El fósil
Cada animal deja vestigios de lo que fue; sólo
el hombre deja vestigios de lo que ha creado.
J. BronowskiVíctor Antero Flores
-Qué agradable día -piensas al salir de tu casa y sentir la brisa tibia alborotándote los cabellos. Disfrutas del cielo azul, que aparece fragmentado entre el nuevo verde de los árboles en primavera. Las copas casi forman un túnel en la estrecha privada. Los colores contrastantes, las finas residencias de tiempos pasados y la luz brillante, te hacen sentir como si vacacionaras en un lugar tropical. Hueles el pasto de los jardines salpicados de flores y caminas de subida. Piensas un poco en tu destino y disfrutas el paseo por esa calle tan conocida, pero que se te presenta nueva y lustrosa, con viva atmósfera. Te sientes despreocupado.
-Buenos días -te saluda doña Gertrudis. La amable vecina cincuentona riega sus flores.
-Buenos días -respondes al saludo.
Te sientes ligero al caminar, hay una gran comodidad en tus pies. Ves el pradito del señor canoso que vive al extremo de la calle. Hay mucha vida en esa casa. La tiene saturada de plantas, árboles y pasto. No te sorprende ver como parte del jardín se desplaza hacia la verja. El verde se ha subido a ésta. Sobre los herrajes, como si fuera una inmensa gallina, se ha parado un dinosaurio. Mide como un metro y medio de altura. Salta a la calle y camina con mucha confianza, como hace el perro del vecino, que conoce toda la privada y se mueve lleno de confianza. No te detienes. Lo ves como algo muy común: Un dinosaurio vivo, caminando por la calle de tu casa. Pasa frente a ti, dando grandes zancadas. Sus patas hacen un sonido muy especial. Las uñas rasguñan el piso, pero también se escucha un palmeo. La cola, siempre en lo alto, serpentea sin cesar con suave poderío, equilibrando el traslado. El animal se ve armonioso.
Te detienes y lo ves husmeando frente a la casa de doña Elvira. Sus ojos amarillos no te dan importancia. Los puntiagudos dientes aparecen de pronto en un balbuceo siseante. Te parece que estornuda.
-Un fósil viviente -piensas-. Esto le debe interesar a René Chávez, el paleontólogo. Pero me creerá loco si le hablo por teléfono. Pensará que soy un bromista. Ya veré que hago -meditas un momento-. Lo atraparé, espero que no se me escape.
Sientes esa increíble ambición de tener lo imposible de tener. Te abalanzas sobre el animal y lo abrazas. Hay un leve jaloneo, pero no opone resistencia. Se deja levantar y llevar como una mascota, como un pájaro de jaula.
-¿Pero dónde ponerlo? Puede saltar las puertas metálicas del jardín. ¿Una jaula? No tengo de este tamaño -sientes el poder que guarda en sus elásticos músculos-. Imposible dentro de la casa. ¿Qué comerá? ¿Lograré retenerlo hasta que pueda venir René? Lo dejaré en el jardín de atrás. Tal vez le ponga un collar y una cadena, mientras construyo un techo de alambre sobre todo el patio, para que no escape.
Y allí vas, cargando un dinosaurio por la calle.
El patio resulta pequeño. En cuanto lo sueltas comienza a correr y a pegar saltos de dos metros de altura en las bardas. Inmediatamente lo quieres sostener pero es tan ágil que se te escurre en cada abrazo. Un bulto peludo golpea la puerta que lleva a la cochera y aparece en escena. Es tu perro Cheroky. Un alaska malamut que tiene más de lobo que de perro. No contabas con eso. Las dos bestias se miran. El inexpresivo dinosaurio queda petrificado. El perro saca los dientes, eriza los pelos y gruñe como un cancerbero del infierno. Dos especies, dos predadores, dos épocas frente a frente. Tu cerebro no puede concebir una pelea con tan intrínseca relación. Imposible que metas las manos en algo tan espinoso. Cheroky ataca, como atacó a ese cabrito en el rancho, al que partió de una sola mordiada. El dinosaurio brinca y cae sobre el perro. Saltas hacia atrás ante el torbellino de pelos y escamas que se desarrolla en medio de tu jardín. Los animales se alejan. Buscas entre el tiradero de cajas y macetas el collar del perro. El dinosaurio se mueve en círculos, ataca dos veces, pero el Cheroky se mueve rápido y lo esquiva lanzando tarascadas, con el cuerpo muy pegado al piso. Encuentras el collar. El Cheroky busca el cuello verde. El dinosaurio gira y le propina un coletazo terrible en las piernas traseras. Después de tres vueltas descontroladas por el aire, el can prefiere ponerle fin a tan extraña pelea, escapando por donde entró. El dinosaurio queda quieto.
