Una subasta partícular

Quieren que vivamos en el mundo
redondo que nos aprisiona.
Pero hay el otro, el mundo tendido,
hermoso como una lengua
de fuego que nos devora.
Elena Garro

Antonio Marquet

No basta un placer. Es preciso su reverberación a través -por ejemplo- de un escenario que lo magnifica con la confluencia de otros placeres: gozar y exhibir el goce; "pagar" públicamente para acceder a una satisfacción que sobreviene ante la misma mirada del espectador; y costeársela, además, con una moneda acuñada por el propio cuerpo; es preciso convertirse en el único que goza mientras el espectador se ve reducido a testificar. Hay que obligar a las figuras que simbolizan el poder a que autoricen los medios para procurarse el deleite, cualquiera que éstos sean. Es necesario gozar y convertir en fuente de placer el posible castigo por la transgresión que significa la concentración de goces... Activación de los sentidos, intensidad de la imaginación que crea sus propias fantasías para extender el terreno del placer de lo puramente corporal a una mente cuya temperatura también se eleva. Y todo al mismo tiempo, si no ¿qué chiste? Resultaría muy estratégico; tramado al extremo.

Definitivamente era pésima la idea de ir al Tom’s. Los repetidos anuncios celebratorios del tercer aniversario habían creado demasiada expectación entre los parroquianos. ¿Ir para ser una y otra vez empujado con el incesante ir y venir de la gente que se dirige al baño, que sale del cuarto oscuro, que decide buscar un trago? ¿Para padecer el agobio del calor, el humo asfixiante en un local que carece de ventilación? Incluso se había formulado la aspiración de que sería bueno pasar un mes sin bar, por lo menos una vez en el año.

A pesar de haber invocado todas las objeciones razonables, se encontraban a la puerta del bar, pagando el derecho de admisión. Claro que decir puerta del bar es todo un eufemismo pues como todo mundo sabe se accede al Tom’s por el reducido vano de una cortina metálica, de una fachada entre neutra y descuidada, oscura y pintada de negro, bajo los restos de lo que alguna vez fue un anuncio que probablemente haya sido luminoso.

Adentro, todo sucedía exactamente como lo pronosticaban sus temores. Aunque las molestias disminuían frente a algo, que evidentemente no podían externar, que les preocupaba: ¿qué harían? en el remoto caso de que se lo sacaran. Y es que la atracción principal, la carnada para atraer a más clientes, así como la manera de agradecerles por tres años de apertura, consistía en la rifa de un estríper. Yo suponía que esa rifa se realizaría por medio de la distribución de boletos a la clientela, mismos que una mano "inocente" habría de sacar... Sin duda alguna, tal mano sin culpa sería la de Miguel, el sonriente cancerbero del lugar, cuyo rostro se encuentra reproducido en por lo menos tres óleos que lo representan: el primero está a la derecha en leather, Miguel con el torso desnudo aparece tras su amante que porta un fuete. El segundo anuncia el cuarto oscuro, al fondo a la derecha; en él Miguel se traviste de ángel cuyas alas poco le han servido para evitar la caída en un pantano. En el tercero, descubrimos tan sólo su torso que se ofrece desnudo a la mirada de la clientela; está a la izquierda, justo al lado del gran pendón con una salamandra, símbolo de poder de Francisco I, otra simbolización de poder que se suma al águila bicéfala que se encuentra en frente y al sol radiante de Luis XIV que preside el lugar no sólo por su tamaño de tres por tres metros, sino porque lo observa todo y divide el lado tenuemente iluminado y la parte más oscura del bar; el pendón absolutista representa la frontera de los placeres: los de la palabra y los corporales tras las cortinas negras -negras como los altos muros- que se levantan a más de seis metros del piso.

Las doce de la noche habían sonado hacía mucho tiempo, lapso suficiente para terminar un generoso vodka-tónic cuando se empezaron a escuchar los acordes puccinianos del "O! mio babbino caro", aria que en el contexto del Tom’s adquirió alusiones sobredeterminadas. Por supuesto que el diminutivo de babbo no aludía al padre... Por la magia de la tenue luz de las velas que son las protagonistas de la iluminación del Tom’s, el babbino se convierte en el papito, en el papucho mío. Mientras la exclamación le quita todo el afecto filial y lo transfiere a la sorpresa ante la belleza del papucho, o más bien a su cachondez.

