No Sucede otra Cosa que la Rosa

A Gabriel Ríos
Mario Gilbón
Virgilio Torres

Abelardo Gómez Sánchez

Me desperté al filo de la madrugada, hice un poco de tiempo para levantarme. Alguien se quejaba locamente en la azotea como quien hace de su agonía un concierto a varias voces. Seguro la han de haber apuñalado, sucede aquí casi siempre porque los tendederos escasean y somos muchos. Andar limpios es aquí cosa de principios: eso no se negocia. Está lloviendo. Me preparo un café desabrido y aguado: agua de calcetín como se dice. Anoche alguien entró durante la noche a mi departamento; lo sé porque robaron mi paupérrima despensa. Por fortuna hace años que duermo atrancado. Me bañé con desgano y salí -contra lo previsto- de prisa y tarde a mi trabajo. Pinche oficina de mierda no puedo evitar llegar siempre somnolieto.

Al ir descendiendo del edificio vi a dos tipos discutir con gran aspaviento en un descanso. Uno de ellos sacó una navaja como para rasurar a todo el vecindario. ¿Dónde la habrá comprado? Pasé al lado de ellos (y era muy tarde), unos segundos después uno de ellos casi me arroja al rodar por las escaleras: tenía el rostro lívido y los ojos muy abiertos en dirección a mí. ¿No pudieron llegar a un arreglo?, le comenté con optimismo. El cuchillero se había salido con la suya. Lo peor de todo es que nunca ha aportado su cooperación para asear el edificio. Se lo reclamaré en la primera ocasión.

Llueve a torrentes y, ya se sabe que, esto dificulta mucho el transporte. Tengo la obligación de checar y sólo faltaban quince minutos para el límite de la tolerancia. Con un carajo en la lengua estaba yo cuando se apareció un trolebús, tuve que apearme en un acto de charrería. Extrañamente iba casi vacío. Unas cuantas mujeres y menor cantidad de hombres. Para mi mala suerte se iba deteniendo en todos los altos. Fue quizás por esta razón que dos hombres se apersonaron con el chofer y lo tundieron brutalmente. Regresaron a sus lugares. El operador reaccionó: optó por pasarse los altos, pero, para mi desgracia, en el trayecto atropelló a varios transeúntes de nimia agilidad: muchos se salvaron. Salió peor. Decidí bajarme y tomar un taxi. Un poco caro pero más eficaz.

Llegué a mi trabajo con un amplio margen de impuntualidad. La responsable del reloj checador, una desgraciada, estaba más malencarada que de costumbre, pensé que sobreactuaba para señalarme mi tardanza. Más tarde -chisme oficinesco corre- me enteré que el día anterior la habían interceptado cerca de su domicilio, unos sujetos violadores no identificados. Me preparé ahora sí, un buen café para desmodorrarme. Me encanta el placer del café en las mañanas lluviosas. En mi escritorio había un alterón de documentos y una nota que decía: urgentes y la despersonalizada firma de mi jefe. En la casa no me había dado tiempo de rasurarme, así que fui al baño. En lo que fui y regresé, alguien se encargó de encender los documentos con un cerillo y dejarme otra nota: doblemente urgentes, sin firma y con el cerillo encima. Debo decir que tampoco pude rasurarme porque el espejo -no puedo rasurarme sin él- estaba totalmente manchado de sangre. Un fulano (ahora excompañero que de todos modos casi no logro recordar) se había cortado las venas y lo había manchado todo. Amenazó con esto durante años y por fin lo hizo. Pensé que ya no existía quien sostuviera una promesa.

Ahora tenía que sacar copias: eso sí las había en el archivo. Cuando me disponía a subir se fue la luz y se escuchó un estruendo telúrico. Los cables del elevador fueron cortados: cupo lleno dio al vacío. Se tardarían media hora en sacarlos y unas tres horas en reinstalar el servicio. Sin luz, ni modo de acometer la tarea del archivo. Que me encapoto con mi impermeable y me voy a tomar un refrigerio.

Cerca, a dos calles, hay un hermoso cafetín, cuyas meseras desaparecen de vez en vez con los parroquianos. Estaba yo gozando de un exquisito express -me fascina el café en las mañanas de lluvia- cuando me rompieron el hocico. Un tipo fornido. Creo que le caí mal o, algo por el estilo, entendí. Pagó su cuenta y se fue. Yo pedí que me repusieran la taza: odio no beber mi café después del almuerzo porque después me da sueño toda la mañana, es sencillamente insufrible. Por otro lado cada vez dependo más de la cafeína y esto comienza a convertirse en una verdadera tragedia. Más tarde regresó el tipo fortachón, sonreía y preferí no hacerle caso porque ya estoy acostumbrado a esa clase de bromistas. Me puse a leer el periódico, me detuve en la sección de nota roja y, evito decirles lo que ahí encontré, no me gusta ser aguafiestas. El tipo fortachón descontó con gran brío a otro comensal. Pagó su cuenta y se fue.

Regresé y ya servía el elevador. Deveras que son eficientes. Subí al archivo. Ahí estaba un sujeto con las patas sobre el escritorio. Solicité sus servicios y me clavó una mirada amenazante. Recordé al del cafetín y le puse un madrazo precautorio pero contumaz. Se incorporó como si sólo hubiera recibido una orden, Buscó mis documentos y obtuvo casi todo. Apenas le di la espalda me golpeó fuertemente en la nuca con una enorme engrapadora de fierro.

