Tierra somos

"Tierra somos", decías, "y a la tierra hemos de volver".
A Mario Orozco Rivera
1930-1998

Noel Unk

Apenas se supo la noticia, el consejo municipal convocó a una reunión urgente. La gente inició un barullo de ave y los niños se apresuraban a preguntar sobre la plaga de hacia cinco años. Nadie sabía bien a bien lo que había pasado, o los alcances reales que pudiera tener la muerte de un hijo pródigo investido en fama extranjera.

Días antes, los perros aullaron a la luna por más de tres horas, como anticipando un terremoto, y el ciego más viejo de la ciénaga se puso a esperar el tren. Las calles, además, comenzaron a expeler un hedor de batalla, un hedor de aceites y pescados podridos. La respiración de los edificios era agitada. Sobre las banquetas, mujeres y hombres andaban borrachos, con un perpetuo boquete de bala en el vientre. El circo tuvo que suspender la función al caer un rayo sobre la carpa y quedar deshechos cinco leones, dos elefantes y la mujer barbuda, tras cinco meses continuos de éxito. Los charlatanes hicieron de las suyas y al segundo día de extrañeza publicaron un libro con advenimientos numéricos.

El olor brindó pesadillas a los habitantes y sin saber porqué comenzaron a marcar el día veinte en sus calendarios. El mercado se alborotó con las señoras histéricas que se arrebataban pájaros y corderos como preparando una lúgubre celebración sin nombre. Los hombres no opusieron resistencia ante ese violento ataque a los ahorros familiares. Comenzaron los ayunos en los barrios más pobres y los ricos adquirieron cirios gigantescos, uno para cada rincón de las casas. Las finas alfombras exhalaban ansia al igual que los turbios suelos de barrizal.

Cuando el vigía llegó como animal perseguido a la alcaldía se dejó venir un suspiro de alivio y expectativa. Tal vez se sabría cuál era la razón de los sudores nocturnos y los corrales en llanto y si acaso concordaba con los augurios de las matronas.

"Es una caravana bien larga, como de cinco kilómetros, con coches sin techo, personas vestidas de negro y cuatro burros atados a las esquinas de un ataúd; vienen echando babas. Han de llegar en unas cinco horas. Ha de ser alguien importante porque al cadáver lo rodean una bola de barbudos con boinas y banderas. Otros vienen cargando lienzos de colores chillantes".

Retumbaron las campanas de la iglesia para alertar al poblado y la podredumbre se transformó lentamente en perfume de rosas. Las mujeres encendieron estufas y hogueras. Los hombres urgieron a los únicos dos sastres del pueblo a terminar sus encargos. El cura insistió en guardar la calma y esperar algún otro detalle, pero la población enardecida y autómata llenó el aire de fiesta.

Desde el fallecimiento del señor Obispo, hacía cinco años, no se veía una procesión fúnebre tan grande. Esa vez se hicieron preparativos exhaustivos al llegar la nueva del Vaticano. Las calles se llenaron de flores importadas y las fuentes del zócalo se encendieron tras décadas de sequía. Todo fue organizado por el alcalde, siendo el Obispo el único orgullo conocido del pueblo. Pero pocos lo lloraron y, aún más, se olvidó su muerte y la fastuosidad del funeral cuando, días más tarde, los gusanos comenzaron a salir de llaves y coladeras.

"Aquí ya no cabe nadie", le dijo el sepulturero a los caciques, pero sus consejos pasaron desapercibidos.

Para colocar la morada eterna del Obispo se tuvieron que remover tres docenas de tumbas y acomodar los cadáveres en cajas de madera para ser echados al mar. Se escogió a los muertos que nadie recordaba. Surgieron dos o tres familiares, pero el reclamo se acalló con diez monedas de oro sacro. La colina del cementerio sería el púlpito eterno de San Marcos, como lo llamaban desde ya los periódicos, y desde ahí vería a los que dejó huérfanos apenas finalizó el seminario.

El panteón era una olla de carne y huesos a punto de desbordarse. El mármol italiano, los querubines regordetes y las toneladas de arreglos florales que mandó colocar el alcalde añadieron un peso inesperado a la tierra. Las cajas carcomidas se despedazaron con la presión y las lápidas se recargaban unas contra otras rompiendo ramas y raíces. Adentro, las paredes se cuarteaban o se desplazaban en las afueras del cementerio.

