Aquí
Miriam Mabel Martínez
Aquí el viento fluye en círculos, una y otra vez sobre las mismas casas tejadas, desgastando lentamente las paredes y sus colores vivos, que desfallecen igual a las flores cada verano.
Por las noches los grillos cantan o rezan, aún no lo sé, pero lo hacen al compás de la plegaria sonámbula de los solitarios, que caminan llenando de calor sus pies y respirando el olor a gardenias. Parece que aquí el tiempo pasó de largo, que no pudo imponer su infranqueable actividad. Este pueblo es un pueblo atemporal, de viejos.
En el portal, frente al parque, continúa el tío Grillito contando hazañas revolucionarias. Lo recuerdo así, viejo y quejoso, siempre sonriendo, hablando de la brisa del río. Ese río que ha perdido fuerza y permanece estático, envejeciendo recoleto. Creo que la gente no conoce la palabra tiempo, es más, ni siquiera les preocupa la geografía del reloj. Para ellos todo es día o noche, oscuridad o luz.
Ayer volví después de muchos años; de inmediato, reconocí el aroma de los árboles y el sabor del desconsuelo. Pude olfatear el curioso recibimiento al visitante. Presentí las palmadas en la espalda y lo abrupto del reencuentro.
Cuando bajé de la panga sentí los ojos pícaros clavarse en mi cuerpo, recorrer con mirada sensual desde los pies hasta el cabello. También, sentí el tiempo encima. Sólo yo había encanecido, nadie más. Me espantó la cruel visión de una nube blanca, de un cielo azul parecido a la muerte.
Sí, me espantó escuchar quejidos a lo lejos. Era como si hubiese llegado a un cementerio de vivos con tumbas al aire, sin lápidas, cadáveres calcinándose diariamente a la intemperie, olvidando poco a poco las palabras. ¡Hmm, hmm! Es todo lo que se escucha, además de pasos, añoranzas y bicicletas. Creo que todos están locos, hablan de colores y del río, de su murmullo incesante, de que el caudal se traga a los jóvenes...
-Van a nadar y ya nunca regresan. Nosotros los seguimos esperando, tal vez algún día salgan de esas tremendas corrientes -dicen, mientras aguardan tranquilos el regreso.
Estoy sentada frente al río asimilando su lamento, las piernas me flaquean ante el recuento de los días que parecen ser perennemente iguales. Es como si desde hace años se viviera el mismo día y la misma noche. Siempre austera de estrellas y de luna. Una noche lóbrega. El mismo día, la misma noche. Día y noche.
Taciturnos, los viejos despiertan como del sepulcro, caminan, beben cervezas para desaparecer "el cabrón calor", dice mi abuelo. Se sientan en el kiosco o giran alrededor del atardecer. Todo se asemeja a un rito. Luego, se mecen afuera de sus casas diciendo adiós a todo aquel transeúnte vespertino. Cantan el adiós a manera de despedida, como queriendo olvidar la melancolía. Ese adiós se escucha pesado, con letras mayúsculas.
A veces suena en cursivas. Entonces, su eco se hunde en el río y alguien muere. Después, se reúnen para acompañar al difunto, lo bañan y lo envuelven en hojas de plátano, lo riegan con hierba santa. Lo arrojan a esas aguas que se pintan de arcoiris en el espejo: he ahí el entierro. El cuerpo se va olvidando poco a poco, se queda sentado de cara al sol quemando las facciones, borrando cicatrices, los ojos, la piel: sólo en el río el murmullo se escucha cada vez más fuerte cubriendo de bemoles, sostenidos y becuadros, el canto taciturno de los vivos. Así resuena tormentosa y dulce la sonata de los muertos que todavía transitan por los callejones pedregosos de este pueblo de hollín.
En las madrugadas se oye la zafra. El penetrante olor a la caña desencanta a los sonámbulos, quienes andan desorientados de un lugar a otro, enloqueciendo mientras las paredes pierden su color. Las tejas se humedecen de bochorno y nadie percibe el desbordamiento, los aluviones que crecen más y más. Se imponen tácitos ante el asombro de los que continuamos aquí, observando la vida pasar.
Sin embargo, cuando llegué sentí un vuelco en el sótano del corazón, como si me hubiera tragado algunos peces. Observé el río, división entre el mundo y este pueblo aislado del ruido, de los edificios. Caminé en soliloquio y de pronto me sorprendió una mano en el hombro. Era el tío Alfredo narrándome historias inventadas. Volví a sonreír.
-Muchacha, ¡cómo has crecido! Aunque esos ojitos son los mismos de siempre, tan tristes y tan vivos -suspiró. Yo, extrañé los atardeceres tirada en esa tierra reseca, esperando a que el sol se fuera a dormir.
-Tío, ¿por qué todo se ha quedado igual? ¿Por qué han enmudecido al tiempo? ¿Por qué?