Los acordes de esa grabación histórica anunciaban la salida del estríper quien para una ocasión tan especial subió en tanga, lo cual recibió una aprobación inmediata: ¿para qué esperar la paulatina caída de las prendas que innecesariamente se prolonga? Impactaba más una minúscula tanga a rayas, blanco y negro. Sin duda alguna se trataba de la anunciada rifa del estríper lo cual quizá formaría parte de una nueva concepción del espectáculo en el bar leather.

En abierto contraste con el preludio de la música operística, el estríper bailó al compás de una de las canciones que gozan de mayor favor entre la clientela "¿Crees en la vida después del amor?" repetía en un ritmo disco la cantante; luego se movió cadenciosamente con la razones que daba una voz masculina nasal para acallar una disputa: "Pues siempre vamos a estar juntos, tú y yo; siempre volando alto en el cielo, amor". Las letras de las canciones entraban en franca oposición en la atmósfera del Tom’s, en particular con las prácticas del amor exprés que de alguna manera juegan con el peligro de que haya vida después del "amor" y que conjugan tanto el fugaz encuentro en las tinieblas con un adiós que suele reducirse a un ligero apretón de mano, antes de franquear la zona de unas cortinas que no están firmemente detenidas y que tampoco parecen ser enviadas a la tintorería con demasiada regularidad.

Cuando el estríper terminó, Jorge, el dueño, acompañado de Miguel subió a la barra que es al mismo tiempo pasarela para un espectáculo que describe el sinuoso camino que el diseñador le impuso a aquélla. Aunque fue construida para las bebidas, para separar al público de su mesero y de las refrescantes bebidas, sirve exclusivamente como pista de baile para el estríper que se pasea de un lado al otro mientras se desnuda y luego se ufana de su eréctil dureza mientras trata de hacer una serie de pases para demostrar -infructuosamente- que sus bíceps poseen una consistencia similar a la de su miembro. En su incesante ir y venir, suele tomar las velas de los grandes candelabros ya sea para arrojar la cera líquida sobre su pecho o para apagar la flama con un movimiento sorpresivo y contundente de su glande, seguramente con el ánimo de sugerir que él puede sofocar todos los fuegos, ya sean provocados por el deseo, el amor o una simple vela...

No está por demás decir que los estrípers, cuando no son espontáneos que saltan de las filas de la clientela, casi siempre son ejemplares salidos del gimnasio. No menos de dos horas diarias debe de exigirles el marcado tono de su cuerpo, las tenues olas musculares que firmemente se agolpan en el vientre para formar lo que se ha dado en llamar vientre de lavadero.

Nadie por supuesto tenía que evocar en esos momentos la venta de esclavos, esas subastas que se realizaban lo mismo en el Caribe, en Nueva Orléans, en el Mediterráneo. Esas connotaciones habrían quedado más que latentes tras el hecho de que se trataba de la subasta de un estríper. Se pretendía que eso tenía que ver más con un espectáculo, con una pantomima, con la ilusión de obtener un esclavo de placer... Por otra parte, la suerte fue descartada en favor de la abierta confrontación de ofertas.

La subasta, que fue explicada de una manera que no resultó muy ágil, consistía en pujar por el estríper de una manera particular. Había dos monedas, el pago con efectivo, a través de la compra de un determinado número de cervezas o el corporal. La tasa de partida eran cinco coronas o en su defecto, había que recibir cinco azotes del fuete que orgulloso blandía el propietario del lugar que se singularizaba por ser el único que lo portaba en una comunidad que sin embargo pretende ser leather. Sólo el dueño tiene el derecho a utilizar el fuete de la misma manera que el padre se arroga el "deber" de propinar un castigo al niño para volverlo todo un hombre. A tan sólo unos minutos del aria de Puccini, la figura del padre ya no se asomaba a través del papacito, sino a través del ceño cruel de quien castiga. Y sin embargo, su aparición aseguraba el placer. En tales circunstancias, es preferible que el babbino caro adopte la figura del padre que castiga, del padre cruel que blande amenazadoramente el fuete y que además lo utiliza, porque a la postre se encuentra al servicio de la demanda delirante, sangrienta del hijo.