Al salir la luna, las ánimas rondaban las habitaciones de sus familiares. Las actas de defunción aparecían súbitamente sobre los comedores. Los cuerpos insistían en su sobrepoblación con una ira telúrica. Se sintió un estremecimiento apocalíptico y los difuntos comenzaron a inundar la acera. Las coladeras expulsaban gusanos, y estos acechaban a niños y viejos. Fue una pestilencia de semanas que finalizó con arduos combates de cal y los dos mil rosarios que el cura rezó en secreto como penitencia de sus amores adolescentes.

"Ha de haber sido el desenfreno que nunca confesé, o la indiferencia de mi rebaño ante el fallecimiento del señor Obispo", se decía.

Se quemaron los esqueletos. Las cenizas fueron vertidas en el agua. Hasta nueve meses los estragos de la plaga se sentían, cuando alguien nació con una larva en las entrañas. Los arcos romanos y la bóveda de cristal ahumado quedaron abandonados, incluso los más dolidos la atacaban de noche pretendiendo borrar la cicatriz.

Ahora venía una procesión de antecedentes proféticos, una faz pálida sin nombre. El consejo municipal accedió a no realizar por el momento ninguna celebración oficial y se mandó al vigía para averiguar la naturaleza del luto. Mientras tanto, una sonrisa diáfana invadía los rostros populares y las repisas escupían polvo y herrumbre mientras recibían a los misteriosos invitados. Después de las fiebres lunáticas venía la certidumbre de cualquier aviso.

Desde sus jaulas, tigres, caballos y elefantes gritaban los más profanos sonidos. Eran como un rito de primavera en la tarde más fría de otoño. Los barrotes se agitaron con el gemido placentero de los animales y ni el hombre fuerte con sus gritos de dios logró detener la orgía. Un mono incauto logró escapar en el desconcierto y ahuyentó a los vendedores del parque.

Nadie despidió al vigía, pero todo el pueblo estaba ahí para recibirlo con las buenas o malas nuevas. Al llegar, el delgado corredor tomó un altavoz y proclamó que a un tal Mario se le venía a dar sepultura; que era un artista nacido ahí, en los primeros años de la carpa mágica cuando el día de San Francisco llovía peces y ranas. Como prueba trajo consigo una hoja que al ser desdoblada reflejó una batalla de estrellas y un hombre naciendo del sol y arremetiendo contra los asteroides.

"Me dijo un barbudo que es Mario al que vienen a enterrar. Este dibujo lo hizo a orillas del río cuando era chico, antes de partir. Me dijo que buscara a una tal Sonia, del circo, que ella ha de saber de quién se trata".

El rumor se escurrió hasta los tendederos más recónditos. Todos se preguntaban quién era el ilustre pintor y poeta; la tal Sonia había muerto víctima de los gusanos del lustro pasado. Los más viejos no atinaban a descifrar de quién se trataba.

"Ha de haber sido apenas un muchacho cuando partió", se repetían.

Se mandaron telegramas a la capital, ordenando una búsqueda en diarios viejos y libros de arte. En el zócalo, el bibliotecario repasaba los índices de publicaciones antiguas y recientes.

"Mario... Mario... Mario..."

La población se plantó en las puertas de la alcaldía. Exigían conocer las hazañas del artista. Algunos decían que intentó regresar años atrás, en su edad adulta, pero fue exiliado a las orillas del pueblo por traer consigo satánicas influencias comunistas. Otros, que era un apátrida que nunca había deseado el retorno, incluso después de recibir condecoraciones en los cinco continentes; otros más, la mayoría, querían iniciar esa bienvenida de héroe dictada por los astros. Pero la preocupación los envolvía como un velo: no habría lugar en el cementerio para otra muerte fastuosa, el cuerpo debía de ser incinerado como todos los demás.

Se divisó la llegada al tiempo que sonaron trompetas improvisadas y se recibió el perfil de la capital. Mario había sido un prolífico pintor, discípulo del David e incansable recaudador de mujeres. Iniciador de luchas políticas de escala nacional. Excelente catador de vinos y cervezas. Amigo entrañable de los más altos miembros del partido. Revolucionario, al fin, había nacido en el circo el día en que el país se liberó del yugo foráneo. Pasó sus últimos años en una casa vieja dando vueltas cada mañana en una silla giratoria y alentando a niños y viejos por igual, con las ventanas abiertas y una brisa de óleo en las pestañas. Su semblante era el de todo genio: ojos sumidos en violencia creativa, manos fuertes sobre el tabaco igual que en el pincel, un torso descubierto vestido en canas remojadas de experiencia.

