La vecina abilia

A Abilia Ramíres

"Esta noche desciendo del caballo,
ante la puerta de la casa, donde
me despedí con el cantar del gallo"
César Vallejo

Marco Minguillo

La pequeña ciudad en donde pasé una gran parte de mi vida, estaba enclavada entre cerros pedregosos. Detrás de ellos había, por un lado, una zona llena de fábricas y de obreros, y por el otro, una extensa playa con enormes olas y arena fina.

En mi barrio vivía gente que había emigrado de diferentes partes del interior del país para laborar en la capital. Fue así, que el barrio mostraba un mosaico de personas con diversos rasgos, colores y dialectos.

Precisamente al lado de la casa de mis padres vivía una familia numerosa, cuya madre se llamaba Abilia. "La vecina Abilia", acostumbrábamos nosotros decirle de cariño. Ella era una mujer pequeñita, delgada, pero con un corazón inmenso. Había emigrado muy joven de la sierra de Lima y allí vivía con su esposo y una retahíla de hijos; con los cuales jugué en mi infancia y construimos una amistad casi como de hermanos, que ha perdurado con los revoltijos de los años.

Por entre las flores de jazmín, azucena y cucarda de la primavera, el calor sofocante del verano, la llovizna del otoño y el frío húmedo del invierno, la veía yo a ella, llevando la mercadería a su puesto del mercado, que quedaba a unas cuantas cuadras del barrio. Por las mañanas, muy de temprano, ella, su esposo y sus pequeños hijos molían diferentes tipos de ají, pimienta, ajos y otros condimentos necesarios en las comidas. Parecían un pequeño ejército de hormigas laborando de lunes a sábado, persistentemente y en silencio. El silencio sólo se rompía cuando iban a la misa de los domingos, en la parroquia del lugar. En ese recinto la vecina Abilia oraba, cantaba y ayudaba a las personas que lo necesitaban. Esto se diferenciaba enormemente de la vida del cura, quien en esa época tenía fama de hablador, estricto con los jóvenes estudiantes, bebedor y engordaba día tras día.

Mis padres entablaron una larga y perdurable amistad con la vecina Abilia y sus hijos. Así, ella en muchas e incontables oportunidades nos preparó unos sabrosos tallarines rojos con carne y nos dio de comer cuando mis padres se ausentaban. A ella la vi siempre como mi segunda madre, con su rostro ovalado de contornos suaves, sus ojos marrones oscuros, alegres, medios achinados, sus cortas pestañas que nunca vi pintadas con rime, sus pómulos huesudos, la nariz orgullosa como la de nuestros verdaderos ancestros y esa sonrisa de labios delgados, desnudos.

 

Su casa era de las más sencillas en la cuadra. De una sola planta, con una puerta de madera y una ventana. Antes de entrar, se pasaba por una pequeña huerta en donde tenía sembrado ajíes, limones, rosas, jazmines, cucardas, floripondios, plátanos y hasta un enorme árbol de pacae.

Entre el huerto y la fachada, había unos metros de tierra dura en donde jugábamos a las bolas con algunos de sus hijos y los otros amigos del barrio. En época de vacaciones de la escuela, nos divertíamos cómodamente en ese sitio, ya que tenía una enredadera de uva negra que servía de protección ante los rayos abrasadores del verano.

Detrás de su casa, en el patio, ella y su familia habían logrado construir unos corrales de madera en donde confluían: patos, gallinas, cuyes, conejos, palomas, cuculíes y unos cuantos perros. A mí me gustaba subir al techo, y a escondidas, contemplaba ese zoológico casero. Este regocijo sólo duraba hasta escuchar el ladrido de los perros, ya que con ello empezaba el concierto de animales. Esa era la señal para iniciar mi retorno, deslizándome con rapidez por entre cúmulos de ladrillos y llantas de autos, cayendo nuevamente en la huerta de mis padres.

Cuando se entraba en casa de la vecina Abilia, olía a sabrosos condimentos y a yerbas. A pesar del número de hijos: nueve hombres y dos mujeres, el silencio y la calma reinaban en esa construcción sin presunción, a diferencia de mi casa y la de los otros vecinos.