Luego de amarrarlo dedicas toda la mañana en hacer un tendedero de alambre sobre el patio, para evitar que salte sobre las puertas de metal y las bardas.
Por la tarde, mientras ves como el dinosaurio despedaza unos tomates que no quiso comerse, investigas el número telefónico y llamas a México.
-¿René Chávez?
-Dígame -contesta la voz..
-Tengo un dinosaurio -hablas con indecisión.
-¿Qué partes encontró?
-... Está completo.
-Bien, no mueva los huesos. Se necesita un procedimiento especial para sacarlos de la cantera. ¿Dónde hizo el hallazgo?
-En mi... frente a mi... casa. Pero...
-Deme su dirección.
-El dinosaurio... no me lo va a creer -dudas en decir la verdad-. El dinosaurio... creo que no es como los que usted ha investigado.
-¿Cree que es una especie nueva?
-No lo sé....
-¿Entonces de qué se trata?
-No sé si sea nueva, pero estoy seguro que nunca ha visto uno como éste.
-¿Es una broma? Ni siquiera sé su nombre, ¿quién es usted?
Juegas con el lápiz sobre el papel mientras le proporcionas todos tus datos. Piensas que lo mejor es no decir algo al respecto. Dejas que piense que se trata de un fósil. Cuelgas y sientes ansiedad por no poder desahogar éste secreto de una vez. Pero es tan increíble, que razonas con dificultad y decides que lo mejor es que el señor lo vea con sus propios ojos y no que te tire a la basura por creerte un bromista. Aunque, lo que más quieres es decirlo. Que se entere todo el mundo:
-¡Tengo un dinosaurio vivo en el jardín de mi casa!
Pasa la semana y descubres que Lolita, así lo has llamado porque parece ser hembra, come carne y prefiere los embutidos. El animal ya se ha acostumbrado a tu voz y responde al momento, sobre todo cuando le llevas la comida. Cheroky se asoma de vez en cuando al patio, para husmear al nuevo inquilino, pero no se atreve a pisar sus dominios.
Alguien toca a la puerta. Dejas tus labores y vas a abrir, con la esperanza de que sea René Chávez. Temes que haya ignorado tu llamada. Aunque la verdad, ya has hecho planes para sacarle jugo a tu adquisición. El haber llamado al paleontólogo más importante del país, respondió más a tu conciencia social y no a un verdadero interés científico. A una semana de haberlo encontrado, ya cambiaste tus objetivos. Con la situación económica tan degradada, tener una mascota de este tipo y no sacarle jugo, sería una verdadera torpeza e insensatez. Pero, aún y si el paleontólogo es quien llama, algo puede hacerse: Reclamarás a Lolita como de tu propiedad y pedirás una buena suma para cederla a cualquier estudioso.
El hombre que aparece frente a tus ojos, en la entrada de tu casa, no es el que esperabas. Se trata de un barbado cargado de papeles.
-Soy Eduardo Gómez, pertenezco al Instituto de Paleontología del Estado. El señor René me habló desde México, me dio esta dirección. ¿Es usted la persona que encontró un fósil?
-Si... pero -quieres objetar.
-Usted comprende que, venir desde México para ver si vale la pena un hallazgo, es un riesgo que tal vez no valga la pena tomar. Por eso estoy yo aquí, para evaluar las piezas y dar un informe. Si se trata de algo tan novedoso como dice, tenga la seguridad de que vendrá toda una delegación.
-No sé si deba mostrárselo a usted. La verdad es que ya no sé si quiero donarlo.
-Bueno, como quiera. ¿Pero qué hará entonces?
-Quisiera, en dado caso, venderlo.
-No puede. Es patrimonio nacional.
-No éste. No lo encontré en el suelo.
-¿No? ¿Dónde pues?
-Mire, se lo voy a mostrar, pero solamente para dar conocimiento del descubrimiento y a ver si con esto aparecen las ofertas de negocio.
El hombre te mira con desprecio.
-No es negociable.
-Venga. Lo tengo en el jardín.