"Me voy a morir cuando me dé la gana", alguien le había escuchado decir.

Los jóvenes querían ser los primeros en encarar la peregrinación, pero fueron reprimidos por los guardias que el alcalde dispuso para evitar cualquier influencia socialista de los barbudos. Esto acrecentó la dimensión mítica del tal Mario y algunos lo daban de mártir y héroe de guerra.

El impresor giró panfletos en apoyo al hijo más santo de los alrededores, incluso más que el propio Obispo. Los viejos supervivientes de la plaga y la revolución desempolvaron sus textos apócrifos de teoría marxista. Los jóvenes organizaron brigadas en apoyo al fallecido y los vivales comenzaron a planear la publicación de biografías increíbles con viajes relámpago a Leningrado y cenas de campamento con mártires de la causa. El alcalde, al tiempo, giró órdenes de no recibir a la comitiva y evitar a toda costa la ceremonia fúnebre.

"Además", dijo, "el tal Mario ya no cabe... hace apenas cinco años de la plaga y un funeral más causaría la hecatombe".

Una mujer madura aseguró haber compartido una comunión carnal con el extinto. Asintió que hace diez años había visto llegar caminando a un hombre excéntrico, de cabellera blanca y prominente, con los pies descalzos. El hombre parecía desfallecer y lloraba de emoción. Al llegar a la colina que marca el inicio del pueblo, se arrodilló, besó la tierra y comenzó a comérsela a puños. Así permaneció por varios minutos y, saciada su hambre, se tiró al piso enfermo, sobándose el vientre con los dedos tatuados de pintura.

"Así estuvo mucho tiempo, bajo un sol que ardía bien duro. Luego llegaron unos hombres y lo golpearon en las costillas. Yo estaba embobada con él; tenía algo especial. Fui a ayudarlo, le llevé agua, le curé las heridas. Después me contó que un río muy, muy lejos de aquí, hace mucho, mucho tiempo, se abrió y se tragó un pueblo entero. Me dijo que los habitantes aún vagan bajo esa tierra de donde venimos todos. Me dijo después que a él le gustaba pintar sobre eso y tenía mil mujeres y gozaba, pero que tarde o temprano terminaría siendo lodo. Me dijo también que no le asustaba la muerte, sino la obscuridad. Me gustó desde un principio y de lo demás sólo puedo asegurar que es un gran amante. Pidió que me pintara los labios con un pedazo de arcilla y que lo besara en la espalda, para que nunca me fuera a olvidar. Descubrió su espalda y estaba llena de besos color a tierra. Hicimos el amor toda la noche y al despertar me encontré en la cama, rodeada por figura hecha de flores. Me dejó también una cruz de arcilla en la entrepierna, para que yo tampoco lo olvidara".

Tras escuchar la historia las mujeres del pueblo, aún las viejas matronas y las vírgenes, dijeron haber soñado lo mismo y se enseñaban las unas a las otras cruces de arcilla en la entrepierna. Los hombres no se alarmaron y seguían catando las más selectas bebidas para recibir a los extranjeros. Los guardias, ensañados, comenzaron las pesquisas cuando la comitiva estaba a punto de llegar.

Un grupo de adolescentes tomó la torre de la iglesia y casi reventó la cúpula con campanadas de fiesta. Las familias arremetieron contra la plaza armadas de veladoras, inciensos y flores. Varias mujeres caminaban con un velo negro sobre la cara, llorando en luto al mítico dibujante.

El presidente municipal dispuso expulsar la procesión, otra vez, por las ideas erróneas que pudieran traer aquellos hombres. Pero nadie hacía caso. Un regimiento se sublevó y formó una valla para controlar a la muchedumbre.

El cura salió de la iglesia con dos lagos púrpuras bajo los ojos, pómulos salientes y falta de aliento. Algunos, en la máxima profana, lo injuriaron por no celebrar en latín una misa de muertos. Tomó el altavoz y llamó a procurar la calma. Dijo que tras cavilaciones extremas y con la ayuda del Señor había decidido dar a Mario sagrada sepultura. La gente estalló en júbilo y las autoridades ya nada hacían para detener aquello.

