La tinta de los silencios

Jorge Oropeza

8 de mayo

Ninguna novedad. Salí otra vez por la tarde a caminar solo, entre las calles que sofocaban. La ropa se me pegaba al cuerpo, húmeda, como hace ya varias semanas. Los días son asfixiantes, y ni una sola llovizna. No me acabo de acostumbrar a este clima, ni a esta ciudad. Afortunadamente tengo mucho trabajo, y casi nada de tiempo para fijarme en lo ajena que me es esta ciudad.

Pero esta tarde creo que se me acumuló la melancolía: de pronto, me vino una nostalgia extraña por la lluvia; no recordaba la última vez que vi llover. Necesitaba escuchar el agua golpeando la tierra, los árboles, las calles áridas. Como si el viento que agita las hojas y las ramas pudiese también agitar mis emociones, devolverme a fuerza de humedades y agitación lo perdido. Como si la lluvia pudiese gritar por mí, como si la lluvia pudiese renovar mi interno, como si la lluvia sobre los hombros me aligerara la carga de tiempo. Que ganas de que lloviera, carajo, de una verdadera tormenta, y no solo de gotas ligeras y estúpidas que apenas remueven el polvo moroso.

Polvo moroso... en eso me he convertido. ¿Dónde están los días en los que podía yo ser tormentoso, húmedo, vital; en los que agitaba con vientos furiosos las palabras, los sentidos, y era capaz de las obscuridades más temibles? Ahora solo puedo suspirar por esa lluvia, y entre cada suspiro no puedo evitar pensar en Fernanda. Qué ganas de que lloviera...

 

15 de mayo

Desayuné en la barra del restaurante de siempre. A tres asientos del mío, una mujer de edad indefinida, atractiva, compartía conmigo la barra. Como en una película que se corre al doble de su velocidad natural, vi claramente que detrás del traje sastre amarillo, la formalidad, el silencio indiferente y anónimo, podrían brillar destellos de obsesiones, miedos, fantasías y sueños fascinantes. Seguramente, al penetrar a través de sus ojos tan maquillados, del traje sastre amarillo y el peinado elaborado, encontraría las ansias de entrepierna, las soledades de medianoche, la oscuridad de la habitación y la lágrima que se escapa sin sentir, la monotonía de la rutina, el sostén que aprieta pero no lo suficiente, los años que pasan sin sentir, los pies que se cansan y se deforman con el tiempo, las costumbres sin las cuales ya no se puede vivir, el cuerpo que es el mismo y sin embargo ya no es como antes, el orgasmo que se pierde en el sueño que ya no se recuerda, las 10 o 12 horas de oficina en las que deben caber también las obsesiones, los miedos, las fantasías y los sueños.

Y todo esto me llevó a una sola conclusión: extraño a Fernanda. Pensé que nunca lo haría, que al repararnos desaparecería ella junto con el mundo perfecto que ella me creó. Me asfixiaba con su actitud siempre complaciente, su cuerpo perfecto, su rostro precioso, su voz imperturbablemente dulce. Me enfurecía esa eterna complacencia, porque sabía que no era lo que realmente había dentro de ella. Tan bien la conocía, que podía leer sus pensamientos, sus deseos, podía predecir que iba a decir y como lo haría, casi como pude leer a la mujer del traje amarillo. Es demasiado lo que a veces uno puede saber, pero es aún mayor el peso de ese saber. Por eso llevo este diario desde que conocí a Fernanda, para tratar de sacar de mí los silencios que guardan lo que sé.

 

22 de mayo, madrugada

Fernanda conversaba conmigo, me besaba, lloraba sobre mi pecho. Me desperté sudoroso, molesto. ¿A quien culpar de un sueño intruso? Si entre las noches más o menos iguales, más o menos monótonas, de pronto un sueño intruso irrumpe y perturba, ¿a quien puedo culpar? Mi conciencia está tranquila, yo no llamé.

¿O sí? Esa es la duda que más trastorna. No soy consciente de haberlo llamado. Casi preferiría que no viniese. No lo necesito. Pero, ¿quién más ha creado el sueño, si no soy yo?

 

31 de mayo

Que endeble es nuestra historia personal. Depende tan solo de lo que creemos cierto. Hoy vi a Marcela, amiga de varios años y que me vino a actualizar que pasó con Fernanda después de que nos divorciamos. Eran linda pareja tú y Fernanda, me dijo Marcela, pero la verdad no te merecía, concluyó. Sonreí idiota. No sabes lo que me ha dolido esto, quise decirle, pero se me quedaron las palabras en la taza de café. Como si no tuviera importancia, Marcela comenzó a hablar de la vida de Fernanda después del divorcio. Sin ninguna consideración, me hizo saber que apenas a un mes de terminar conmigo, la muy infeliz se enredó con el patán de Juan. Y no es que me molestara el que ella tuviera otra relación, pero... ¿cambiarme por Juan, un tipo sin escrúpulos, borracho, que vendería a su madre si lo necesitara? Y lo que siguió fue peor: Fernanda no solo engordó, se volvió vulgar en sus ropas, su maquillaje, sus gustos y sus modos (todo contado con un morboso lujo de detalles por Marcela), sino la manera en que traicionó a todos los que la habían ayudado en el pasado (y que no puedo repetir aquí por la rabia que aún siento), la forma tan repugnante en que se fue transformado más a la imagen y formas de Juan, me dejó sin habla.

Descubres que no conoces nada. No conoces a las personas, o lo que creías conocer no explica en absoluto su comportamiento. Sentí una mezcla de sorpresa, coraje y miedo. ¿Cómo explicar lo que parecía una conducta imposible en una persona? ¿Cómo afecta eso mi historia junto a Fernanda? La duda permea no solo esa historia en particular, sino todas mis capacidades de percepción: ¿hasta donde me he mentido todo este tiempo?

No puedo dejar de pensar en ello, sin que dude de las historias, las palabras, las acciones. Los significados me crecen desordenados, contradictorios, como una plaga incontrolable. Es terrible perder la historia propia, porque al final, perder la historia de los otros simplemente es olvido o indiferencia, pero la historia personal es insustituible, es el resumen de aquello que fui y por lo que hoy soporto el silencio y la soledad.

 

30 de junio

Poco a poco, voy olvidando los detalles de mi conversación con Marcela.

Yo sé que tal vez no soporto pensar diferente a Fernanda, que tal vez prefiero seguir creyendo que ella es quien yo conocí. Y tal vez solo estoy salvando mi propia dignidad y mi cordura. Pero a medida que olvido, regresa a mí una brisa leve y fresca que pasa entre mi pecho. Sonriente, callo todo pensamiento.

Después de todo, tus silencios me obligaron a esto, Fernanda. Me obligaron a dejarte, cansado de tener que adivinarte todo, de suponer todas tus respuestas. Ahora, solo me queda continuar mi propio silencio, y dejar mi historia personal tal y como juntos la soñamos.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 10/Jun/00