Compañía

Patricia Suárez

Recuerdo especialmente a mi tía Rosa y a mi tía Ruth. Eran las hermanas de mi padre. Lo habían criado en el caserón de los abuelos, lugar que mi padre solía evocar algunas veces, en la sobremesa de los domingos, y animado por un vaso de oporto. Él recordaba, sobre todo, el álamo en el centro del jardín, un álamo blanco. Siempre que hablaba de cuando era chico, él, mi padre, decía que había sido feliz, completa, completamente feliz. Mi tía Rosa se casó y enviudó, y mi tía Ruth permaneció soltera hasta el fin de sus días. De ahí que mi tía Rosa cuando se quedó sola le ofreció a Ruth que se mudara con ella, ¿qué iban a hacer solas, las dos, cada una en su casa, tejiendo y murmurando los puntos de sus tejidos, lentamente, levemente, como quien reza por los muertos familiares? Mi tía Ruth accedió. Había existido el amor, y el amor había pasado, ahora existía la compañía. Mi tía Ruth se mudó a la casa de Rosa un otoño, recuerdo especialmente el polvillo de los plátanos en el aire, y a mi hermano Julio enojado, peleando a grito pelado con el tipo de las mudanzas para que tuviera cuidado con la loza, con la vajilla de porcelana, con los encajes, con los albumes de familia, con la tetera china, con las cosas, en fin, que poseía la tía Ruth. La recuerdo muy especialmente.

Mi tía Ruth era inconfundible. Cuando era chica se cayó de una escalera y se rompió un hombro. Nunca le pudieron arreglar bien el hombro, y le quedó deformado. Puntudo, encogido, hacía parecer que ella siempre estaba pidiendo disculpas. Los días de lluvia se echaba encima un piloto azul, de hombre, y usaba unos zapatones como domingueros, brillantes, que le quedaban un poco grandes. En total, mi tía Ruth no pasaba del metro cincuenta. Sería porque había pasado mucho tiempo sola y había estado reconcentrada en sí misma todo ese tiempo, que usaba una muletilla cuando hablaba, siempre salía la frasecita a colación en las conversaciones largas, mientras jugábamos al dominó o a las cartas. Ella sabía decir: Yo soy como soy y ustedes son como son, ¿es o no es? Y es raro, pero nunca le discutimos su muletilla, nunca le preguntamos qué quería decir en verdad, qué nos hacía a nosotros diferentes de ella... Todo el día estaba haciendo cosas, iba de un lado para el otro, plantaba y cuidaba las flores del jardín minúsculo de casa de tía Rosa, o copiaba moldes de ropa de las revistas que después regalaba a las vecinas, para que se cosieran una solera o un mameluco para el marido. Todavía me parece verla, inclinada ante la mesa redonda del comedor, con un centímetro enrollado al cuello en el estilo en que una diva se enrolla una boa de plumas, con sus anteojos de lectura caídos sobre su nariz, atenta al trazado de la tiza sobre el papel manteca. Mi hermano y yo adorábamos a tía Ruth. También mi tía Rosa era muy agradable. Era la cocinera de la familia: tartas de todas clases, guisos; tenía incluso, cierta facilidad para aprender recetas de comidas típicas de otros países: goulash, por ejemplo, ñoquis alemanes, o empanaditas árabes con comino, canela y tomillo. Recuerdo, claro que sí, ¡si es como si lo tuviera aún en la punta de la lengua!, recuerdo muy especialmente el sabor entre picante y dulce del comino, su regusto de madera de árbol.

Era, además, mi tía Rosa una gran entendida de música: poseía una colección de más de cien discos, todos de pianistas. Cuando íbamos a su casa nos hacía sentar sobre una alfombra gruesa que un poco olía a orín de perro, y nos decía: Estos son los grandes pianistas. Todavía recuerdo, por ejemplo, una melodía de Liszt que duraba veintiún minutos con cuarenta y cinco segundos. Esa era la cifra exacta. Si me concentro, a veces, en la noche, retumba en mis oídos aquella melodía: Primer año de peregrinaje, Suiza, o algo por el estilo, algo que había compuesto Liszt. A mí sólo me preocupaba el pastel de manzana mientras sonaban estas cosas en casa de tía Rosa; yo le llamaba tarta, pero ella explicaba que, si tiene tapa es pastel, si está descubierto es tarta. Me parecía, en aquel tiempo, que yo no escuchaba la música, que yo sólo estaba atenta al pastel - su sabor, su olor, la forma en que se volvía crocante cuando estaba adentro de la boca -, y hoy, hoy recuerdo muy especialmente los discos de la tía Rosa. Después, con el tiempo, cuando salieron los compacts todo se le volvió a ella confuso: no entendía bien el mecanismo, se conformaba con oír los discos, las grabaciones cada más nebulosas en los discos de vinilo, cada vez más sutiles, los pianos que sonaban como viniendo de habitaciones, de galerías lejanas, los sonidos que se deshacían: el tiempo había vuelto a la música leve como la carne de un niño...

Recuerdo muy especialmente a mi tía Rosa y a mi tía Ruth, cuando fueron envejeciendo.

