Vivir el final

Isaac Risco Rodríguez

Todas las noches, cuando bajo al sótano de mis libros, siento ese vaho lejano, casi salado diría, que envuelve todas las cosas alrededor de mi mesa y mi lamparita con la cabeza gacha. Es como la presencia del moho, pienso, de la humedad, y lo olvido pronto para ponerme a leer. Tengo la mesa despejada, su superficie lisa está ondulada por las manchas del ebanista, sólo al extremo derecho se apoya mi lamparita con la cabeza gacha e ilumina casi exclusivamente las páginas del libro de turno. Todos los días, también, sale uno nuevo de los estantes, de los baúles, de los banquillos apostados en el sótano, de las torres apiladas que al final nunca me ocupo de ordenar. Sólo de que llegue alguno a la mesa y leo, de que al día siguiente sea reemplazado por el próximo y sigo leyendo.

Yo leo para encontrarme a mí mismo. Sé que la gente de la calle, de la oficina en donde trabajo, desprecian esa sentencia porque la consideran una cursilería de literatos y escritores obcecados. Pero no, yo de verdad leo para encontrarme a mí mismo, en el espacio húmedo y algunos dicen que insalubre del sótano de mis libros. Porque arriba no hay nada que me pueda contar sobre mí. En la casa en donde vivo, no hay familia, ni direcciones, ni números telefónicos. Y en la oficina en donde trabajo ordenando actas y tipeando informes no hay amigos ni personas que me conozcan fuera de ella.

Todos los días llego con alguna nueva historia sacada de un libro, esperando que alguna sea la verdadera. Hoy me he fijado en esa muchacha desteñida como el papel, quizá sólo porque ha apoyado por un momento su libro de tapa roja sobre mi escritorio. No hablo ni conozco a nadie, me es extraña la cercanía de alguien en esta oficina. Quizá también por eso siento primero esa equivocada ternura al ver a la muchacha. O tal vez, simplemente, me recuerde a alguien de mi historia de ayer. No es normal, porque nunca recuerdo un día lo que he sido el anterior. Hoy, por ejemplo, no recuerdo que ayer fui marino de carga, desgarrado y con la piel bronceada por el sol y la brisa del mar, ni que pasaba los días entre cajas apulgaradas y embalajes alineados, ni que horas más tarde un estibador cayó al mar, entre chasquidos de carne y los peñascos salpicados de sangre y gritos, ni a la mujer pálida que daba alaridos de pena y se abrazó a la camilla agonizante hasta el hospital. No recuerdo que esa mujer me llamó mucho la atención, llorando al lado de la camilla. Cómo sufría por el herido. Tampoco recuerdo que hace una semana fui un parco comerciante, o vendedor, condenado a una vida de insecto que seguro mi familia maldeciría para siempre. O que fui un náufrago abandonado en una isla perdida, que encontró compañía en un día de la semana. Nunca recuerdo todas las cosas que ya he sido, en las que me he podido convertir a través de los libros y sus historias.

Hoy, como esa muchacha a primera vista, todo significa para mí Elisabeta. Elisabeta en la taza de café de mi desayuno, Elisabeta en el espejo con gotitas de espuma azul que salpica mi cepillo de dientes cuando los rasga. Elisabeta en el vaivén de rostros de la gente caminando por la calle, Elisabeta en cada carpeta que abro con mis manos extrañamente resquebrajadas, que reverberan tan bien cada noche en el reflejo de mi lamparita con la cabeza gacha. Como ayer, mientras asistía con su resplandor a nuestra historia, la historia de Elisabeta y mía.

Elisabeta y yo nos hubiéramos casado. Yo recuerdo a su padre insultándome, a sus tres hermanos, escalonados en sus estatura por ridícula coincidencia de acuerdo a edad, pegándome en el parque oscuro cuando lo cruzaba para volver a mi casa. Si no te hubiera querido tanto, no hubiera aguantado tanto, no hubiera esperado tanto, ¿no crees? No pensaría ahora con tristeza en que no me quisieron, quizá por ser lo que soy, no pensaría en que a pesar de ellos te hubiera tenido. Iba a ser como en los cuentos de hadas, ¿verdad? De esos que a tí te gustaba leer, para contarme de esas historias que yo llamaba de novela rosa en el carromato de mi amigo en la costa, al cual escapábamos para poder estar tranquilos al lado del mar, ¿te acuerdas? Como en uno de esos cuentos de hadas, esperaré encontrar un libro que cierre el ciclo y contenga el final, mi final. Porque al final te veo ahí, en esa cama de hospital, atada, sonriendo, y pronto me echarán de aquí, los hermanos o alguna enfermera entrometida por encargo de tu padre, y después no reconocerás a nadie, quizá crezcan los bultos en tu espalda, los bultos de los pulmones, esos que son como un pedazo de luna por duros y blancos. Sí, cariño, estoy aquí, contigo todavía, tu sonrisa parece cerrarte los ojos. Conseguiré un libro para leerle, porque ella lo pide con una voz que apenas se parece a la suya. Sí, un libro con las historias que a tí te gusten, y te las leeré, sí, con voz suave y cariñosa, como esa muchacha llorosa le lee a su novio en esa otra cama del hospital, de su libro rojo como la sangre y que te ha conmovido tanto, porque él quizá se esté muriendo desde que cayó al mar y ella le sigue contando historias para mantenerlo consigo. Te las contaré yo también, Elisabeta, para siempre.

La luz reverbera en las aceras pálidas de la calle cuando salgo de la oficina de vuelta a casa. Todo me parece irreal y difuminado antes de llegar y apresurarme a bajar. Ahora casi no recuerdo que he querido mucho y que Elisabeta se moría de cáncer. En el sótano de mis libros siento un vaho lejano, como áspero e impregnado de sal. Quizá sea la humedad, que intenta filtrarse por todos lados y acosa a mi lamparita de cabeza gacha. O es como una presencia que me vigila, también. Elijo el libro de turno de todos los que están apilados y se repetirán algún día. Mis manos resquebrajadas de estibador apenas acarician un rato su tapa vieja enrojecida y descubro mi historia de hoy. Y es como si ya lo supiera, como si conociera de otro sueño a ese hombre borroso de la historia de hoy, que todas las noches abre un libro en un sótano oscuro y apulgarado. Un libro que le narra la historia que él necesita para poder escapar a la muerte. Y, cosa extraña, se las narra una voz de mujer.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/Oct/01