Hotel Alicante

Tayde Bautista

El lobby del hotel Alicante se ubicaba en el primer piso; era un sitio oscuro y frío. La poca iluminación provenía del salón de junto. Un gran candil sin luces colgaba del techo; me inimidó, pensé que en un momento se caería y me aseguré de no pasar por debajo. Algunos espejos cubrían las paredes. Durante el día, el sitio funcionaba como restaurante; en las noches, como bar con una orquesta de música variada. La suciedad, notoria, parecía como si una espesa neblina envolviera a la gente y a los muebles. Se respira tedio. Sentí como si el tiempo se hubiera detenido.

Una pareja bailaba en una pista improvisada. Me senté en una mesa frente a ellos. Observé mi reflejo en uno de los espejos. No me gustó cómo iba vestida, me veía desaliñada, sentí vergüenza y me fijé en la pareja: eran los únicos que tenían buen ánimo.

Los músicos tocaban una pieza tras otra. Los meseros observaban desde la barra la escena con hastío. Yo no estaba de humor para conversar; quería beber sola. Me sentí bien. Ahí no había alguien que se acercara o quisiera charlar conmigo.

Cuando la enfermera me anunció que ella había muerto, salí corriendo del departamento. Corrí sin parar hasta que llegué al Parque Hundido; grité. Sentí alegría. Soy libre, pensé, pero después tuve miedo; por un momento imaginé que no era verdad; a mi regreso ella estaría allí.

La primera vez que me di cuenta de que podría morir fue la tarde de un viernes. Se había caído de la silla de ruedas y estaba tirada en el piso.

—¡Ayúdame! —gritó.

Me detuve y la miré por unos segundos.

—¿Qué haces? —dijo—. ¿No ves que no puedo moverme?

Me gustó verla a mis pies. Y la ayudé a levantarse. Si muriera, podría hacer tanto con mi vida, me dije. Al momento me arrepentí. Llevaba años enferma, tenía artritis. Podía caminar pero no le gustaba salir; las piernas se le entumían con frecuencia. Pasaba horas mirando al patio.

Nunca entendí qué veía, pero en repetidas ocasiones la encontré llorando. Jamás le pregunté qué tenía, porque no le agradaba que la cuestionara.

Una de mis tareas era peinarla.

Nunca permitió que la enfermera tocara su cabello; decía que la embarraría de medicinas o algo extraño. Quería mis manos limpias; advertí que yo era su sirvienta. Mientras cepillaba su cabello me contó historias de su niñez. Decía que en esa época había sido feliz; yo me hartaba de sus añoranzas.

Cuando comenzaba con eso, le hacía daño con el cepillo y ella gritaba.

—Yo he sido feliz, tú no sabes de eso.

Durante mucho tiempo imaginé que la felicidad significaba ser libre.

 

 

Ella tenía fantasías extrañas; soñaba con tener varios sirvientes a su disposición para que cumplieran sus necesidades: bañarla en tina, darle masajes, llevarla de compras, vestirla.

Era caprichosa e intolerante, aunque pedía las cosas de una manera inofensiva. Si yo no cumplía sus requerimientos, me hacía sentir que maltrataba a una anciana. Me manipuló. Sus demostraciones de cariño eran escasas; parecía como si con cada gesto amoroso llenara un sin fin de ausencias.

 

 

Al regresar del parque arreglé lo necesario para el funeral. No lloré. No le avisé a nadie de su muerte. Le compré una caja gris, la más barata; ese gusto me lo reservé. Ella me pidió que la incinerara —no quería que se la comieran los gusanos—, pero yo gocé con la idea de enterrarla en una caja económica y simple; aunque luego me afligí; demasiado tarde.

Primero, las lombrices atacarían sus ojos y ya no podría ver su mirada; luego se irían a los intestinos, al estómago, a los pies. Poco a poco su carne se secaría.

La velé sola y también sola la llevé al panteón. Cuando vi que los sepultureros echaban tierra al ataúd comencé a llorar.

—¡No te vayas! —grité—. No me dejes.

La tierra la cubrió. Los enterradores no dijeron nada; seguían con su labor. Pensé que debían ser un poco más considerados conmigo. Después de todo, la mayoría de los muertos llegaban acompañados de familiares y amigos, pero no se detuvieron.

 

 

Algunos días llovía sin parar. ¿Cómo debía limpiar la casa? ¿Qué debía hacer? ¿Mirar la televisión? ¿Salir a la calle?

La pareja dejó de bailar. Él y ella se sentaron en una de las mesas que se encontraba cerca de la mía; conversaban animados. La señora se secó el sudor con un pañuelo; bebió agua mineral. El hombre se levantó y habló con uno de los músicos, pidió una canción y fue por la mujer. Por un momento pensé que eran amantes, pero sólo fue una idea.

Uno de los meseros se me acercó.

—¿Quiere pedir otra copa? Estamos por cerrar.

Me quedé observando a la pareja. Él tenía cerca de cincuenta años, ella un poco menos; bailaban muy juntos; él tenía puesta su mano en la cintura de la mujer.

A pesar de que el sitio lucía decadente, me gustó estar ahí. ¿Qué haría ella en mi posición? Tal vez nada, los observaría igual que yo, pero a ella le gustaba llamar la atención; nunca pasó desapercibida. A lo mejor invitaría a bailar a uno de los músicos o meseros.

 

 

—La indiferencia no va conmigo —me dijo muchas veces.

Cuando la cuestioné acerca de por qué no quería pasar inadvertida, contestaba algo distinto.

—No debes perder el tiempo. ¿Por qué siempre preguntas cosas extrañas? Concéntrate en lo que debes hacer —respondía.

Nunca entendí a qué se refería con eso.

 

 

La melodía era suave; tocaban Veracruz, de Agustín Lara. Una vez me dijo que yo tenía demasiadas ilusiones; fue cuando le anuncié que deseaba aprender a bailar salsa. Se burló de mí, pero después me pidió que fuera por sus discos; tenía una gran colección de música cubana: Benny Moré, su preferido.

Después me pidió que le trajera uno de sus vestidos de fiesta y los zapatos de tacón cubiertos de raso naranja. Me enseñó a bailar.

—Mira, lo primero que debes hacer es pararte así; imagina que tú eres el hombre y yo la mujer.

Ella marcó unos pasos: uno, dos, tres, mueve la cadera y da una vuelta. Las dos reímos, fue divertido. Después me dio un beso y me pidió que la dejara sola. Casi no me besaba. Me perturbó. Pensé mucho en esa tarde. Cuando recuerdo esos momentos me dan ganas de llorar. No pude besarla cuando la vi muerta; tenía los labios morados y me asusté; había deseado tanto su muerte…

Me habría gustado que ella fuera así, como esa pareja de ancianos que bailaba muy junto. No sé si como el hombre o la mujer.

—Deberías entender por lo que he pasado, pero, qué vas a saber —dijo muchas veces.

En el lobby, la pareja de ancianos se detuvo; al poco tiempo, la orquesta. Algunos músicos se despidieron de ellos; supuse que eran clientes asiduos. De todas maneras, no creo que el lugar se llenara de gente; eran las once de la noche y el hotel estaba vacío. Los meseros comenzaron a levantar las mesas. El salón se iluminó por completo y me levanté. Pagué y en las escaleras vi la punta de mi zapato que bajaba un escalón tras otro. Siempre quise aprender a bailar salsa.

 Este cuento pertenece al libro De paso publicado por Ficticia Editorial y está disponible en la Librería.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 27/Sep/12