la mitad del dinero que me pagaron por adelantado.

Entré en el baño, me lavé la cara y limpié el borde del lavabo, donde preparé una hilera de cocaína, esa fiel compañera que llenaba los vacíos de mi existencia, sin traicionarme ni delatarme. Enrollé un billete de mil pesos hasta convertirlo en un canuto e inhalé con fruición el polvo blanco, tapándome una fosa nasal con el dedo. Minutos después estaba pletórico de vida, sonriente, queriendo tragarme el mundo y dispuesto a seguir mis instintos de asesino.

En el dormitorio, donde estaban escondidas las armas y las fotografías de mis víctimas, quedó el perfume de la prostituta que me abandonó a media noche, sin confesarme su edad ni su nombre. Abrí la gaveta del velador, saqué la pistola de seis tiros y, sintiendo el roce del frío metal contra mi piel, me la puse en el cinto.

Aseguré la puerta y descendí las gradas hacia el garaje donde estaba aparcado el coche descapotable, cuyo motor, al encenderse, arrancó con la fuerza de ciento veinte caballos. Apreté el acelerador y recorrí por las calles mojadas de la ciudad, sin otro pensamiento que acabar con la vida del enemigo principal del gobierno, de quien no tenía más referencias que una fotografía ajada y la dirección donde vivía.

Atrás quedó la ciudad, como navegando en la lluvia. Detuve el coche contra la acera y miré el número de la casa donde debía consumar el crimen. Me ajusté los guantes de cuero negro y me cubrí la cara con un pañuelo. Bajé del coche. Dejé la puerta entreabierta, con el motor en macha para facilitar la huida. Tomé el ascensor hasta el segundo piso, sintiendo que la cocaína y la adrenalina aumentaban mi pulso y mi coraje. Golpeé la puerta y escuché acercarse unos pasos desde el otro lado. Entonces, decidido a matar a sangre fría, me paré con mi mejor estilo: las piernas abiertas y clavadas en el piso, la pistola sujeta con ambas manos y la mirada alerta. Al abrirse la puerta, asomó el rostro del hombre de la fotografía. No le dirigí la palabra, no pensé dos veces y lo revolqué a tiros sobre la alfombra más roja que su sangre.

"Misión cumplida", me dije, mientras la detonación de los disparos me perseguía hacia donde estaba el coche, rugiendo como bestia herida. "Misión cumplida", me volví a decir, aferrándome al volante y alejándome del lugar, donde quedó el cadáver de la víctima, cuyos ojos, que reflejaban la pureza de su alma, me dieron la impresión de que se trataba de un buen tipo. Pero como mi deber no consistía en sentir compasión por el prójimo, me fui pensando en que todos somos iguales a la hora de la muerte.

No muy lejos de donde vivía, entre un hotel de lujo y un teatro de variedades, un piquete de seis policías me detuvo en el camino. Los policías se apearon del auto de sirena aullante, me hicieron señas de "alto" y me tendieron un cerco. En ese instante, resignado a morir como un simple sicario, sin honores ni glorias, cargué la pistola, salté del coche hacia la calle y me batí a tiros por el lapso de varios segundos, hasta que uno de los policías, herido a mis espaldas, me disparó a quemarropa y me tendió de bruces.

"De no haber sido ese maldito polvo blanco, que se apoderó de mi cuerpo como un fantasma dispuesto a despertarme los instintos salvajes, estaría todavía con vida", pensé, ya muerto, justo cuando la campanilla del reloj me despertó de la pesadilla, donde se cumplió el refrán que alguna vez me refirió mi padre: "El que a hierro mata, a hierro muere".


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 11/Ago/01