Arthur Rimbaud visita el Tequendama

Eduardo García Aguilar

Una extraña agitación sucedía en casa del joven poeta José Asunción Silva, minutos antes de que un carruaje apareciera calle abajo, semioculto entre la bruma y la lluvia santafereñas. El vehículo tardó varios minutos en llegar al portón y tras una incómoda espera, se vio salir de allí a un hombre flaco y canoso, cuarentón de apariencia, a quien le fue difícil ocultar cierta amargura en el fondo de su cínica sonrisa. Le faltaba una pierna y se movía con ayuda de una muleta de finas maderas. Vestía con soberbia elegancia, de traje negro y camisa anudada con una corbata de seda color fucsia.

Silva lo ayudó a franquear la puerta y lo condujo hacia el patio central, donde un conjunto interpretaba suaves melodías entre un delirio de flores, bejucos, enredaderas, macetas de primaveras y dalias y orquídeas tiernas azotadas por la lluvia. El invitado saludó al selecto grupo de adolescentes miembros de la tertulia literaria Los lánguidos camellos, ataviados para la ocasión con las mejores prendas de moda en la Atenas Sudamericana, en ese año de 1896.

La bruma se hizo más pesada y cubrió las calles de Santa Fe de Bogotá con capas de un algodón insidioso. A veces era imposible ver a más de un metro a los arrieros que subían vacas o chivos hacia los cerros, o a los transeúntes que desaparecían como fantasmas en los zaguanes de las casonas coloniales. El huésped tosió y comentó a Silva, vestido aquel día como un discípulo de Brummel, sobre la dolencia pulmonar que lo aquejaba desde su ingreso a Colombia dos meses antes.

Llegó a Cartagena de Indias en el barco alemán Norstrand, que venía repleto de mercaderías exóticas, entre ellas tapices persas, textiles, narguiles, camafeos y otros lujos de chuchería para la tienda de su anfitrión. Después se embarcó por el río Magdalena hasta Honda, donde estuvo una semana bajo la canícula, con la esperanza de atenuar sus males respiratorios y luego empezó a subir la cordillera hasta la sabana, por esa ruta famosa entre aventureros europeos que buscaban emular las hazañas del Barón de Humboldt. Un paje de librea le sirvió una ardiente infusión y lo invitó a seguir al cuarto para bañarse los pies con agua caliente y luego a descansar del agotador viaje.

Al día siguiente, en dos carruajes, los invitados de Silva partieron con el huésped mayor hacia el salto de El Tequendama, donde, en un extraño castillo tapizado de rojo y de paredes empapeladas, se preparaba un suculento almuerzo que sería acompañado con los mejores vinos encontrados en la bodega. Todos los miembros de la tertulia continental, salvo Silva y Rubén Darío, que ya habían cruzado el senecto y fatídico límite de los 30 años, eran casi unos adolescentes. El uruguayo Julio Herrera y Reissig, el colombiano Guillermo Valencia, el argentino Leopoldo Lugones, el mexicano Amado Nervo y el peruano José Santos Chocano habían llegado en diferentes fechas secretas a la ciudad, convocados por José Asunción, quien corrió con los gastos de la aventura poética. Vestidos con las mejores galas, aderezados en extremo, perfumados, envueltos en albísismas camisas y zapatos de charol, con bombines de lujo, gasnés, bastones y otros adminículos de la gentlemanía, aquellos jovenzuelos departían felices dentro de los coches, mientras la sabana con sus tierras húmedas, neblinosas y verdes se extendía a lo lejos, cubierta de un tono esmeralda.

En el primer vehículo iban Silva, el nicaragüense Rubén Darío, Baldomero Sanín y la poetisa Ana Malo, Salomé que todos deseaban y pocos poseían. Silva dio las gracias a Rimbaud por arriesgarse a un viaje tan largo hasta el otro confín del universo y, en especial, por reconocer que aún vivía, cuando sus escasos admiradores y otros que sólo lo veían como epígono del rey Verlaine lo daban por muerto desde hacía cinco años, en condiciones penosas tras su aventura africana. Arthur respondió a Silva que la dicha le correspondía a él por estar en estas tierras soñadas que añoraba conocer desde hacía tanto.