Fue más o menos en el otoño del ‘90, cuando Luis y yo fuimos al supermercado que está al fondo de la avenida. Le pedí que me acompañara. Había que hacer la compra del mes y como la nena cumplía años había que comprar los saladitos que se comen en las fiestas. Ibamos en el auto; manejaba yo, porque él estaba cansado, nunca sé por qué tiene que estar tan cansado justo los sábados a la tarde cuando hacemos la compra del mes. A la altura de Iriondo, me paró el rojo del semáforo. No había nadie en las veredas; era un día de frío, aleteaba entre nosotros el viento de mayo. Un chico pasó muy rápido haciendo picar su pelota, ram, ram, hacía la pelota, y dobló en la esquina de Iriondo. Ram, ram, todavía me parece oírla picando en el cemento de la vereda. Había dado el verde, y arranqué. Y entonces con el rabillo del ojo la vi: ella estaba caminando por ahí, ella, mi tía Ruth. Ni siquiera me vio, no se detuvo, y dobló en la siguiente esquina. Luego desapareció. Le dije a Luis:

- Vi a la tía Ruth.

Luis me preguntó:

-¿Estás segura?

Claro: ahí estaba la tía Ruth - le dije.

El se quedó callado.

- Pero, Edda, - dijo él - tu tía Ruth murió hace dos años...

- Luis - le dije- yo te juro...

Claro: lo recordé en ese momento. Igual doblé por Crespo, a ver si alcanzaba a mi tía Ruth. Me fijé atentamente, casa por casa y puerta por puerta; aceché cada sombra, y Luis se fijó conmigo. Pero no la vimos. Ya no vimos a la tía.

Estacioné en Crespo y Cochabamba, y me quedé pensativa. ¿Qué había sido? ¿Ella? En esa esquina había un plátano que destilaba tenuemente su polvillo amarillo.

Luis dijo:

-Quedáte si querés, yo voy hasta el mercado y vuelvo... -. Yo le dije que bueno, que lo alcanzaba enseguida, que comprara mientras tanto lo que estaba anotado en la lista, y me quedé adentro del auto, con el volante en las manos, haciéndome preguntas. Miraba para los costados, y suplicaba, Tía Ruth, si eras vos, por favor, aparecé de nuevo, habláme, ey, habláme como antes, habláme, me siento triste, triste, tía, por favor..., pero ella no apareció, no. Había cosas que yo hubiera querido decirle, uno, uno vive como si fuéramos eternos, y nunca se alcanza, no, nunca se alcanza a decir todas las cosas... Me quedé un buen rato así, no sé cuánto tiempo, se me borró la noción...

No hay nada que yo odie tanto como la nada; la nada me levanta en la noche de la cama, y doy vueltas y vueltas entre las cobijas, y más vueltas daré a partir de ahora, con preguntas que ni siquiera tienen forma, y la nada, la nada, siempre estará la nada y una melodía que dura veintiún minutos con cuarenta y un segundos exactamente. ¿Qué anda mal conmigo? Ey, habláme, ey, ey, habláme, supliqué, pero nada, ningún sonido que yo pudiera escuchar. ¿Qué es lo que pasa? Ey. ¿Qué es lo que anda mal? No me estoy sintiendo bien últimamente, tía. Quiero un poco de compañía, compañía, eso es todo, ¿es mucho pedir acaso?: tengo nostalgia de la época en que me sentía tan acompañada. Debe hacer demasiado tiempo que tengo un mal día, ya. No hay nada que yo odie tanto como la nada.

Recuerdo especialmente a mi tía Rosa y a mi tía Ruth. Eran las hermanas de mi padre y vivían a dos casas de la mía... Mi tía Ruth era inconfundible: se había caído de una escalera cuando chica y le había quedado el hombro deforme. A mi tía Rosa le gustaba escuchar música: escuchaba a los pianistas, decía ella. Cuando íbamos a su casa nos tirábamos sobre la alfombra que siempre olía un poco al paso de Dino, el perro salchicha que ellas tenían para compañía, y oíamos discos durante horas. A veces yo me revolcaba con el perro por la alfombra: era mi idea de la diversión. Mi tía Ruth me miraba hacer y decía: ¿Cómo podés hacer eso? Una chica de tu edad. Después meneaba la cabeza, resignada y comentaba: Bueno, al fin y al cabo la religión está en la sonrisa de un perro. Así decía: que la religión es la sonrisa de un perro. Pero otras veces, sin embargo, cuando me veía con Dino, preguntaba: ¿No querés otro poquito de compañía? Y se sentaba también ella en la alfombra y jugaba con el perro y conmigo y me hacía cosquillas. Cosquillas. Recuerdo sus dedos al hacerme cosquillas bajo las axilas. La clave era: ¿Querés un poquito de compañía?, y ya se tiraba ella en la alfombra. Por lo general, mi hermano Julio y yo nos aburríamos con la música de los pianistas y comíamos galletitas y dulces que cocinaban las tías: creo que fue así como nos volvimos personas obesas. Algunas veces, cuando mis tías estaban de humor, recordaban el álamo blanco que tenían en el caserón de los abuelos. Las recuerdo muy especialmente cuando hablaban del álamo blanco. Mi tía Ruth decía:

-¿Estará bien el álamo con la gente que tiene ahora la casa?

Hablaba del álamo como de una persona viva.

Y mi tía Rosa, que era la más melancólica, y se había puesto un poco sorda con la edad, le preguntaba:

-¿Quién?

-¡El álamo! -decía la tía Ruth a los gritos-. Yo todavía, en los sueños, me trepo al álamo, me caigo y me rompo el otro hombro. Al final, -decía ella, y se reía- los hombros me quedaban parejitos.

Recuerdo muy especialmente aquellas palabras de la tía Ruth.

Luis volvió, había comprado todo mal, todo caro y la mitad de lo que estaba anotado: nunca voy a saber por qué él es así. Pusimos las bolsas en el baúl del auto, y me prometí, apenas llegar a casa telefonear a mi hermano Julio. Todavía no lo he hecho, es cierto. Supongo que es porque no he podido.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 12/Oct/02