Lo llevas hasta la puerta del patio trasero. Abres. Escuchas los ruidos de Lolita al comer junto a la puerta, lejos del campo de visión del visitante.
-No veo la excavación.
-No la hay.
-¿Entonces...?
-Mejor no diga nada. Al verlo lo entenderá. -das un silbido -¡Lolita!
El dinosaurio aprece dando vuelta al recodo del jardín, con sus grandes saltos y sus ojillos ambarinos. El señor Eduardo de pronto ya no está. Lo buscas en todas direcciones, pero él está arriba, colgado de la telaraña de alambres, a tres metros de altura.
-¡No deje que se me acerque!
-Lolita es inofensiva. Si ella quisiera lo baja de un brinco. Pero vea, es como un perro.
Le toma media hora al paleontólogo cerciorarse de que Lolita no le comerá un pie o una mano. Baja del tendedero y observa con detenimiento al ejemplar.
-¡Qué locura increíble! ¿Es de verdad?
-Eso creo. -te acercas y acaricias a Lolita- ¿Sabe qué tipo de dinosaurio es?
-Parece un velocirraptor.
-Eso me pareció, aunque dista mucho de parecerse a los de la película.
-Sí. Pero también podría ser un noasaurus, un deynonichus o un dromaeosaurus. Vea la garra prensil en sus patas. Estas otras especies de dinosaurios también la tenían. No puedo distinguir a qué tipo pertenece... así cubierto de piel. ¿No es agresivo?
-Mordió y coleteó a mi perro. Pero lo hizo por defenderse. Por hambre no lo ha hecho. Come un kilo de carne una vez al día y queda satisfecha. No parece tener un instinto de cazador; es como si hubiera sido criada en cautiverio.
Notas una mirada eufórica en el visitante barbón. Sus manos tiemblan queriendo acariciar a Lolita.
-¡Esto es eslabón perdido! ¡Es la quimera de oro! ¡Es la respuesta a la ciencia! ¡Es.... el premio Nobel! ¡Pero qué descubrimiento! ¡Qué avance en la ciencia! Y seré yo quien lo lleve a la fama.
A tu parecer el tipo se ha puesto histérico. Y esa actitud codiciosa te pone muy incómodo.
-Tranquilo, la pone nerviosa y a mí también. Aclaremos que el dinosaurio es mío. Si quieren estudiarlo tendrán que comprarlo. Mientras tanto no puede salir de esta propiedad privada. Así que...
-¡Pero no puedo dejarlo aquí! Está es la catapulta que me llevará a ser, de un insignificante maestro de ciencias, a un gran descubridor...
Lo empujas hacia la salida. Recoges con tropiezos los papeles que soltó y se los apachurras dentro del saco.
-Cuando se sienta mejor haremos negocio... por ahora mejor vaya a tomar un baño de vapor, relájese y piense.
-Seré reconocido por fin... ¡Seremos, señor, seremos!, porque vamos a ser socios. ¿Verdad?
-No. Ya sabe que trabajo solo en esto. Vendo y solamente vendo.
Lo empujas fuera de la casa y cierras con doble llave. Te restregas la cara. Ves por la mirilla al tipo entrando a su coche, como borracho. Deja sus papeles regados por la banqueta. Tienes un mal pensamiento, tu instinto te dice que ese hombre traerá problemas.
Encierras a Lolita en el cuarto de servicio, por si las dudas. Ahora que otra persona sabe de su existencia es demasiado valiosa para perderla. Pasas la noche escuchando como rasguña la puerta de madera y sus constantes siseos. En la madrugada se calma y así llega la luz del día.
Decides que el pobre animal no tiene que padecer tus desplantes de paranoia y vas a soltarlo, para dejarle correr un rato en el jardín, en la libertad que le corresponde, dentro de lo que cabe. Una brisa de aire frío te pega en la espalda. Ves la puerta de patio abierta, pero el aire no correría si... la puerta de la entrada no estuviera...
-¿Lolita?
La puerta está abierta. Un siseo se escucha a lo lejos. No sabes si es el viento o el dinosaurio. Mueves las piernas lo más rápido que puedes. Un saco deshilachado va por la calle, montado una percha reconocible como el cuerpo del señor Eduardo Gómez. La cola de Lolita sale por un lado. Diez metros más adelante está el carro en el que se marchó ayer. El plagiario aprieta el paso, parece inalcanzable. El correr se te vuelve pesado, las rodillas no te responden, se doblan como si fueran de agua, la respiración se convierte sólo en exhalación, te falta el aire. Parece que la distancia se extiende en vez de acortarse. El hombro del profesor te parece estar a dos kilómetros, pero extiendes el brazo y casi lo tocas. Entra en su coche. Sujetas el saco. Estiras. Lo tienes frente a ti. Lolita se retuerce.