 

Con la vecina Abilia pasamos incontables fiestas de cumpleaños, navidad y año nuevo. El patiecito de tierra apisonada, bajo la parra, era el centro del vecindario: se organizaba la ayuda a algún vecino, se reunían los cuerpos sudorosos de los jugadores del equipo del barrio antes y después de algún intenso partido, se planeaba la fiesta de la cuadra, o simple y llanamente nos sentábamos en las noches, cuando la luna estaba luminosa, a contarnos historias y chismes que sucedían en la pequeña ciudad.

De esa manera, aparecimos con la vecina Abilia, sus hijos, mis padres, hermanos y otros vecinos, en incontables excursiones a la playa.

En esa época, era todo un acontecimiento salir en familia a disfrutar de las olas del mar. Podía ser una mañana de enero, febrero o de marzo, un sol intenso, y por entre el arenal se veía una fila de adultos, jóvenes y niños con sandalias y pantalones cortos, cargando canastas de paja tejida, en donde había ollas con tallarín rojo, papa con crema y el infaltable ceviche. Los mayores llevaban platos, cubiertos, viandas y hasta una cocinita a ron. "El primus es para calentar los tallarines, hijos" -nos decía la vecina Abilia, arreglándose con la parte externa de la mano los mechones lacios que le caían por la frente, cuando nos quejábamos ante ese arsenal de cosas y, ante nuestro temor de que alguna de las chicas de la cual estábamos enamorados o interesados, nos pudieran ver en esa incómoda situación.

Podíamos estar horas sobre horas en esa playa: revolcándonos en la arena, sacando los muy muyes, molestando a las arañas de mar, buceando, corriendo olas, y jugando algún partido de fútbol o volley en la orilla. Disfrutábamos cuando la resaca blanca y espumosa lamía nuestros traviesos pies. Volvíamos a nuestros hogares cuando el sol caía en el firmamento y el nivel del mar empezaba a aumentar.

Ya en casa, por la noche, la vecina Abilia preparaba un suculento ceviche de muy muy. Debo confesar que ha sido con ella las únicas veces que comí y disfruté de ese exótico potaje.

 

Con el pasar de los años, la amistad con la vecina Abilia se fortaleció. Tal es así, que ella resultó ser madrina de mi madre en algún ritual religioso, dos de sus hijos fueron padrinos de bautizo de mis hermanos, y algunos de ellos fueron parte de los mejores amigos que he tenido en la vida. Amigos de infancia, de bromas, de palomilladas, de trompos y escondidas. Amigos de adolescencia, de chicas, de piropos y de aventuras. Amigos de adultez, de principios, de contiendas y de recovecos de los años.

Su casa creció y se transformó en una moderna construcción de dos plantas, con balcón y suelo de parkett. Pero la vecina Abilia y su casa no perdieron el alma. La vecina dejó la elaboración de condimentos e instaló un bazar de ropa. Y la casa, su casa, centro acogedor de encuentros y de silencios, continuó siendo la misma, un referente capital para la gente del barrio.

 

Ahora, después de mucho tiempo, contemplo su casa nuevamente. Entro y veo a la vecina Abilia sentada en su comedor. Se le ve cómoda, calmada, contenta. Siento lo mismo que sentía de niño cuando entraba a su olorosa casa.

Ella me ve y sonríe. Hay mucha luz en el ambiente y todo está limpio, en silencio. Caminamos presurosos y nos abrazamos. Con esto, ella me dice con su voz mansa, apacible:

-Después de cuantos años, hijo.

-Sí, vecina Abilia, así como era antes -le respondo. Luego, sintiendo su pequeño y frágil cuerpo, más encorvado, y mirando sus ojos alegres, transparentes, le digo con la voz entrecortada:

-Gracias por todo, vecina -Cierro mis ojos y siento que se humedecen. Los de ella también. Nuestros cuerpos se estrechan más. Su cuerpo casi desaparece en el mío. Todo sigue en silencio e iluminado. Por algunos instantes retornan, como relámpagos en la noche, algunas ocasiones que pasé, en la antigua vivienda y en la nueva.

Seguidamente, abro nuevamente los ojos, todo está oscuro, en tinieblas. Enciendo la lámpara de noche, veo las agujas verdes del reloj y es de madrugada. Mi rostro y la almohada están mojados; estoy en mi cama, solo, taciturno, en mi apartamento de Estocolmo.

A lo lejos, escucho la sirena de un barco.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 11/Ago/01