Cuando recuperé el conocimiento me di cuenta que había perdido toda la mañana, sobre todo porque estaba ya en mi lugar y tenía una nota sobre el pecho: se le dijo que era urgente. Puse todo de mi parte para concentrarme en mis ocupaciones. Cuando más motivado estaba oí un grito que se fue apagando paulatinamente. Alguien acababa de ser lanzado por un ventanal: una vieja y conocida rencilla llegaba a su fin. Rápidamente los del departamento de intendencia tomaron las medidas del cristal averiado: en un décimo piso un hueco de esas dimensiones es un envite para cualquier accidente. El jefe se irritó por el incidente y nos largó un alegato fallidamente conmovedor sobre el trabajo en equipo y con armonía, definitivamente es un pésimo orador y sus palabras también volaron por el ventanal roto. Horas después resultó gravemente intoxicado por un té que nadie aceptó haberlo preparado.

A eso de las tres de la tarde se armó una escandalera en la acera de enfrente: sirenas policíacas y algunos gritos sonorizaron el evento. Un carro a toda velocidad había proyectado dos costales con sendos cadáveres o, lo que de ellos quedaba, y se habían regado en la banqueta con sanguinolenta pirotecnia. Una verdadera asquerosidad de sujetos. Los de los costales, claro, a los del automóvil nadie pudo describirlos. Ya casi era hora de salir. Me preparé minutos antes porque me esperaba una cita para ir al cine con mi novia. Una premiere largamente codiciada.

A la hora de la salida acreció la lluvia. Un aluvión inaudito. Tomé el camión cuya ruta cavilé me llevaría en forma expedita. A los pocos minutos estábamos encharcados en una encrucijada vial convertida en un atolladero colosal. Un pandemónium de claxonazos y una barahúnda de imprecaciones aderezaban el trance. Me asomé por la ventanilla completamente enfadado: aquello era una pregunta capciosa para cualquier agente de tránsito. El asunto no tenía fin. La gente comenzó a salir de sus vehículos como de minúsculos Caballos de Troya. Irrumpieron a lidiar como viejos e irreconciliables enemigos. Uno de ellos hizo de su llave de cruz un rehilete infernal. Otro desenfundó un machete oaxaqueño y se metamorfoseó en un delirante samurai de casimir. Nosotros desde las ventanillas golpeábamos a los que querían tomar el camión por asalto. Inopinadamente una bala perdida encontró el tanque de gasolina de un autobús y me di cuanta de que la cosa iba para largo. Por segunda ocasión en ese día se me hacía tarde. Tengo que decir que he cansado a varias mujeres con mi impuntualidad. Bajé del camión con todas las cauciones en busca de una vía más rápida.

Ni hablar, de que se las trae uno se las trae. Se pueden burlar, pero no solamente llegué tarde, sino, como dicen los locutores cursis, demasiado tarde. Mi novia estaba deshecha. No de apuración o de angustia por mi tardanza, sino espeluznantemente deshecha sobre la banca del parque en que nos habíamos citado. Nunca la vi tal mal. Di parte a la policía. Avisé a su casa e informé que estaba totalmente desfigurada, sin entrar en detalles que me parecieron de mal gusto. Su madre dijo: "me lo temía, ahora será un problemón identificarla". Tenía mucha razón.

Corrí contra reloj, para acabarla llegaría tarde a la premiere. También me he perdido varias por impuntual. Llegué tardísimo pero me alegré porque resultó ser una cinta aburridísima. Un fiasco. Un engaño que casi no pude soportar. Mi novia por lo menos no lo padeció.

Estaba ya fastidiado y me encaminé a la casa. Era un atardecer común y corriente, sin embargo, preferí caminar. Recorrí muchas calles y me distraje con cualquier cosa. Unos niños jugaban a darse de palos, creo que unos representaban a los ladrones y otros a los policías. Ya para llegar presencié un asalto tradicionalista: dos o tres piquetes fugaces y zancudescos y una loca carrera como vertiginoso corolario. No hay duda, esta ciudad sigue viva.

Llegué a mi casa rendido. Casi ya no llovía. El tipo acuchillado por la mañana seguía tercamente postrado en los escalones, tuve que hacerlo a un lado para subir. Estaba muy tieso. Al acercarme lo reconocí. Vaya si soy un distraído: era uno de mis aboneros. Algunas veces habíamos charlado, nada importante, pláticas graciosas pero baladíes. En una ocasión hasta le invité una copa. Era simpático, recuerdo que ese día hizo muchas bromas sobre su testaruda forma de cobrar: soy una ladilla de acreedor, me decía. Cómo nos reímos. Ahora era una ladilla muerta que había subestimado el escozor de unos cojones. Lo vi por última vez. Su aspecto era abominable, pero quiero insistir en que era simpático.

Entré a mi departamento y me preparé un café, nuevamente aguado y desabrido. Son chingaderas. Aborrezco tomar un mal café en las noches de lluvia. Al poco rato me quedé dormido un poco harto de que nada sucediera realmente en mi puta vida.


Otro cuento de: Metrópoli    Otro cuento de: Cafetería  
   
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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/Dic/01