Textos sin timón

Óscar Sipán Sanz

DESDE QUE TE FUISTE el lavabo huele a lavabo y la cama es diez veces más grande. Sé que todo ha terminado y por eso dudo mucho que vuelva a aterrizar sobre tu piel.

¿Sabes?, el otro día volviste a partirme el corazón. Y eso que ni siquiera estabas presente. Resulta que, por casualidad, al abrir uno de esos libros de arte que nunca ojeaba, encontré una foto tuya. Parecías tan triste, tan delicada... como las plantas de mis pies. ¿Qué nos sucedió, cariño? ¿Cómo pudimos entrar en esta espiral sin retorno? No consigo encontrar la respuesta, pero creo que estuve veraneando sin darme cuenta que la estación era invierno.

Ya no lo debes recordar, pero cada caricia tuya florecía un almendro, cada engaño fundía una estrella. Eras mi equilibrio, una concatenación de explosiones de alegría y depresión que llenaban mi vacío. Y por otra parte, sé que sólo fui en tu vida un adorno, un arabesco que te protegió de ti misma en una época de indefensión. Y ahora que no estás me veo como un mago. Un mago atormentado y egocéntrico capaz de hacer desaparecer todo menos tu recuerdo.

He abandonado el tabaco. No ha sido fácil romper la monotonía de fumar con el café, fumar en el coche, fumar en el almuerzo, fumar tras la comida, fumar en la cama, fumar en la madrugada. Lo he abandonado como tú me abandonaste.

Día a día, voy asumiendo que formas parte de mi pasado. Escuché tantas mentiras sobre ti, te esperé tanto tiempo delante de casa que cuando quise abrir los ojos ya la habían derruido.

Y ahora que has resbalado, ni siquiera puedo acariciarte y por eso me siento avergonzado, muy avergonzado y dudo mucho que las lágrimas del pañuelo vuelvan a secarse.

Quiero que sepas, allí donde te encuentres, que, por lo menos, no estoy solo. Mi mezquindad me acompaña donde quiera que voy. Pero eso no hace que vuelvas y el lavabo huele a lavabo y la cama es diez veces más grande.

ME DESPERTABA siempre a la misma hora, abatido, con acidez de estómago y más lejos del cielo que del infierno. Mis tripas se ordenaban como un ejército vencido; mis ojos rompían el gueto de legañas y escozor y deambulaban por la habitación, libres y enrojecidos por la falta de sueño. Dormir cuatro horas diarias hace de ti un desperdicio humano, un esclavo del desasosiego. Pero valía la pena: por una vez en la vida, el fin justificaba los medios. Salía del cuarto pletórico de energía -sin llegar a preguntarme de dónde la sacaba-. Caminaba por el pasillo como un circo en su primer día de gira. Abría la puerta de entrada y bajaba las escaleras dando amplias zancadas. Mis pies desnudos apenas notaban el frío glaciar de las desgastadas baldosas; y todo porque allí estaba el buzón. Lo miraba como se mira la foto de una mujer del pasado, con desesperación. Hoy tenía que ser el día. El día que mi literatura explotara en la cabeza de algún editor. Introducía la llave con mimo, la giraba y, sin mirar, arrojaba la mano al interior. Le rezaba a todo tipo de dioses o demonios, vendía mi alma al precio de una publicación. Palpaba el hueco metálico como si se tratase de un animal enfermo y entonces, "¡decepción!", no había nada: estaba tan vacío como yo. Derrotado, ya sin esperanza, esclavo del siguiente amanecer, seguiría dependiendo de ese animal enfermo, de un manantial de suerte aparentemente agotado y de un dios vestido de cartero que alimentaba, con cuentagotas, mis sueños.

MECÍAS AL NIÑO con tanta dulzura que parecía imposible que hubieras asesinado a aquella anciana en tu pasado; pero sí, lo habías hecho. Fueron tiempos difíciles para ti. Por mi parte, antes de conocerte ansiaba encerrarme en el cuarto alquilado y sacudir mi saxo hasta que las notas dolieran como tumores malignos, hasta que el arte reventara mis venas. Luego entraste en mi vida como una canción traída por el viento: sin elegancia, por la puerta de atrás. La noche que te encontré murmurabas palabras de niña asustada mientras acunabas a una botella de vodka; igual que ahora acunas a nuestro hijo. Te pedí un trago -estaba sediento-y tú me lo entregaste a cambio de un beso y un abrazo. Me conmovió tu desesperación y me quedé a escuchar tu historia. Mis bucles rubios y mis lacerantes ojos verdes habían escuchado relatos más incisivos, vidas de personas más rotas que un piano de cola en la vía del tren, pero la imagen de tus pequeñas manos de porcelana levantando la plancha y arrebatando la vida de una anciana despiadada me pareció algo grandioso, monumental. Quedé tan impresionado que cuando caíste desmayada por el alcohol te levanté como a una muñeca de trapo y te trasladé al agujero que llamo hogar.

