Guzmán Martínez, Arturo |
¿Semblanza?
A veces pienso que crezco y siento vergüenza. ¿Qué diría Cortázar? Cuando me siento obligado, cuando antepongo las precauciones a la acción, cuando me miro con los anteojos en el espejo y cuando digo no, hoy no, entonces me avasalla el crecimiento. Madurez, dicen que es la palabra. ¿Qué diría Cortázar?
Yo no sé si tuve sueños y lo olvido. Yo no sé si he soñado que soy yo el que soy ahora. ¿Cuándo fui yo si se me olvida todo?
Creo que tuve una bicicleta verde alguna vez. Alguna vez que no recuerdo. Pero era verde y ese verde se ha quedado aquí, clavado en mis ojos con su acabado de metal brillante. Era una bicicleta o no, todo es posible. Pero que era verde, de eso no hay duda. Pero ¿es que hay alguien que no confunda los sueños con lo que ha pasado, con lo que ha sido, con lo que ya no más? ¿Es que hay alguien que no se enmaraña entre todos los seres que han poblado treinta años de su existencia?
Aquí estoy y no soy nada más que yo. Un individuo sin capa ni espada, un malogrado intento de ser. Fumando para que las ansias no terminen conmigo ni se acabe la noche.
A la mitad de la vida no voy a decir que tengo miedo, que no he vivido, que la tierra en otra tierra sabe a arena. No. Los puñados que llevo en la memoria destilan el mismo sabor a fiesta, a mujer, a muerte. Los hombres somos la muerte, la muerte del hombre que se ha quedado inmerso en la tierra.
Treinta años y aún puedo reír y ser talla treinta. Treinta años y todavía puedo hacer el amor. 30 años y no me han vencido aunque las cicatrices digan lo contrario. Diez años por tres y sigo encandilado con la sombra y las lluvias. Treinta años y mi mamá: me mima.
Creo que el mundo cambia, pienso que hubo un tiempo en que fui niño: niño. Sí, me encerraba en la biblioteca para escapar de la soledad ruidosa de esa casa enorme en donde los fantasmas eran cojos de arrastrar los pies, en esa casa en que la única forma de luchar contra la negrura de los apagones era rezar mil rosarios y mirar por la ventana. Fui niño cuando mi padre no había hecho barriga y mi madre tenía el cabello oscuro. Niño cuando me fui de casa queriendo ser marinero y al mar se antepusieron dos pechos recién terminados. Niño cuando contesté mal el examen de la ruta hidalgo y a quién le importa por donde pasó la independencia. Niño cuando empezaron a salirme cicatrices en las manos. Niño, de veras, cuando supe que las mujeres eran de sal y de nervio vivo. Niño cuando pregunté por la última instancia del tiempo. Niño cuando lloraba arrepentido de golpear una tortuga. Niño cuando escribo todo esto que no es más que una absurda forma de ser entrometido conmigo. Niño si despierto en los brazos de una mujer y me alimento de sus senos vacuos. Niño si le digo a las cosas que se han portado bien. Niño ayer, mañana, hace diez años y hace veinte y de antes, no me acuerdo. Yo tocaba el piano, y de eso, tampoco me acuerdo.
Aunque en ocasiones recuerde. Así es la memoria, como un rizo. Voy por ahí y, de pronto, recuerdo que perdí un amigo flaco y divertido, una navaja cara que me dio mi padre cuando cumplí doce, el teléfono de esa novia rubia de la secundaria, las ganas de ser piloto o marinero, un par de horas esperando a la salida del metro, las copas con que brindé por una vida larga, una tortuga herida en el jardín de la otra casa, la capacidad para correr por horas sin cansarme, el cariño de una tía, una perra enorme propensa al suicidio, las boletas del inglés en un descuido, varios días de sol en una playa lluviosa y perdí otras cosa.
Y Chela dice que es tan difícil ser adulto y encalla en el mutismo de sus ojos raptados. Vamos a hacernos pequeños, dice, y yo no me creo nada porque, aunque niño, ya estoy viejo para andar con cosas y, más bien, quiero hacerle el amor siempre, para que encienda la luz y se gasten las cosas en la inagotable agonía de su mirada. Los ojos de Chela son ábacos de estampidas rotas, son cetros de venganza y azoro, son perdices después de la escopeta y lentitud oscura al rededor del medio día. Cuando me hacen prisionero tengo que vender discursos de segunda mano para no hacerme el muerto o gritar hasta que se desmorone la simetría del mundo. Los ojos de Chela son cante jondo y sacudidas misteriosas.
Carlos dice que soy inmune a las vivencias y, también, a la influencia del medio y de la gente. Él piensa que soy incapaz de disolverme en lo que está fuera de mí, que solo me mimetizo un instante y luego vuelvo a ser el mismo.
Todavía se me rompe el corazón a veces. No puedo evitarlo y así, sin mucha lógica ni ganas, se me destripa el corazón, se me va haciendo de hígado o de leche y escurre loco por la mísera guadaña de una imagen. Se me quiebra el corazón por los muros de piedra, por las sombras en el suelo, por las cosas que se van y por un andén solo. Un puerto solo, un avión al que subo con la última esperanza suicidada. Me espachurra el corazón la silueta de una mosca, la verdad que no he sabido, el mentón de un tipo fuerte y una niña abandonada al eterno desarrollo de su cuerpo. Una mujer y un sermón, la vertiginosa mueca del adiós, los últimos pasos que camino con alguien sin saberlo. Porque ¿cómo saber cuál es el último paso, la palabra final, el gesto postrero, el segundo que presagia un desenlace? El corazón me lo parte una incertidumbre con cabellos de plomo.
Un día me voy a morir. Arturo... un día vamos a morir y se nos va terminar el turno y la máquina se va a apagar como si se hubiera quedado sin fusibles y ni el mejor hojalatero va levantar de un golpe la averiada carne de tus huesos. Ni cables de corriente ni reiniciar ni todos los recuerdos ni el amor. Nada va a alejarnos de la tumba y yo estaré mirando como cae a intervalos precisos la tierra sobre ti. Los hombres de las palas son morenos, curtidos por la recurrencia de la muerte y la intemperie. Ellos te van a dar un lugar cuando no haya lugar para nosotros aquí.
Sus cuentos en Ficticia: | |
Ceniza en el espejo
Hotel/El Cuarto de Junto | |
El pasillo oscuro
Metrópoli/Entre Paredes | |
Los buzos de Paula
Hospital/Urgencias |
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Publica por primera vez en Ficticia el: 11/Ago/01