Un Olvidado

a Francisco de Anda

Ángel De Campo

El peristilo estaba casi desierto, dormitaba el recogedor junto a la caja de los boletos, envuelto el cuello en una bufanda y con los brazos cruzados beatíficamente sobre el abdomen. En la Contaduría, vivamente iluminados por un quinqué, el dependiente y un actor que no trabajaba, parecían contarse algo muy interesante. Dos o tres revendedores husmeaban al comprador o donante de una "vuelta", y un desdichado, de rodillas en el suelo, doblaba los grandes anuncios de la función próxima.

Todo parecía dormitar en aquellas altas horas, y a veces de cuando en cuando se escapaba del salón el eco lejano de un aplauso o dos o tres notas de una frase musical. Dos individuos vagaban como moscas desveladas; el uno releía por vigésima vez el reparto de la ópera de aquella noche, y el otro pasaba revista a los retratos de la troupe, deteniendo su mirada en cada uno de ellos largo rato.

Una pisada, un silbido del gas, un mozo que bajaba escaleras de la galería, resonaban en el silencio con gran sonoridad; mientras afuera, bajo el dardo fino de una lluvia tenaz, los caballos de los coches piafaban, sacudían las cabezas haciendo resonar las cadenas de sus arneses, o cesaba su inquietud tras un latigazo o un ¡oh! disgustado del cochero.

En la cantina casi no había gente, allá, en un rincón, un viejo americano leía un periódico frente a un vaso de cerveza Pilsner; recargados al alto y tallado mostrador de nogal y mármol, tres individuos medio iluminados concluían la quinta copa, agarrábanse de la barandilla, abrazábanse por el cuello tambaleándose de cuando en cuando, mal puesto el sombrero, desvelados, vaga la mirada, torpe el ademán y pastosa la palabra.

Casi perdidos en la sombra platicaban dos sujetos: un borrachín que gorreaba copas en todos los billares, cantinas y tiendas, y el mismísimo Menocal, de gratos recuerdos en la crónica teatral.

Nadie lo hubiera conocido con aquel sombrero de pintor italiano, de anchas alas, anteojos de oro y enormes patillas grises y revueltas; había engordado mucho y parecía descuidar el aseo; una camisa blanda por el uso, abrochada con un botón de acero; sin ribetes y con los ojales rotos el chaleco, y una gran levita de amplios faldones, chorreada de grasa en las solapas. Y aquel era el hombre fino, aquel gentleman correctísimo, el héroe de galantes aventuras en sus buenos tiempos, en aquellos tiempos en que desde la escena hacía conmover los corazones de pudibundas doncellas y mujeres formales. Si lo hubieran señalado, nadie hubiera creído que aquel Menocal avejentado y sucio, era el mismo cuyo nombre aparecía en grandes cartelones, se leía en todas las revistas y era en los labios de un público que él había fascinado, símbolo de arte y talento.

Hay gentes que recuerdan la voz del sublime tenor y se enternecen todavía tarareando algún compás de ópera antigua, que les trae a la memoria un teatro pleno, un actor idolatrado y un verdadero frenesí de los que suspensos oían con toda el alma una nota filada delicadamente, un trino de cristal o un crescendo, rumor de tempestad que provocaba ardiente, loca explosión de aplausos que sofocaban las dianas entusiastas de la orquesta.

¡Ay! ¡Pero las laringes y la gloria viven lo que las roas: un solo día! Sean los excesos, sea el alcohol, el cansancio, la edad, fueron suprimiendo las notas aterciopeladas, la agilidad, la dulzura de aquella voz, para la que faltaron epítetos a los cronistas de la época. No supo morir, no se separó de la escena a tiempo, no enmudeció en ese cuarto de hora que decide de la celebridad perpetua, sino que hizo palpar su decadencia el gran interpretador de trágicos tipos, diciendo romancitas sentimentales en conciertos sin público, en reparticiones de premios y en veladas caseras. ¡Ah! los que así degeneran, causan la impresión de un Homero, que tras la Iliada, se pusiese a componer pedestres epigramas; un Ticiano, a iluminar grabados de periódico, y un Miguel Angel a modelar ratoncitos de migajón. Y después de maestro de solfeo, de director de coros escolares, fue poco a poco caminando a ese destierro, a ese ostracismo cuyos sentenciados se ven humillados por los más imbéciles empresarios, se les relega al olvido de una casa de vecindad, ahí en ese último refugio, donde la nostalgia del arte es una enfermedad de muerte.

Pero, a pesar de todo, quedábale un consuelo: el lejano reflejo de los triunfos pasados, la evocación de verdaderas apoteosis y el respeto de algunos rarísimos devotos que lo saludaban con respeto, diciéndole que como él, no había pisado otro escenario.

¿Hablarían algo de aquello en la mesilla de la cantina, frente a la esmeralda pálida de un piperman con seltz? Quizá, porque el viejo Menocal discutía en voz baja; sólo sonreía con burla y mal disimulaba en algunos momentos una amargura que se pintaba en el pliegue de su boca amoratada.

Aquella noche se estrenaba un joven tenor, un tenor bonito: hermosos ojos, una barba nazarena blonda y sedosa, muy blanco y con magníficas pantorrillas; no tenía mala voz y sí poseía un buen registro agudo; dicen que era distinguido en sus maneras, no carecía de vis cómica, y, sobre todo, cerraba los ojos de un modo romántico, casi arrobador, en los dolces.

Por él estaba el teatro pleno.

Concluyó el primer acto, ecendíanse los cigarros a la salida, y un verdadero alud acudía a la cantina; los tres mozos y el dueño, encasquetado el rojo tarbuch, podían apenas servir, haciéndolo de prisa. Y en aquel vaivén, en aquel rumor sordo del que se destacaba el duchazo de los sifones, el agitar de las cucharillas y el chocar de copas y vasos, dominaba el nombre Cochini, del debutante. ¡Qué voz, oh, qué voz... qué voz! Y cerraban los ojos para elevarlos después al cielo, como si con ello quisieran conmemorar los acentos de ángeles y serafines.

Y Menocal, a un paso, cerraba los ojos, limpiaba precipitadamente sus quevedos y como si fuese vergonzosa debilidad un arranque de amargura y gratitud a la vez, se restregaba los párpados como si se le humedeciesen por la intensa luz del reflector, pero nunca por las lágrimas. Su disimulo era inútil, porque nadie, ninguno de aquellos le hubieran reconocido: eran de otra generación.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/Oct/99