Desde aquel día tu piel huele a tranquilidad y ese Dios que siempre me miró de reojo, sin disimular su desprecio, ahora parece envidiarme cada amanecer; o por lo menos hasta que me dejes.

Mientras toco en el club, entre nubes de humo, rostros distorsionados y calor, te imagino planchando toda la ropa de la vieja -vestidos de hilo negro cubiertos de capas, bragas y sostenes amplios y rugosos, pañuelos bordados con motivos religiosos--, harta de pasear la escoba por todos los rincones de la casa, de quitar el polvo a la cubertería de plata y de llamar a la suerte con ojos de terrorista acorralado. Cuando amenazó con denunciarte a Inmigración, a cambio de tu trabajo gratuito, rellenó su instancia para el campo santo. Trabajar para un demonio de pelo canoso no era lo que habías soñado cuando cruzaste la frontera y te adentraste en el país de las oportunidades. Tomaste una decisión, alzaste la plancha y pusiste a calentar su materia gris. Y luego vinieron todos aquellos tíos llenos de grandes promesas, grandes pollas y mentiras del tamaño de constelaciones. Mentiras que consiguieron arrebatarte la poca pureza que quedaba en tu cuerpo y por eso ahora sueño que un día encontraré al niño llorando en su cuna con una nota de despedida empapada en tu olor. Entonces abro mucho los ojos y soplo mi saxo con toda la fuerza que proporciona el miedo a la soledad, con esa peligrosa mezcolanza de odio y desesperación que me produce el no tenerte.

ME DIJERON QUE DORMÍAS, que nadie se atrevió a despertarte. Te imagino recostada hacia el lado derecho de la cama, hacia tu lado, abrazando la almohada con los brazos hechos un lío, la respiración tranquila y el sueño tranquilo. Mientras dormías, la casa rompió sus cimientos y, de puntillas para no despertarte, se marcó unos tangos enfermos en el baile de beneficencia. El coche se puso las gafas de sol, soltó el freno de mano y se deslizó bulevar abajo hacia una buena noche de putas. El abrigo de piel que heredaste de tu madre y que nunca te ponías, salió con elegancia del armario empotrado y se fue a dar la vuelta al mundo en trasatlántico.

Y mientras tanto, tú dormías.

Dolía tanto la vida, lo que dejaba tras de mí, que no podía soportar que nadie marcase tu carne dormida con el hierro candente de la desgracia. Me dijeron que alguien del vecindario, un valiente sin duda, tras enjuagar su cuerpo con vodka, rompió las cadenas de tu sueño y el silencio de la habitación. Y entonces, de repente, supiste que había muerto en un accidente, que había muerto mientras tú dormías.

SIEMPRE OÍA RUIDOS detrás de la puerta -la puerta de salida de la trastienda-, pero nunca me atrevía a comprobar qué los provocaba.

Algún gato revolviendo en la basura -pensaba.

El negocio se estaba hundiendo, mi mujer llegaba tarde a casa y olía a colonia de hombre y supongo que yo me dejaba llevar, como un náufrago a la deriva, sin hacer que las cosas cambiasen.

Las doce del mediodía y nadie había cruzado la puerta de entrada. Ni viajantes ni mormones. Ni siquiera a pedir cambios para el teléfono. Mi actitud era bastante pasiva. Me limitaba a ojear un libro muy aburrido, dejando que las horas cayeran del reloj.

Y entonces volví a notar esos extraños ruidos en el callejón.