El río Funza corría raudo y su murmullo se oía al lado del camino. Pronto llegaron y en la puerta de la rimbombante construcción un grupo de cocineros gordos y rozagantes ayudaron a bajar de los carruajes al selecto grupo de convivios, "los diez", como los tildó Ana Malo mientras ayudaba al autor de las Iluminaciones a entrar al comedor, adornado con toda clase de bibelots, entre un penetrante olor a incienso oriental. Las paredes estaban cubiertas de tapicerías con escenas de sátiros, violaciones, sacrificios priápicos e imágenes de efebos y ninfas desnudas en desesperadas posiciones de coito.

Rimbaud fue llevado a la cabecera de la mesa y al otro extremo se colocó el anfitrión. Comieron y a la hora del postre Rubén Darío pronunció un brindis que todos aplaudieron. La servidumbre levantó la mesa y los contertulios se dirigieron a un cuarto contiguo adornado con flores reales en cuyo centro yacía un enorme y bruñido narguile de oro con largas tubamentas de pulpo por donde palpitaba ya el aroma del hachís. Silva fue el primero en chupar. Las palabras sonaban y chocaban contra las paredes y se escapaban para juntarse al ruido de la catarata. Desde la ventana se veía el precipicio y se observaba cómo el agua mansa de repente se hundía en las profundidades para caer con estruendo y provocar un permanente retorno de brisa.

Paraíso de los suicidas, lugar de encuentro de amantes secretos, sitio de invocación satánica y priápica, entorno de buitres acechantes, rincón del fin, oráculo de ecos, el salto de El Tequendama tenía ya una extensa historia en su haber. Años antes, un emigrante dejó tras su suicidio en el precipicio la orden expresa a sus herederos de que fuese construido un castillo en el lugar de donde se lanzó. Con parte de la fortuna heredada construyeron el edificio y destinaron para sus interiores los saldos de mercancías que había en la bodega del finado y que consistían en tapicerías, muebles, adornos, esculturas, cuadros, ropas e incluso una armadura hispana que perteneció al mismísimo don Gonzalo Jiménez de Quezada. En tal escenario, los bardos empezaron a hacer tintinear sus liras de lata en honor de Rimbaud: Herrera y Reissig habló de "tintinambulantes, macábricos y esfíngidos acróbatas", mientras Darío -"el arcangélico, el barriolatinesco ormuzimno verleniano"- sacó a relucir sus "fálicas y jupiterinas volteretas".

-Tus clavicordios, ¡Oh poeta Paul Verlaine! -dijo Lugones y soltó una carcajada-. ¡Tenemos los clavicordios destemplados y la teja corrida! ¡Pasaremos a la historia como los más impertinentes y odiosos retorcidos de la palabra! ¿Barcos ebrios?

-¡Que púberes canéforas te ofrenden el acanto! -replicó Darío, ebrio y dispuesto ya a lanzarse al precipicio del brazo de Amado Nervo, cubierto como estaba de futuras condecoraciones. Y luego vomitó sobre un cisne de porcelana, que atónito yacía sobre una mesita de caoba, junto a un florero lleno de rosas.

Arthur sonrió por primera vez ante las peripecias de los jóvenes y se disponía a levantarse para unirse a la fanfarria, cuando se abrió una puerta labrada y entre la humareda sepia con verde hospitalario aparecieron los cocineros gordos cargando una bandeja con dos bellísismas muchachas de unos 14 años, totalmente desnudas, en cuya piel estaba escrito el nombre del homenajeado con tintas de colores vistosos. Luego iniciaron una escenificación sáfica, lenta, minuciosa, apasionada, que hizo las delicias del poeta francés, incapaz de retener la tos que lo aquejaba, hundido en un mullido sillón, mientras lo abanicaba Ana Malo, disfrazada de Salomé, tal y como hacía en cuanta ocasión se presentara.

