Si gusta sentarse aquí, licenciado

Eusebio Ruvalcaba

Su andar es nervioso, cuando no atropellado. A todas luces se advierte que lleva prisa. Se entiende con el mesero a grandes voces. Lo llama, gesticula, hace aspavientos formidables, que irritan de sólo verlos. Por fin le dan una mesa. Cuenta los lugares y, por el gesto de labios y ojos, es claro que evoca el nombre de los invitados. La mesa es redonda y pronto ocupa su sitio. Ordena una bebida acompañada de coca cola, con seguridad un brandy Don Pedro. Da el primer sorbo tan abruptamente, que un hilito de bebida le escurre por la comisura de la boca. De pronto, hace su aparición un grupo de personas: cuatro hombres y una mujer. Es el grupo que él espera. Todos vestidos con el riguroso traje oscuro y la corbata salpicada de colores, marchan en forma compacta, salvo por uno de ellos, el líder, que va dos pasos adelante.

Él se pone de pie y jala la silla que está a su derecha. "Si gusta sentarse aquí, licenciado", dice con los ojos revestidos de clemencia hacia su superior. El licenciado lo duda un poco; mira los demás lugares, mira hacia la barra, mira a la mujer. Acepta, toma asiento y a la vez le hace una indicación a la mujer para que se siente a su lado. Una indicación, por cierto, sutil, apenas visible para los atentos.

¿Qué quiere tomar, licenciado?, pregunta el hombre, cuando el mesero se ha acercado. Un Presidente con agua mineral, dice. Y él repite la orden, como si el mesero fuera sordo, o como si hubiera estado distraído: Un Presidente con agua mineral para el licenciado, insiste. El mesero termina de tomar la orden y se retira.

Son las dos de la tarde, justo la hora en que el calor parece depositarse como una gran concha que lo cubriera todo. Quedan pocas mesas vacías en la cantina. En realidad se trata de una de esas cantinas convertidas -a fuerza de una mano de gato en la decoración, de instalar su valet parking en la entrada y de dotarla de iluminación indirecta- en restaurante de lujo para burócratas o yupis de bajos vuelos. La clientela parece cortada con la misma tijera: piden lo mismo, se visten igual, hablan de temas semejantes. En cada vértice de la estancia yace un monitor encendido: cuatro televisiones transmitiendo videoclips por cable. El barullo es grande, se escuchan vasos que chocan entre sí, voces llamando a los meseros, ruidos de cubiertos, conversaciones inconexas. Pero sobre todo, el sonido inconfundible de un conjunto musical: dos guitarras y un arpa rubricando sones jarochos. El conjunto va de un lado a otro, por lo que la música parece estar en todas partes.

Gruesas gotas de sudor escurren por la frente del hombre, por su nuca, por el cuello. No se da abasto con el pañuelo, pese a que parece un pañuelo más grande de lo normal. Qué calor, dice, y mira el enorme ventilador que cuelga del techo pero que, para desgracia de todos, permanece apagado. Pero el calor de mi tierra no se compara. Es un calor seco, añade. Y, una vez más, se enjuaga el sudor con el enorme pañuelo. Entonces levanta el vaso y brinda con el licenciado.

No es un calor seco, aclara el licenciado cuando levanta el vaso, es calor húmedo. El calor de Hermosillo es calor húmedo, no seco, de cuándo acá. Dice y bebe. El licenciado es gordo. Una descomunal panza da idea de un apetito excesivo, de comilonas abominables, de tragos acumulados a través de los años. Sus ojos son pequeños, como dos diminutas alcancías horizontales puestas ahí por un demonio. Apenas brillan sus pupilas en medio de esas ranuras; pero brillan lo suficiente como para remarcar su pensamiento.

Usted será de Hermosillo, apunta, pero está confundido. Para calores secos, el de Apatzingán. Ése sí.

El hombre lo mira detenidamente. En sus ojos se adivina la réplica, que está a punto de sobrevenir; pero también la prudencia, o algo parecido. Tiene razón, licenciado, se escucha decir. Las palabras salieron débiles pero claras, casi a tirabuzón pero dichas con la precisión indispensable, para que no hubiera lugar a dudas. Pero no es nada nuevo para el hombre hablar así. Tan no lo es que el tono lo tiene ensayado a la perfección. Es como si hablara con sordina, como si no dejara que su propia voz fuera a delatarlo. Desde niño había escuchado a su padre hablar así cuando lo hacía por teléfono. Parecía que hablaba y no hablaba. Como si tuviera miedo por anticipado. Así había sido su padre y así era él, se repetía cuando se descubría haciendo lo mismo.

¿Gustan la botana?, preguntó el mesero. Todos dijeron que sí. O casi todos, porque antes de ordenar la suya, el hombre le preguntó al licenciado: ¿Le pido su botanita?

Pronto la mesa se vio colmada de la siguiente ronda -la tercera- y la botana: consomé de carnero, al que siguió arroz con tortillas a granel. El consomé hizo que todos sudaran profusamente, incluso la mujer, que al pasar la servilleta por sus sienes dejó en el papel una buena dosis de maquillaje color carne. Llévese estos platos, límpiele su lugar al licenciado, le gritó el hombre al botanero cuando lo tuvo cerca. Y por ahí nos sirve otra, ordenó, buscando la aprobación del licenciado. Pero al licenciado no le fue posible responder porque en ese momento besaba la mano de la mujer. Con suma delicadeza, depositó la punta de su lengua en la piel más o menos blanca, más o menos morena, de la dama. La mujer sintió la superficie acuosa, tenuemente rasposa, de la lengua, y, con el pretexto de que había gente alrededor, retiró la mano con estudiada discreción.

Todos los demás parecieron no darse cuenta. Sirvieron la siguiente ronda, y el hombre espetó a boca de jarro si podía hacer un brindis; lo prospuso, desde luego, con el vaso en la mano. Cuando el licenciado dio su aprobación, el hombre dijo que brindaba por el gusto de estar ahí, por la señorita Griselda que compartía con ellos la mesa, pero sobre todo por el licenciado, porque trabajar a su lado significaba la oportunidad que muchos mediocres envidiarían; aseguró, en un tono más de pelea que de fiesta, que para él era un motivo de agradecimiento y que por eso estaba ahí, precisamente por estar al lado del licenciado. Y que aunque esto no era la primera vez que ocurría y seguramente seguiría repitiéndose muchas veces más, él siempre lo ponderaría lo mismo.

Ponderaría. Le gustaba decir ponderaría o palabras semejantes, palabras que le permitieran exagerar lo que decía y que le hacían parecer elegante. Habría continuado su brindis, pero el licenciado jaló hacia sí las tortillas y se preparó un abultado taco de barbacoa, con tan mala surte que la salsa se escurrió y fue a caer exactamente en su corbata. ¡Con un carajo, me lleva la chingada!, gritó, arrojando, por exabrupto, un pedacito de tortilla ensalivada; nadie supo qué hacer, salvo el hombre que, con extremo cuidado y pidiéndole permiso al licenciado, tomó el salero y espolvoreó la mancha que había dejado la salsa en la corbata. Así se corta la grasa, de lo contrario la mancha nunca se quita, hizo la aclaración cuando vio sobre sí la mirada del grupo.

Se percató entonces -aunque acaso por un segundo-, con cierto asombro y cierta tristeza, de que aún no concluía su brindis; pero le pareció inoportuno levantar la copa y continuarlo; a la primera oportunidad lo haría. Tarde o temprano, quizás la próxima semana, quizás en quince días, comerían una vez más. Se dijo.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/Oct/99