Solté el libro sobre el mostrador y me adentré en la trastienda. Era un ruido bastante repulsivo y a su vez pausado. No rítmico, pero sí tenaz. Desagradable, esa era la palabra. Abrí la puerta de la trastienda lentamente. No esperaba encontrar nada interesante, pero me sorprendió ver a una viejecita de pelo canoso. Apartaba la basura con la punta de su bastón y recogía los cartones. Cuando terminó se limitó a meterlos en un saco de tela y, como pudo, se lo colocó a la espalda. No me miró, tal vez ni se percató de mi presencia. No sé por qué, de dónde surgió aquél impulso, pero decidí seguirla. Observé con ojos tranquilos cómo avanzaba arrastrando lentamente el pesado fardo y, por un momento, se deslizó por mi cabeza la idea de ayudarla. Pero pronto se desvaneció: la época de las buenas acciones ya había pasado. Visitamos un para de callejones más y luego se adentró en un sórdido portal. Pegué la cara al cristal y pude observar cómo luchaba con las empinadas escaleras. Se encorvaba todo lo que daba de sí, haciendo grandes esfuerzos, pero el saco debía superarla en peso y acabó resbalando de sus manos. Bajó rodando a cámara lenta, hasta donde yo me encontraba. Y entonces vi la dureza de sus ojos y comprendí que éramos iguales, que nuestras vidas eran de goma, que por mucho que nos doblaran no nos romperíamos.

ELLA MENEA EL CULO con frenesí, en mitad de la mañana, mientras tiende montañas de ropa de su señora. La miro a hurtadillas desde el ventanuco de la despensa y un sudor frío germina en mi vientre. Nadie sabe mover el culo como ella. Es algo enfermizo y sexual que debería estar prohibido o pertenecerme. Ella sabe que la observo. Y también sabe que nunca dejaré de hacerlo. Soy esclavo de dos miserias en este mundo: de un marqués alcohólico y maleducado y de sus movimientos lascivos. He intentado desengancharme de su atracción, he sumergido mi cuerpo en otros mares femeninos. Pero los sucedáneos nunca me saciaron. El chocolate me gusta que sepa a chocolate. La mantequilla a mantequilla. La miro y enfermo. No la miro y también enfermo. Estoy atrapado en una espiral de deseo que me mantiene íntegro, que canaliza la cordura hacia la pasión. Se agacha con descaro mostrando unas piernas duras, tersas, salvajes. Piernas pecadoras que brillan con luz propia. Piernas de lagarto, de diablo con cuerpo de mujer. La contemplo embobado y su vestido de sirvienta me parece más corto; se encoge como un avión al despegar. Tiene que estar embrujada o ser ella la bruja. Las cosas caen de mis manos, los músculos pierden toda agilidad y mi mente atraviesa dimensiones de tiempo y espacio hasta llegar al caudal que surca sus labios rojos. En ese preciso instante, desaparezco, me desintegro en el vacío y el marqués me arranca de mis ensoñaciones gritando: "¡Sebastián, deja de mirar por la ventana y concéntrate en lo que haces, viejo estúpido!

A MI LADO ESTÁS TÚ, intentando dominar tus sueños y alejándome de los míos. Me levanto con cuidado para no despertarte y voy a la nevera; sigue tan llena de nada como siempre. Agarro la botella de leche por el cuello, sintiéndome como un policía neurótico, y le doy un largo trago; alguien me ha comentado que va bien para la úlcera. De un tiempo a estar parte, mi insomnio se ha convertido en mi mejor amigo, el único compañero que me soporta. La cama ejerce de potro de tortura donde sopesar mi mala suerte. La cocina está helada, incluso más que la nevera, y necesita urgentemente otra capa de pintura. El blanco satén que tanto nos costó conseguir ha evolucionado hacia un amarillo rancio y opalescente. Enciendo un cigarrillo y aspiro el humo purificador; unos segundos más tarde lo apago en los platos sucios de la cena. Me llevo la mano al estómago y me retuerzo como un cangrejo vivo en una olla exprés. Busco en el cajón de las medicinas, encuentro un sobre de Almax -el último-y me lo tomo. Vago por la casa escudriñando cada rincón con mis ojos miopes, haciendo sombras chinescas en las paredes o simplemente arrastrándome como un alma en pena por las frías baldosas. Mis pies desnudos parecen dos misioneros perdidos en una selva virgen. Me detengo en mitad del comedor. Sé que me pierdo algo grandioso, que una habitación es un mundo interminable, que por mucho que la analice y la recorra jamás acabaré por descubrir sus secretos. Camino hacia la ventana. Me infiltro entre las cortinas como un espía con una misión y dejo vagar mi mirada por las calles vacías y mojadas. El hombrecito verde y el hombrecito rojo juegan a las cartas en silencio, bajo el semáforo. Sus rostros impasibles e inquietantemente pálidos, me recuerdan a los gansters del cine mudo; el entrecejo ligeramente arqueado y una mueca de desprecio en la comisura de los labios. Cuando se oye ese sonido desagradable que indica la llegada del camión de la basura, los hombrecitos recogen las cartas con rapidez, se las guardan en el bolsillo interior y escalan impasibles por el tronco del semáforo. Llegan a su puesto justo a tiempo; dos segundos más tarde y hubieran sido sorprendidos por los basureros municipales.

