Celis, Agustín

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               De niño me gustaba ir a coger lombrices y lúas para luego cazar pájaros con perchas. Me entretenía correteando por la plaza, jugando al fútbol y cogiendo ranas en el canal que estaba cruzando la carretera que mi madre me tenía prohibido cruzar. Alguna vez robé damascos, nísperos y brevas saltando la valla de la casa de un vecino que tenía cultivadas en el jardín aquellas maravillas. Recuerdo con especial cariño a la perra callejera que cuidábamos entre todos los niños del barrio; se llamaba Linda y era un chucho ceniciento que vivió doce años y se fue a morir sola al mismo rincón meado en el que tuvo a sus últimas crías dos años antes. De todos los lugares en los que he estado ninguno me ha causado tan honda impresión como una finca que estaba, y todavía está, muy cerca de donde yo vivía y que se llama "La Marquesa", y en el que había un bosque de árboles enormes y un caserón antiguo, medio abandonado, que era un lugar lleno de pesadillas y habitado por fantasmas.

               Con esto quiero decir que yo no escribí mis primeras novelas con siete años. Por aquel entonces yo no estaba para tonterías. No tenía ni tiempo ni ganas, y aunque hubiese tenido la estúpida y fatua ocurrencia de ponerme a escribir estoy seguro de que no hubiese sabido ni empezar. Por aquel entonces prefería jugar y leer, y todavía lo prefiero.

               Hasta los dieciséis años mis lecturas fueron afortunadamente caóticas. Me crié en un barrio obrero de Jerez de la Frontera y nunca tuve ni el típico abuelito con biblioteca de cinco mil tomos que despierta en el nieto la tentación de ser Borges, ni el tantas veces mencionado tío que vive en lejanas tierras, mujeriego y con bigote, que despierta la fantasía y las ansias de aventura en el sobrino y que en cada visita a la casa le lleva un nuevo tesoro en forma de libro y un nuevo descubrimiento en forma de novia extranjera, le da unos cuantos consejos útiles y se lo lleva después de putas por el barrio chino.

               Quienes cuentan este tipo de ilusiones siempre cuentan poco más o menos lo mismo. Ya dije que yo no tuve ni abuelo ni tío, a mi padre no lo vi nunca abrir un libro y las novelas de amor que se leían mi madre y sus amigas siempre me parecieron aburridas e insulsas, casi tanto como sus vidas. A mí los libros me los prestaba la biblioteca del colegio y tenían ilustraciones en color cada cuatro páginas, pero sus historias encerraban la forma de mis sueños. De los tebeos de superhéroes a los libros de Julio Verne, de las aventuras de los Cinco, los Hollister o los Rocanegra a Alejandro Dumas, Stevenson y Walter Scott. Sin distinciones absurdas de calidad literaria oficial.

               Hasta los catorce años yo leí más o menos lo que pude, con más ilusión que provecho. Luego la lectura se convirtió en necesidad y después en fuga. En el instituto tuve un par de profesores útiles y empezó a interesarme lo que llamamos literatura española, del Poema del Cid a Cela, con preferencia por Larra y Quevedo. Todavía nada demasiado actual. Todavía para mí el siglo XX eran cuatro autores mal leídos.

               Por aquel entonces también descubrí a Tolstoi, a Víctor Hugo, a Dostoievski, a Gógol y por ahí. Me ocurría una cosa muy extraña, me negaba a leer siglo XX. El año 1900 era una frontera que rara vez crucé. Algo de Baroja y Valle, un poco de Cela, Machado y Lorca, claro, pero ninguno más; por supuesto ningún extranjero.

               Esto fue fundamental y muy provechoso; llegar a los diecisiete años con el diario de lecturas no contaminado. El siglo XX supone un derrumbe de ilusiones en el que hay que adentrarse con una memoria bien equipada. Uno no debe leer a Proust sin tener antes la experiencia de las Memorias de Casanova. Leer a Faulkner después de conocer a Dostoievski ayuda a descubrir en los personajes del americano las mismas miserias que trataban de esquivar los personajes del ruso, y esto es muy útil. Quienes se sorprenden tanto por los resultados de estos dos grandes creadores como si fuesen únicos están bajo sospecha.

               Siempre he procurado poner en práctica lo que iba descubriendo en los libros. Entre los trece y los dieciocho años aprendí algunas cosas útiles: a conseguir que las niñas del barrio me hicieran pajas sin necesidad de ser el príncipe azul; a esquivar el acoso de la impaciencia que experimentaron mis primeros amigos; a medir sin regla la estupidez de los otros y a tener a raya la mía propia. Aprendí que la muerte de un ser querido sólo trae desalojo a la vida de uno, sobre todo si el ser querido es su madre, y que no hay que disfrazar el dolor de cólera y de miedo, en todo caso de ficción y un poco de olvido. Aprendí que hay que ir haciéndose cuanto antes con un pequeño arsenal de leyes íntimas, que es tan saludable como peligroso ir a la contra, que la religión de uno siempre es la verdadera, y que la ignorancia que seamos capaces de encontrar en los otros constituye una situación estratégica privilegiada para asentar nuestros misiles. Descubrí que yo era pobre y que otros eran ricos, y cuando empecé a ir con mi padre a trabajar los fines de semana constaté lo que ya sospechaba, que ese estado de cosas es inalterable con independencia de lo que haya en la cuenta corriente de cada cual.

