Tloque Nahuaque

Federico Schaffler

Por Quetzalcóatl, Atzala, como pudiste haber matado a Tlacaelel. ¿Porque lo hiciste?. No acabo de entenderlo. El sacerdote trataba en vano de obtener una confesión del general Tlacaelel, en el frente de combate, en la margen norte del Canal de la Victoria, allá en el istmo grande, justo al centro del continente.

Trasladado por su crimen de guerra a la prisión de máxima seguridad en Ixtacalco, en la capital azteca, Atzala era fuertemente custodiado, mientras que los corresponsales extranjeros, principalmente de Europa y Oceanía, buscaban a toda costa la información.

El hecho en sí del asesinato entre generales aztecas, en el frente de combate con el Imperio Inca, era él mas que suficiente para movilizar a la prensa mundial. La batalla entre ambos databa ya de mas de 200 años y se había convertido en una de las guerras mas prolongadas en la historia de la humanidad.

Una vez habían sido aliados los aztecas y los incas, hacia ya casi 500 años, cuando repelieron el intento de invasión y conquista del continente por los españoles. Aún se recuerda el último enfrentamiento entre dos poderosos aliados militares con un ejercito de convictos, ambiciosos y maleantes, al derrotarlos precisamente en la zona del canal, en la batalla en la falda del volcán Chiriqui o del Barú, ultimo reducto de los hispanos.

Posteriormente ambos imperios fueron progresando independientemente, con nexos de comercio entre sí, intercambios culturales y ocasionales viajes hacia el que rehusaban llamar "el viejo continente", como era la moda entre los historiadores del mismo.

Paulatinamente fueron enfriándose esas relaciones, hasta el grado de romper el fuego precisamente durante las Platicas de Nicaragua, donde se buscaba unificar ambos imperios e intentar la conquista de Europa, mientras esta se hallaba convulsionada por las revoluciones Francesa e Industrial, así como por la guerra que el Imperio Británico libraba con las 13 colonias y que no tuvo el éxito que se esperaba por estas últimas.

Después de décadas de un incesante y cruento enfrentamiento bélico, surgieron en el panorama militar dos prometedores generales, Atzala y Tlacaelel. Ambos tuvieron carreras militares muy similares, con rápidos ascensos, mismos que culminaron con la operación conjunta en el canal. Tanto uno como otro vencieron grandes dificultades para obtener el mando y la posición en el frente de combate.

Algo que oscurecía el éxito y la trayectoria de los dos combatientes eran rumores, no confirmados, de antecedentes aztecas impuros. Tlacaelel, afirmaban las malas lenguas, era descendiente directo de Cortés y la Malinche, mientras que de Atzala se afirmaba procedían sus raíces de "allende el Tahuantisuyo del sur".

A pesar de ello lograron obtener la confianza del emperador y la fuerza de sus tropas obligaba a una lenta pero constante retirada de los incas del istmo central, empujándolos hacia su tierra, en el cono sur.

El crimen de Atzala no podía tener otro castigo que la desintegración en la cabina de los sacrificios. Tlacaelel empezaba a sonar fuerte para la sucesión en el mando total del ejercito azteca, una posición privilegiada en la Corte y de vital importancia en las decisiones imperiales. Algo que, según los Caballeros Aguila y Jaguar, revolucionaría el imperio.

A pesar de los comentarios del pueblo, Tlacaelel hacía honor al gran héroe azteca cuyo nombre llevaba y eso preocupaba también a la Corte. En mas de una ocasión el emperador en persona tuvo que poner fin a las intrigas palaciegas que buscaban deshonrar el buen nombre del general, algunas de ellas orquestadas personalmente por el mandatario, dentro del juego político del imperio.

Los incas aceptaron la tregua que solicitó el alto mando azteca, a fin de poder cumplir con el juicio y la sentencia. Hasta ahora, ambos habían respetado las mutuas peticiones de paz temporal. Los incas recibieron con agrado la presente interrupción del conflicto, pues permitiría al ejercito suriano restablecer y fortificar su línea de combate.

La única entrevista autorizada por las autoridades aztecas a Atzala sería transmitida directamente vía satélite hasta el otro lado del mundo, donde el conflicto occidental era seguido si bien ya no con la misma atención de hace años, ahora con un morbo especial por la división interna de uno de los dos ejércitos más poderosos del mundo.

Atzala permanecía sentado, impávido, seguro de sí mismo. Su brillante uniforme militar metalizado había sido reemplazado con el mono azul y negro de los prisioneros de las castas altas. A su alrededor, en la sala de prensa de la prisión, poco más de 40 reporteros de radio, prensa y televisión, esperaban ansiosos el momento en que se les autorizaría iniciar sus cuestionamientos.