-¡A dónde va con mi dinosaurio!
-A usted no le corresponde. Es la ciencia la que debe ser beneficiada.
-¡Si, verdad! El premio Nobel.
Estiras la cola escamosa. El hombre aprieta el cuello del animal. Sujetas con fuerza a tu mascota. Eduardo se retuerce y hace una llave con los brazos para que no le safes su presa.
-Ladrón ambicioso -te dice, enloquecido y sudoroso-, querer hacer negocio con lo que no te pertenece...
Los estirones sacan más siseos del hocico puntiagudo y dentado como serrote. En un acto convulso, el señor Eduardo retuerce el cuerpo esbelto de Lolita, mientras tú caes al piso sin soltar la cola. El animal emite un chillido ensordecedor, el sonido es similar al de un gis sobre el pizarrón o al chirrido de un metal al ser tallado con fuerza contra el piso. El lacerante sonido te eriza los pelos y sueltas al dinosaurio. El paleontólogo hace lo mismo. Se tapan los oídos con las manos y doblan sus cuerpos. Lolita escapa por la estrecha privada, rumbo a la avenida.
-¡Lolita, Lolita! -pese a tus esfuerzos, no responde al llamado.
Corren tras ella. El dinosaurio es muy rápido y escapa con esos movimientos suaves y veloces que lo caracterizan, como si flotara en el aire. El sonido de sus patas se escucha en toda la calle. La avenida es un río de coches. Lolita toma mucha ventaja. Ves como su cola se retuerce, como se baten sus patas, como levanta la cabeza y chilla. De un brinco se para en medio del asfalto, los coches frenan y esquivan a tan sorprendente aparición. El dinosaurio voltea y te ve, tú también puedes ver como parpadea y luego desaparece bajo las llantas de un camión de ruta urbana. El conductor frena, pierde el control y choca con otros tres automóviles, dos más se impactan por alcance y quedan debajo de los fierros retorcidos. Gritas, más no te das cuenta de ello. El señor Eduardo se pone histérico. Brincan sobre los coches. Tratas de escarbar, pero el metal no es dúctil a tus uñas. Metes la cabeza bajo los restos, pero no ves más que oscuridad y humedad. El señor Eduardo está sobre el cofre de un carro blanco implorando al cielo, maldiciendo al conductor del camión, y gritando incoherencias.
Los minutos pasan lentamente. Llega la ambulancia y la policía, media hora después una grúa comienza a mover los automóviles, uno por uno. Buscas el bulto de Lolita bajo cada uno, pero no aparece. Finalmente mueven el camión. Entre la gasolina y agua de radiador, como pintada en el pavimento está una figura muy extraña, con la forma de un velocirraptor. Los mirones se dieron cuenta y empezaron a comentar acerca de tan curiosa mancha oscura. Te acercas y ves, que entre el petróleo, hay un fino polvillo que se derrite, desparramando la forma de Lolita.
-Se fue -le dices al paleontólogo, quien te mira como idiota, exhausto y lloroso.
-No... no sé qué pensar. ¿Realmete existió?
Le tienes lástima.
-¿También sufres esa enorme impotencia?
Sientes que nada tuviste y lo perdiste. La paradoja es una mancha de petróleo, de combustible fósil; el que es quemado todos los días por nosotros. Exprimes el polvo en tus manos, se diluye ante la presión. Lolita se va entre tus dedos.
-Tiempo perdido -te dice él.
-Tal vez nunca existió. No debimos ambicionar con utopías.
El hombre no deja de llorar.
-¿Qué haremos ahora? ¿Buscar otro?
-Yo no lo busqué... Simplemente vino a mí.
Te levantas y suspiras, queriendo aliviar ese pesar. Deseas pensar en otra cosa y volver a tu rutina diaria, para no sufrir con la impotencia.
-¿Qué haremos? -pregunta Eduardo.
Observas al hombre. Realmente se ve afectado.
-Olvídalo. Hay que ver cómo salimos adelante.
* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/Jul/02