No tengo memoria exacta del momento en que empecé a escribir ni tomé cuidado de conservar los registros. Esos son dos de mis defectos determinantes, contra los que no he luchado suficientemente porque algo en mi mente los justifica: es necesario olvidar para continuar viviendo y el desorden es un ingrediente del arte.

               Esa lógica sofista me atormenta.

               Hijo de un agente viajero que acarreaba a su familia y a mí, primogénito, a sus lugares de trabajo, fui residente de Aguascalientes, Tijuana, Ciudad Juárez, Monterrey, México, D.F., con regresos a Guadalajara después de un año. Acompañaba a mi padre por las sierras vendiendo pilas, quesos, DDT fabricado en las esquinas con petróleo y citronella, medicamentos, cremas de belleza y perfumes. Asistí a escuelas primarias particulares pagando a medias y obteniendo becas por gestiones de mi madre y obligándome a aprender de libros, inoculándome un romance con las letras sin guía.

               Mi padre llegó rodando al radio "vendiendo aire" y encontró su vocación en Monterrey. De ahí a la tele. Produjo programas "femeninos" y comerciales filmados en cintas de 16 mms. Se hizo de una cámara de cine Bolex y una Pentax de 35, y yo fui su fotógrafo. Ya estudiaba ingeniería y tenía diecinueve años.

               Hice dibujos animados bajo la dirección de Jorge Hurtado, un pintor y caricaturista que requería un litro de tequila para trabajar y lo hacía muy bien.

               Yo era coleccionista de imágenes y mi destreza con la luz me llevó a conseguir un empleo en la Kodak Mexicana como ingeniero. No preví que pasaría diecisiete años allí y que terminaría dando órdenes detrás de escritorios cada vez más pesados, responsable de fabricar y vender millones de fotos horrorosas.

               Me retiré de la fotografía al mayoreo y me he dedicado a ser trabajador manual. Escribo en ficticia y aún no he publicado en papel.

 

Publica por primera vez en Ficticia el: 12/Oct/02