Hernández Acosta, Miguel Ángel

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               Dicen que todo empezó un 15 de septiembre. Mis papás habían ido a una cena con "Los caballeros de Colón" y quizá el vino y mi hermana durmiendo en casa de mi abuela, fue lo que provocó mi nacimiento ocho meses después.

               Nací un frío 25 de mayo en "la bella airosa", hijo de comerciantes y residente de un terreno al cual llamaban "el rancho". "El rancho" era un asentamiento en uno de los tantos cerros de Pachuca cuyos únicos habitantes eran un niño (Toby), quien adoraba a las ratas, su madre y mi familia.

               Años más tarde nos cambiamos de cerro, o de casa, como quiera verse. Para entonces cursaba la primaria y me divertía ayudándole a mi padre en el puesto que tenía en el mercado. Ahí aprendí a sumar, a multiplicar y a distinguir los olores de las frutas, verduras y legumbres: la guayaba con su acidez penetrante, los tomates y su amargura que se queda impregnada en las manos, el epazote y su frescor.

               Era feliz cuando llegaban la Navidad y el año nuevo. Esos días eran largos y de trabajo arduo. Entonces los carniceros ponían a todo volumen a la "Sonora Santanera" mientras lavaban sus refrigeradores, cuchillos, chairas y metían al congelador la carne. Mi papá llenaba bolsas con papas de cambray y yo me divertía mirando por horas las piñatas multiformes y multicolores colgadas de un laso. Los gritos llamaban a las marchantas, la gente (quien aún no iba al super mercado) caminaba con bolsas llenas de mandado, los niños tronaban cuetes, y todo mundo con un "Feliz Navidad" en la boca.

               El mercado era mi mundo. Ahí aprendí a bailar el trompo y a limpiar chícharos, pelar cebollas y escoger melones (todo es cuestión de olerlos y sentir su dulzura, decía papá mientras partía una rebanada).

               Pero un buen día papá vendió su puesto y yo dejé de ir al mercado. No hubo nunca más sandías y sus lágrimas negras, ni alcachofas con armaduras verdes, mucho menos cebollas moradas de tanto llorar.

               Mi vida cambió radicalmente. Ahora mamá trabajaba junto con papá y mi hermana (super heroína en mis juegos) se había ido a estudiar a Querétaro. Pronto, decidí salir de casa y acompañar a mi hermana en su soledad, pero fue una mala idea. Entonces, ambos estabamos solos. Regresé a Pachuca a convivir con mis padres.

               Un buen día Salinas de Gortari dejó el poder y se devaluó la moneda. Yo llegué al Distrito Federal a estudiar a la UNAM. Nunca hubiera imaginado que allí encontraría la felicidad en un cuerpo de cincuenta de cintura.

               Entre toda esa gente ella y yo nos encontramos. ¿Su nombre? María Luisa. ¿Su encanto? Toda ella: sonrisa contagiosa, cuerpo ligero, ojos parlantes y unas alas que la hacían volar en vez de caminar. Fueron quizá algunas lunas, o muchas pláticas, o encuentros casuales, o las comidas que dejaron de ser solitarias, pero un buen día decidimos emprender el vuelo juntos y decidimos casarnos.

               Por esos días universitarios me interesé por la lectura y tras muchos cuentos tirados a la basura, tras pasar por la SOGEM y por algunos cuantos talleres de creación literaria comencé mi vida de lector (no digo escritor porque aun no me considero tal).

               La vida me ha tratado bien, no puedo negarlo. ¿Qué más puedo decir? Disfruto de mis vicios (el alcohol, el cigarro, la lectura, la comida y los libros). Vivo y no sobrevivo, pues como dice el refrán: la vida es un fandango y quien no la baila es un pendejo...

 

 Sus cuentos en Ficticia:
  Andanzas nocturnas
Hotel/Zona Roja

 


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Publica por primera vez en Ficticia el: 11/Ene/03