Yedra blanca
Noel Unk
Cuando compramos el muro y sus tres paredes decidimos que queríamos yedra para ver crecer el tiempo. El muro de piedra desnuda daba directamente a la calle ajena, sin ojos, ni pies, ni manos. Sofía y yo hicimos el amor aquel primer día, sobre el pasto, mientras pasos sin dueño se escuchaban espías tras el muro, como acusándonos. En la guerra de la vida diaria uno se acostumbra a vivir acusado, ciego, sin sueño, sin dejar que el tiempo se te trepe en los párpados.
La peor arma del amor es la monotonía.
Por eso plantamos yedra al pie del muro, para oler las horas, escuchar los meses luchar con su aliento, oír a los años y sus minutos orar en un lenguaje de hojas verde obscuro. Rara vez salíamos.
Nos despertábamos apenas comenzaba a centellear el rocío. Cuidábamos a la yedra con un cariño de padres: regándola, besándola y haciéndola testigo único de nuestros cuerpos. En ocasiones, justo antes del éxtasis, me desprendía de Sofía y vertía mi semilla sobre la tierra espesa. Así el tiempo sabría a mí, y a Sofía, y a esa vida que nos fuimos arrancando y que ahora fundábamos en nuestro propio país, con nuestra propia yedra.
Un día ocre, a las tres de la tarde, la vida se hizo de nuevo cotidiana y la planta dejó de crecer. Apenas había alcanzado una altura de infante cuando las ramas se negaron a subir al cielo. Afuera, los pasos se apresuraban, alcanzaban un eco de gigante y nos ensordecían. Casi no comíamos. Nos mirábamos a los ojos sin deseo, con el sexo seco y el paladar falto de sed. Las hojas comenzaron a blanquear; se acumularon en el fango con una ponzoña implacable de bebé enfermo. Nos desconocimos.
A veces pensaba que la yedra se extendía hacia abajo, porque la piel de Sofía adquirió una triste transparencia virgen y mis grandes ojeras comenzaron a desaparecer. Se nos volteó la vida, gastamos demasiado en construir, en olvidar. El amor hundió de nuevo su daga de monotonía, nos hizo sangrar pasión, esparcir besos rojos por el suelo.
No sabíamos si el sol salía o se apagaba, si los pájaros iban o venían de su eterna migración.
El tiempo marchitó. Buscábamos revivirlo con afónicos intentos de sudor nocturno, que no sabíamos bien a bien si eran producto de un despertar adolescente o el último alarido de un vientre anciano. La calle y sus murmullos se hacían cada vez más insoportables. Nos supimos condenados a vivir así: sin tiempo ni yedra ni vida. Yo, un eterno burócrata acabado, ella, la mujer de un viejo sin arrugas y con una yedra marchita en el jardín.
* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/Ene/01