La tarde llegó y con ella bruma se hizo más pesada y la lluvia pertinaz de la sabana contribuyó al lúgubre fin del día. Santos Chocano y Valencia eran los únicos lúcidos a esa hora de la tarde, ya que los demás yacían adormecidos por la inhalación del hachís y los excesos alcohólicos. Silva, en un acceso de melancolía se había subido a un cuarto superior a interpretar el piano a la sorpresiva pareja de la noche: Rimbaud, el crepuscular, y la encendida poetisa Ana Malo. El bello rostro del santafereño se reflejaba sobre la brillante madera del instrumento y su impecable compostura, acorde a la melodía, parecía proyectarse sobre las paredes. Afuera el estruendo de la catarata era espectral y a medida que la noche seguía, se oía aún más penetrante, e incluso se percibía el cimbrar de las paredes. Silva lloraba mientras tocaba con las manos blancas y alargadas de noche triste. Había perdido importantes manuscritos en el naufragio del América, cuando regresaba de Venezuela a Colombia. Las deudas lo rondaban, gastaba mucho más de lo que percibía en su tienda de abalorios. Nadie, salvo un reducido grupo de escogidos conocía su obra y era objeto de burlas y críticas por parte de sus estultos contemporáneos. Nostálgico de París, Silva tenía en su haber la novela inédita De sobremesa, ejemplo de orfebrería decadentista. Por eso, con el homenaje a otro olvidado, desconocido, se despedía del mundo, a sabiendas de que la verdadera literatura es de catacumbas y de olvidos.

-Rimbaud -dijo- No sabe usted cómo se le ignora. Nadie por estas tierras sabe de su gloria precoz y maravillosa. Todos están obnubilados por el viejo Verlaine, y su leyenda aún tarda en penetrar estas sierras lejanas. Déjeme decirle, tal vez la única posibilidad de convertirse en leyenda es suicidándose de verdad o en vida, como usted hizo, abandonando para siempre este abstruso ejercicio de las palabras, que en almas impares como las nuestras, es sólo el tejido de una marcha fúnebre.

Pero al levantar la mirada del piano para escuchar la respuesta del autor de Une saison en enfer, observó el rictus de horror de la poetisa, antes de que su grito retumbara en el recinto. Rimbaud estaba muerto. Estirado, con los ojos azules abiertos y la boca desencajada, se alcazaba a percibir el grotesco muñón atorado en la muleta. Una de sus manos crispadas estaba aferrada de forma atroz al seno izquierdo de Ana Malo, de donde salían hilillos de sangre que manchaban sus atrevidos encajes.

Fue difícil arrancar a Rimbaud de las carnes de Ana Malo y más difícil aún enderezarlo. Eran ya las tres la madrugada y el frío sabanero llegaba a límites insoportables de niebla. Los amortajadores de rutina, habituados a trabajar con el alto número de suicidas encontrados por allí, prepararon el cuerpo según indicaciones de Amado Nervo y lo metieron en un sarcóago egipcio que hallaron en las bodegas del castillo. Darío, Silva, Santos Chocano y Herrera y Reissig cargaron el exótico ataúd y salieron del castillo para internarse por un camino rodeado de flores, pinos y altos cipreses. Valencia consolaba a la poetisa, que lloraba a cántaros, mientras Nervo acariciaba sus manos. En poco tiempo llegaron al borde del precipicio, donde era imposible escuchar las palabras, que desaparecían envueltas en la ominosa brisa procedente del fondo, a causa del choque de las aguas con las rocas.

Luego acercaron el féretro a la corriente y lo dejaron fluir hacia el abismo, entre troncos, ramas y reses muertas, mientras la lluvia arreciaba y una tormenta eléctrica iluminaba el ámbito con luz de azul de metileno.

 

Texto leido en el coloquio La Mirada Recíproca de la Semana cultural colombiana en París, celebrada en la Maison de l’ Amérique Latine en el mes de abril 2000.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/Jun/01