Agón 28, los Juegos de Teresa K.
José Luis López
Teresa subió esa noche al podio olímpico e intentó esbozar el gesto de felicidad ensayado hasta el cansancio desde que tuvo edad para hacer revolotear sus brazos en el aire, agradeciendo los aplausos de la audiencia.
No pudo.
Algo la paralizaba.
Y la había dejado sorda y ciega, ajena al griterío de la multitud o al parpadeo de miles de luces en el templo al cuerpo del Domo Olímpico.
No estaba más en la Gran Carpa. Estaba muy lejos de ahí y se sentía desfallecer, víctima de la seducción de la fiera que prepara el zarpazo final.
Eran sus ojos los que la mantenían en trance.
Los tenía frente a sí. Fríos y escrutadores, de aquel gris pálido igual al color de tantas mañanas en que no se permitían pestañear, repasando frente al espejo cada movimiento y cada músculo.
Su cuerpo no era el suyo. Era igual aunque otro, el vivo retrato de pechos como frutas que nunca madurarán y mil huellas de años de esclavitud.
Las dos mujeres estaban ahí. Madre e hija. Dos niñas sin formas en las que habitaban ya dos chiquillas de figura misteriosa, ambas marchitas cuando tenían por delante toda una vida.
Una medalla de plata colgaba de su largo cuello, como de ave, aunque tenso ahora, lo mismo que los gestos del rostro, endurecidos en un rictus.
Teresa, embebida en sus desvaríos, parecía ignorarlo y ni siquiera se percató de la presencia de los agentes que irrumpieron en el Domo, interrumpiendo la ceremonia.
Irina, la campeona de gimnasia helénica, fue bajada del podio a empellones.
La rabia, el miedo y la angustia se agolparon en la garganta de Teresa. Pero no le quedaban lágrimas.
Los hombres de negro esposaron a Irina, le hablaron de sus derechos y callaron, una y otra vez, cuando la gimnasta suplicó una explicación. Luego, fue despojada por un uniformado de la presea dorada y el comando la escoltó rumbo a una puerta de emergencia.
Entonces otro agente hizo subir a Teresa el escalón que la separaba de la cima. En la pizarra oficial parpadeaban el logo escarlata de la Agencia Antidrogas y un anuncio:
Teresa K. ¡Campeona en Agón 28! Teresa K. ¡Campeona en Agón 28! Tere
Irina Z. ¡Expulsada del Movimiento! Irina Z. ¡Expulsada del Movimiento! I
Desde el podio Teresa regresó la medalla plateada y sus flores. Lo mismo hizo Ecaterina N., poseedora del bronce.
Recibieron sus trofeos y los arreglos respectivos: el rojo carmesí, que la Magdalena de las Asimétricas, Esveta G., recogió del suelo para entregarlo a la nueva campeona; el verde olivo para la subcampeona.
Teresa no escuchó la salva de aplausos que sonó en su honor, ni tampoco el himno olímpico, como no pudo ver que el cielo en el Domo resplandecía por ella.
Tenía la mirada puesta en los filosos rombos carmesí del ramo de Olímpicas que apretaba en su regazo, otra vez los ojos clavado en sus ojos.
Era el laberinto de espejos del sueño, el de las horas en duermevela que antecedían a las noches de gloria. Sus ojos no eran dos, ni cuatro, sino cientos de miles escudriñando los vuelos y giros de su cuerpo en el vacío.
Y Teresa viajaba de una barra a otra, hasta contar decenas de ellas, siempre aferrada a los aparatos como el halcón a la presa, siempre libre volando por los cielos del Olimpo.
Esta vez los cristales estallaron con estrépito cuando los agentes de la AA hicieron bajar a Teresa del podio y repitieron el rito de las esposas, el derecho a callar, el silencio sepulcral ante las preguntas de la campeona.
El ramo de Olímpicas fue a parar al suelo de nueva cuenta. Ecaterina no quiso aceptarlas, ni prolongar más esa pesadilla. Acabó con Irina y Teresa en la prisión móvil en que serían conducidas al Centro de Rehabilitación de la Gran Carpa.
Todavía alcanzaron a escuchar cómo el estruendo de la gente ahogó el anuncio de la próxima ascensión de una nueva campeona. El resto de las competidoras habían sido expulsadas por violar la Carta de Sustancias, Métodos y Ritos Prohibidos, así que la Federación Global decretó que el nombre de Lolly Pop entrara al Mausoleo del Movimiento como reina de la prueba de vuelo en asimétricas.
Irina, Teresa y Ecaterina testificaron, en la sala de juegos del Tribunal del Movimiento, la ceremonia en que fue proclamada campeona Dolores P., Lolly Pop, hermafrodita de 12 años creado en el Centro Genético de la Gran Carpa en su lucha por instaurar el imperio de la ética en el olimpismo.
Después, las tres gimnastas fueron sometidas a juicio. Irina, a quien otra atleta denunció anónimamente por introducir en la Villa bebidas y ropa deportiva no oficiales, fue sentenciada a cuatro años de ejercicios obligatorios. Igual condena recibió Ecaterina, culpable de vampirismo, más otra pena de un ciclo olímpico de prisión por desacato, una vez que rechazó los segundos de gloria que le regalaron los dioses olímpicos.
Teresa no supo que se le acusó por tener el tatuaje de una amapola en la muñeca derecha. Desde que inició el proceso, clavó los ojos en los de su juez para extraviarse en esa mirada severa frente al espejo, estudiando al detalle la respiración, el ritmo cardiaco, la tensión de los músculos.
Una vez recluida en el Centro de Meditación del Monte Olimpo, soñó una noche que su celda era un cuarto lleno de espejos. Buscó su reflejo en los muros blancos a su alrededor y se desnudó. Entre las sombras de la noche pudo ver los pechos sin vida, las cicatrices en las carnes.
Cuando intentaba iniciar un ejercicio, se desvaneció y, en el último suspiro, Teresa huyó, para siempre, del cuerpo que la mantenía encerrada en otra prisión.
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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/Nov/00