El mundo se ensombreció al llegar el cadáver. Los sauces arrimaron sus ramas contra las rocas; el sol se puso de improviso. Los más pequeños saltaban por encima de la valla para intentar ver al ilustre. Las mujeres apoyaban los dedos contra sus muslos, como recordando aquellos sueños húmedos y las perennes cruces de arcilla. Los hombres, en un inusitado acto femenino, sollozaban aún más que ellas.

A los visitantes se les vio cabizbajos, mascullando algo que parecía ser una oración. El coro no cantó lo previsto, un himno alegre, sino entonó una marcha militar. Las nubes se cargaron de lágrimas y comenzó una llovizna invernal. Nadie podía pronunciar una sola palabra; los que lo hacían eran delatados por pequeñas señales de vaho. Los cuatro burros alentaron el paso, como intentando enmudecer las pezuñas.

El ataúd era negro, apenas se podía vislumbrar la ventanilla entre banderas, flores y hojas amarillas inscritas con versos. La marcha se detuvo de repente. Los barbudos desamarraron la caja y la pararon sobre la arena para que todos pudieran observar al fallecido.

Mario apareció con una sonrisa de bienvenida. Su cabello estaba perfectamente peinado, más de lo que jamás estuvo en cualquier mañana de bocetos eternos o mortales. El cuerpo de anciano se encontraba envuelto en una sábana de mimbre y bejuco, según las antiguas tradiciones. La piel de su rostro guardaba una palidez especial como de una transparente sabiduría. Y luego las canas, y las arrugas, y el pañuelo rojo sobre el cuello.

La congregación duró varios minutos, horas quizá, mientras la llovizna disminuía y se acrecentaba, disminuía y se acrecentaba. Algunos dijeron haber visto, de manera clara, cómo Mario abría los ojos y fruncía el ceño en extrañeza, como dudando la veracidad del adiós.

Al fin el cadáver fue retirado y subido al monte, donde lo aguardaba el sepultero, una pala y una tumba improvisada de las mejores piedras volcánicas que se pudieron encontrar en la región. Se olvidaron las fiestas y las bebidas, los trajes de última moda y las estufas. Además, nadie dijo nada sobre la posible erupción de gusanos. La noche llegó a las cinco de la tarde y todos se retiraron -sin hablar- a sus casas, no sin antes encender millares de veladoras que brindaron una luna de luciérnagas.

Se acomodaron telas y quinqués en la plaza para los visitantes. Pero no durmieron. En la noche tocaron en cada puerta para colgar un cuadro en la pared principal. Cada casa tendría la mirada perpetua de Mario, con la condición de que las obras no fueran vendidas de no ser por alguna hambruna. Después se retiraron.

Pasó un día, dos, y el silencio continuaba. Al tercer sol comenzó a morir el pasto del cementerio y todos predecían en pánico una nueva peste. El cura, sumido en desesperación, convocó a misa y rogó a sus fieles rezar cinco rosarios cada mañana. Al quinto día no había rama viva en el monte y todos temieron que aquello se extendiera a las cosechas.

De pronto, a las cinco de la tarde del sexto día, se escucharon balidos y gemidos salvajes provenientes del circo. El monte se pintó de rojo, de la tierra arcillosa brotó el púrpura de las buganvillas, nardos y gardenias vestidos de nubes, girasoles en reverencia al astro rey, el olor del anhelí, claveles y tulipanes, el candor de las hortensias y las margaritas, brasas de zempaxúchitl. El sol sedujo como en el mejor día de verano. La gente volvió a sonreír y a caminar por las calles. Las veladoras que rodeaban la tumba se apagaron con una brisa marítima que acarreaba cantos de sirenas y risas de comilonas marineras. El perfume a rosas incitó a las parejas a encerrarse en idilio y a los niños a cazar lagartijas y fabricar papalotes.

Las ánimas retiraron sus actas de defunción y entregaron a cambio diarios íntimos como apoyo a la posteridad y al recuento de la historia. De las llaves salió agua de colores y los cuerpos comenzaron a convertirse en lienzos. El camino a la tumba se volvió imposible con la maleza, pero cada día veinte, a las cuatro de la mañana, el monte se enciende en fuego y da inició a la celebración.

"Cada día veinte se desempolvan las botellas y las puertas se abren".

El pueblo de San Mario, esa paleta viviente, celebra desde entonces la llegada de un hijo pródigo. La vuelta del polvo al polvo. La razón colorida de una vida.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/Feb/01