               Formé parte, junto con unos cuantos amigos, de una asociación cultural creada por nosotros que era fundamentalmente una emisora de radio. Ahí estuve hasta los veinte, modulando la voz y riéndome de todos sin que se dieran cuenta. Creo que fue entonces cuando empecé a interesarme por la escritura. Conservo muchos de los guiones que escribí para diversos programas. Antes de esto sólo compuse poemas malísimos que contaban miserias inventadas y amores que sólo existían en mis ganas de tenerlos.

               Una vez se nos ocurrió jugar a los solidarios y en el camino me dejé muchísima inocencia. Un chavalote del barrio se estaba muriendo de leucemia y necesitaba unos cuantos millones para someterse a un tratamiento en los EE.UU., así que decidimos organizarnos para recaudar fondos. Ahí estábamos nosotros, un grupo de adolescentes ingenuos aliándonos con los que pretenden salvarnos de todo mal. Organizamos un concierto con grupos de la zona que pretendían abrirse paso en el mundo de la música y procuramos que los costes fueran mínimos para que la recaudación resultara cuantiosa. El lugar elegido fue la piscina pública y durante las semanas previas todo fue pedir permisos y recibir palabras de apoyo, pero a medida que se acercaba la noche gloriosa allí quería pillar cacho hasta el ayuntamiento. Joder con los salvadores del mundo. Qué difícil resultó aquella noche de tensiones mantener a raya a cuantos se preocupan por el cáncer, a aquella señora que viene a cuidar de los intereses del menor, al dueño del bar de la piscina, a los grupos de rock que allí cantaban con el aforo lleno y que semanas antes habían decidido hacerlo gratis. Joder con los solidarios.

               Para nosotros terminó la fiesta a las ocho de la mañana salvando los restos de nuestra ilusión rota. La gente del barrio se lo pasó bien pero nosotros perdimos la esperanza. Tampoco pudimos llegar al millón de pesetas que habíamos calculado. Aun así aquello fue nuestro granito de arena. Dos meses después nos enteramos de que el chico se había muerto en una clínica americana.

               Dejé de escribir poesía cuando descubrí que nunca podría llegar a decir nada válido con esas herramientas. Por muy bien que dominara las convenciones poéticas, por mucha poesía que leyera, mi carácter no me iba a permitir creer en todo aquello. Yo sabía ya que me terminaría pareciendo ridículo. Simplemente no era mi idioma.

               Estudié filología hispánica por el deseo de tener una formación humanística. No me planteé entonces eso que se llaman salidas profesionales, convencido como estaba de que la universidad no es una oficina de empleo. Tampoco he sabido nunca si quería ser escritor, una palabra que siempre me ha dado muchísima vergüenza. Ignoro la razón de ser de este pudor, pero rastreo su huella en la triste imagen que ofrecen de ellos mismos todos los que se dedican a esa actividad. Un escritor no es más que la caricatura del hombre que hay detrás, dibujando.

               En la facultad terminé de convencerme de lo peligrosa que es la tentación de llevar una vida contaminada de literatura. Uno empieza escribiéndole versos a las novias y si se descuida termina poniéndose una capa y luciendo una perilla de mosquetero. Hay que tener cuidado. La facultad de Filosofía y Letras no era un café literario, sino un buque que había que hundir en cinco años para conseguir el tesoro y a la chica. Gracias a que pronto comprendí esto terminé la carrera. Otros salieron de allí deshechos el primer año emitiendo la vulgar y dolorida sentencia de "nadie me comprende". A lo mejor ahora son poetas malditos.

               Los años de la golfemia literaria murieron hace décadas. En la actualidad, y tal y como están las cosas, resulta patético creerse escritor. Es una ingenuidad querer serlo y buscar en los otros alguna clase de confirmación. Queda sólo ponerse a escribir con paciencia y esmero, la mayoría de las veces para uno mismo. A lo mejor hay suerte y le interesa a alguien. En eso estamos.

               Como todavía soy joven aún no tengo demasiada memoria. Es por esto que no me duele tanto el fracaso. Sé que dentro de veinte años podré disfrazar de aventura y osadía cada uno de los desvelos de hoy. Los oficios ajenos a la literatura con los que ahora me gano la vida y que me asquean cada mañana al despertarme, mañana los disfrazaré con el color de las profundas experiencias vitales de un cachorro hambriento. Las colaboraciones con editoriales que hoy sólo me alientan la mano con una miseria y me dejan en la cara una mueca de póquer, sin duda mañana conformarán mi primer fuego literario. Así es esto.

               Entre tanto me jacto de las historias que he leído y me arrullo en las palabras que me dejaron. Aprendo de la experiencia que me contaron otros y hago selección de lo que hoy me gusta: releer a Onetti todos los años, escuchar un concierto de nuevos cantautores en algún garito de Madrid, volver de vez en cuando a Cádiz para no olvidarme de lo que he tenido, comerme un plato de berza que me recuerde los que hacía mi madre, descubrir en los nuevos libros la huella de algún clásico que los mejore, encontrarle a Sandra en el cuerpo un nuevo lunar estratégicamente situado, hablar cada día con los amigos de lo que nos va pasando o procurar hacer en todo momento, y en la medida de lo posible, lo que me salga de los cojones.

               

               www.agustincelis.com

 

 Sus cuentos en Ficticia:
  Mujer de terciopelo negro
Botica/Cerradura
  Un juego de niños
Cárcel/Presos Políticos

 


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Publica por primera vez en Ficticia el: 11/Ene/03