A veces, mi miopía juega conmigo y yo, ungido desde niño por los tentáculos de la imaginación, me dejo arrastrar por la magia de estas viñetas nocturnas e irreales. Pero, ¿qué es real y qué no lo es para un miope?

Vuelvo a la cama. Estás preciosa con tu camisón negro de tirantes; pareces una estrella de cine. Te agitas y ronroneas como un gato mimoso. Sigues peleando por cambiar el argumento de tus sueños. Hubo un tiempo en que yo deseé formar parte de ese argumento, aún es más, que todos tus sueños girasen en torno a mí. Pero el paso del tiempo y tu creciente indiferencia han sabido ponerme en el lugar que me corresponde. Mañana volveré a salir a la calle con ilusión y olvidaré que podrían declararme zona catastrófica en cualquier momento y gastaré las pocas energías que me quedan y buscaré trabajo de nuevo y tal vez lo encuentre y tal vez no; si no me vuelvo loco es porque tú sigues a mi lado.

Me meto entre las sábanas con cuidado para no despertarte, te miro con los ojos bañados en lágrimas y deseo con toda mi alma que me quieras, que nunca me abandones. Justo en el preciso momento que mi desesperación alcanza su grado más álgido, tu cabeza se apoya en mi pecho: esta noche ganaré la partida al insomnio.

DUDO MUCHO que las universidades sirvan para algo. Gardel sabía que lo único que puede llegar a enseñarte algo en esta vida es una mujer con el corazón roto acurrucada, como un pollito recién nacido, entre tus brazos. Secuestra a un Catedrático de Derecho Procesal, mézclalo con un millar de vagabundos desesperados durante un mes y un día y terminará palpando la realidad a través del dulce beso de la heroína. Gardel sabía que el brillo salvaje de las estrellas era una gran mentira y que solamente los orgasmos de pensión barata rozaban la inmortalidad. ¿Para qué quiero explorar Marte y Saturno si ni siquiera sé cómo funciona mi cabeza? Por lo menos, Gardel sabía que las estrellas podían mentir, pero que los orgasmos eran reales. No hay nada más perverso y retorcido que un soldado en su sano juicio defendiendo los colores de una bandera. No hay nada más perverso y retorcido que un optimista a principios del siglo XXI.

Amanece y estoy solo y desnudo como el pomo de una puerta y Gardel se escapa por cada uno de los poros de mi piel y ni siquiera puedo evitarlo; la visión y el estilo que siempre me han caracterizado huyen del campanario de mi alma y la tristeza me acaricia como a un gato mojado que regresa al hogar tras la tormenta. El brillo metálico de mis ojos verde-marrones es el espejo de todas las mujeres que nunca besé. Sentirse Gardel es orientar la infancia de Hitler hacia la ecología, boxear a diez asaltos sin protección contra un banquero suizo en un claro del bosque, observar a Truman Capote consolando a una Marilyn Monroe rota como mi cromo de Maradona. Tengo miedo del ginecólogo del tiempo, pues está borracho y no tardará en matar al hijo que nunca tuve. Tengo un miedo frenético a que llegue el invierno a mi vida y no pueda alzar el vuelo hacia tierras más cálidas. En realidad, todo gira en torno al tiempo que te cuesta dar una jodida vuelta al scaléxtric de la vida. Kilómetros y kilómetros de sumisión por una carretera que desemboca en un macro cementerio con vistas a una central nuclear y a una fábrica de coca-cola; tal vez valga la pena pisar a fondo el acelerador y llevarse por delante en la próxima curva a un grupo de mal nacidos skins neonazis o de generales con cara de julandrón podrido o de multimillonarios ególatras y despiadados o de críticos musicales muy enrollados que alardean por ahí de que Gardel sólo cantaba tangos. Porque Gardel sabía que lo único que puede llegar a enseñarle algo en esta vida es una mujer con el corazón roto acurrucada, como un pollito recién nacido, entre tus brazos.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 02/Sep/00