La subasta duró muy poco: no sólo porque estuvo mal conducida, sino por la sorpresa que había causado en el público la naturaleza de la moneda que había que utilizar para el pago: comprar seis cervezas o recibir seis fuetazos a la postre remiten a lo mismo: el placer: ya sea a través del alcohol o de la satisfacción de mostrarse y además ser golpeado. (¿Qué hacer frente a una hilera de siete cervezas? ¿Cómo decidirse a recibir públicamente siete fuetazos? Y al final ¿qué hacer con el profesional? eran preguntas que me hacía) Hubo sólo una persona que pujó: solicitó seis fuetazos y a pesar de la insistente invitación del subastador, nadie ofreció más.

Si la mercancía estaba exhibida a los ojos de los posibles subastadores; paralelamente el premio debía ser objeto de espectáculo. Después de bajarle los pantalones al premiado -ropa interior no llevaba-, uno a uno resonaron los fuetazos en unas nalgas nada espectaculares de quien se ofreció con inflamado orgullo masoquista a recibirlos. A menudo, yo lo había visto: me encantaba la promesa velluda de su amplio pecho. Me gustaba que lo exhibiera en el cuarto oscuro y que saliera a la zona iluminada del bar abotonándose despreocupadamente, con una actitud de abierto desafío a quien lo mirara. Para muy pocos podría ser un secreto que el azotado era un experto buzo en el cuarto oscuro. Incluso he "visto" -y escuchado- cómo se entrega a fantasías sádicas en el espacio oscuro que precede al mingitorio; cómo entrecierra el baño para madrear a alguien. La sonoridad de las acompasadas nalgadas y gemidos de las víctimas convoca a no pocos que inmediatamente rodean a la pareja en medio de las sombras. Siempre había sido él quien asestaba los castigos -o por lo menos así lo suponía yo. Hay que reconocer que propinaba sólo unos cuantos golpes; no más de diez, lo cual revela una naturaleza controlada. Por otro lado, las sesiones nunca se prolongaban arriba de unos cinco minutos, acompasadas por los gemidos de placer, ¿o de dolor?, de placer-dolor, en todo caso, de quien las recibía. Sus incursiones al cuarto oscuro ritmaban cada una de las noches de los fines de semana.

Después de pagar el precio del placer, al dueño o amo, se abría el inalienable derecho al placer. Pero ¿de qué se trataba? ¿Adónde lo llevaría? Para desilusión general, el premio sólo consistía en pasar unos instantes con el estríper frente a todos, con lo cual el premiado se convertía por segunda ocasión en un objeto exhibido. El estriper lo abrazó, se le acercó e incluso lo cargó. Luego colocó las piernas del azotado en sus hombros, y sus nalgas quedaron evidentemente frente a su arma erectil que resbalaba sudorosa por la entrepierna. Después la paseaba por las piernas, por el vientre. El supuesto premio fue tan breve como delusorio: ¿tanto alarde para una simple relación intercrural sin emisión alguna?

Después lo vi vestido. Al bajar de la barra en donde fue doblemente exhibido, primero nalgas al aire, luego totalmente desnudo, recibiendo las pseudocaricias del estríper, se refugió en su grupo de amigos con los que había llegado. Eran dos. Y él sonría al tiempo que terminaba de fajarse. No creo que su cara estuviera iluminada por un placer intenso. Más bien adivinaba un titubeo en su actitud. Una especie de sorpresa porque no había adivinado qué es lo que iba a acontecer en los quince minutos que siguieron a su demanda de seis fuetazos. Llevaba una camisa azul a cuadros, y unos jeens, zapatos negros, era un muchacho con sonrisa amable. Sus mejillas sonrosadas marcaban un rostro que anunciaban una personalidad más bien cálida, abierta y amigable.

Nunca lo he visto pasear por las calles; nunca me he topado con él en un cine, en un café. Tan sólo lo encuentro, sin falta, en la sombría atmósfera del Tom’s. En Insurgentes, muy cerca de Sears. No hay número ni índice alguno que permita adivinar la originalidad de los espectáculos que se ofrecen en uno de los sitios preferidos por la comunidad.

 

. Elena Garro, La señora en su balcón, Plaza y Valdés, México, 1994. p. 26.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 05/Feb/00