Afuera, en las amplias calzadas que cruzaban el corazón del imperio, los vehículos y los peatones proseguían su ritmo normal de vida, muy lejos de las zonas de combate. El estilo clásico azteca de las edificaciones contrastaba admirable y agradablemente con las de corte modernista. Alrededor de las pantallas publicas de TV, empezaban a reunirse gente ansiosa de conocer en vivo y directo las palabras de uno de los héroes bélicos contemporáneos.

El director del penal, un viejo mestizo con sangre chichimeca, cabellos blancos y marcada animadversión contra la nobleza azteca, procedió a dar inicio a la rueda informativa.

"Señores de la prensa mundial e imperial. En virtud de la importancia del caso, de la tradicional historia de la libertad de expresión del pueblo azteca y del real deseo de su majestad el emperador Ahuizotl Yohualli, sin mas preámbulos, dejo ante ustedes el acusado", presentó el funcionario del sector penitenciario, cuidado que sus palabras fueran traducidas simultáneamente del náhuatl a lenguas propias de los corresponsales.

La pregunta de rigor al demeritado general fue equivocada con frialdad en base al derecho que las leyes aztecas daban a los detenidos. Sin embargo, abundó en los detalles de su relación personal con Tlacaelel en bien del imperio.

"Sus ideas de progreso y armisticio en nada nos beneficiaban y sí podían poner en juego la supremacía azteca", contestaba con serenidad el militar, mientras que mecánicamente alisaba su negra perilla puntiaguda, orgullosa distinción de los de su clase.

Las preguntas continuaron con la objetividad característica de la prensa y las claras y tranquilas respuestas de Atzala. Entre tanto, en el palacio imperial de Chapultepec, el emperador seguía atento la comparecencia, enfundado en una suave y elegante bata de Catay, mientras Peggy Willinworth, la prometedora actricita inglesa jugaba distraída con los quetzales del jardín aledaño a la alcoba real, esperando los requerimientos sexuales de su protector.

"Los principios que estableció el gran señor Tlacaelel allá en el 1-pedernal, hace 560 ciclos solares, no podían ser discutidos ni alternados ahora por un noble con su mismo nombre. Mi deber como militar de alto rango y consejero imperial era evitar cualquier movimiento interno, sobre todo ahora que estamos tan cerca de triunfar en nuestra prolongada guerra. Sin dudarlo, tome la justicia de Huitzilopochtli en mis manos. Era mi deber castrense impostergable como súbdito del imperio", manifestó finalmente Atzala.

Una vez que los periodistas hubieron abandonado las espaciosas instalaciones de Ixtacalco, Atzala fue trasladado directamente a la sala de juicios, en donde tras analizar las declaraciones del acusado y de los acusadores, así como la evidencia del crimen, el computador analítico hizo llegar al emperador la tarjeta plastificada que contenía la sentencia y la ejecución, requiriéndose solo la impresión del anillo imperial para darle validez al dictamen de la incorruptible e inequivocable maquina.

Mientras el monarca jugueteaba con la tarjeta entre sus dedos, recordaba la construcción de la nueva cabina de sacrificios, arriba de la pirámide estilizada de concreto y piedra que imitaba el estilo de la Gran Pirámide del Sol. Recordaba como en las ejecuciones de prueba los incas capturados desaparecían dentro de la cúpula cristalina en volutas de humo, ante la mirada de los ejecutores, los testigos de calidad y los medios informativos.

"Es una lástima que le corresponda a Atzala el privilegio de ser el primer sacrificado oficial. Después de todo fue un buen y leal servidor. Además de discreto y valiente. Pero la ley azteca debe cumplirse. Así sea", comentó para sí mismo en náhuatl, ante la mirada inquisitiva de su amante en turno, al depositar la autorización en el canal de conducción inmediata. Volvió su atención a la inglesita, quien mostrándose melosa y agradeciendo la atención real, se arrodillaba frente a él deshaciéndole al nudo de la bata, engullendo su virilidad.

El emperador sonrió, tanto por su magna postura como por su diligencia en evitar una revolución interna, ahora que los sacerdotes pronosticaban el próximo fin del Quinto Sol, el Sol del Movimiento.

Laissez faire, laisser passer, pensó mientras entrecerraba los ojos, dejando caer a un lado del sofá el expediente confidencial del peligroso Tlacaelel, indiferente ya al sacrificio de Atzala, quien sereno partió en busca del Tloque Nahuaque, el principio supremo, con la conciencia de haber servido a su señor.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/Ene/01