-Aquí somos felices, respiramos el aire inmortal de la naturaleza, charlamos sobre los épocas de gloria, del desamor. Tocamos nuestras guitarras para entonar canciones de cuna y así enamorar al tiempo.
En efecto, arrullan al tiempo y a los muertos. Aquí parece vivir tan sólo la nostalgia. En periodo de cosecha, la cortan y la cargan a cuestas hasta que se convierte en estrella. Por las noches, se reúnen en los portales para hacer volar a las palabras. Luego, la nostalgia empieza a acariciarles las arrugas, se despide y se va al cielo en forma de astro. Cada lucero es un cuento.
-Adiós, tío -dije y giré mi cuerpo hacia él, pero ya había desaparecido. Me atrapó una plática bullanguera, me acerqué a un grupo de alegres ancianos que hablaban de jazmines y mangos. Me dirigí a la casona de la calle principal. Ahí sentado, canoso, con muchas ilusiones destruidas, encontré a mi abuelo, igual que en la fotografía.
-Hola...
-Te esperábamos desde ya hace algunas lunas. ¿Oyes ese ruido? Es la mojiganga que viene desde allá abajo para recibirte. ¿Sientes la lluvia? Hace mucho que no caía ni una sola gota del cielo. La muerte no puede con nosotros, a pesar de las sequías; y ya ves, ahora que vienes, llueven cántaros olvidados en el infinito. Te extrañamos...
No pude responder nada; en el fogón la abuela movía el caldo.
-Te preparé trapiche -dijo. La admiré más hermosa que nunca con su enagua blanca y una gardenia en la oreja adornando sus años, sus rasgos cansados.
-Siéntate, hoy estamos de fiesta.
Siempre de fiesta, siempre rescatando los deseos perdidos ante el ataúd de la mancebez. Siempre algarabía y baile, máscaras y danzones, un eterno carnaval en el que, sin quererlo, me adentro y bailo por las callejuelas con el disfraz de la tristeza, contraste agudo entre mi demacrado semblante y el sol. Bailo al lado de los abuelos su pieza favorita, me pierdo entre la gente y la comparsa. Lloro ante la desgarrante vejez de sus rostros, ante la impotencia de alcanzarlos. Los toco y se esfuman.
El suelo empieza a inundarse de flores de cristal. Son lágrimas de la tía Toña que aún llora la ausencia de sus hijos; canta melancólica su suerte plateada.
-Es el destino, hija, a él no le podemos huir. Donde quiera que nos escondamos estará ahí para robarnos en el presagio o en la ruina.
-Háblame del destino, tía -suplico arrodillándome en el pasto que hierve-. Háblame del destierro, del exilio de la fe -imploro.
-A veces añoro, aspiro fuerte, me veo con el rostro limpio y fresco corriendo entre las cañas y los árboles de mango. Recuerdo también una brisa clandestina en el llano; el eco de una voz persiguiéndome. Tuve miedo y así pasaron la niñez y la adolescencia, hasta que por fin ese eco me alcanzó. Era el destino que se me presentó temeroso. Mi madre ya me había hablado de él, me dijo que nadie escapaba de sus garras, que no era ni bueno ni malo, simplemente era el destino, una luz punzante que transforma al viento en azahares y a la arena en cal. Cuando por fin me dejé envolver por su velo transparente, mis movimientos desatinaron su curso efímero y envejecí, empecé a cargarlo sobre la espalda. Todavía ahorita espero alguna nueva trastada.
Me asusta la paciencia con la que la tía Toña se resigna a cada instante para esperar algo que todos bien sabemos jamás llegará. Mientras ella me hablaba del destino, descubrí que aquí es un sueño, que el aire caliente ha formado fortalezas, evitando su filtración. Ni siquiera la resaca de ese destino toca las puertas.
Aquí todos responden a lo que el corazón les dicta. Y lo que les dicta es permanecer, ver las palabras, volar, guardar en los mandiles las frases amorosas; vivir de la lectura cotidiana del desamor, de las protestas, del humor frágil y del murmullo del río.
Busqué por muchos lugares la poesía, traté de encontrarla en las ciudades, en los libros; pero cuando llegué aquí me di cuenta de que en este lugar el engrane de la existencia es la poesía. Descubrí a los poetas en los ojos y topé con las miradas de mis abuelos, de mis tíos. Entonces reconocí en sus vidas poemas rimados, odas, versos libres, sonetos. Me percaté de que cada uno de sus actos completa una metáfora, que cada lágrima escribe en el ambiente una curva melódica. De esto viven, de la poesía, y yo necia traté de contar las sílabas, madrigal íntimo. Sin embargo, aquí la poesía son ellos.
Es curioso, aquí donde el aire perfumado a caña se revuelve con las emociones crudas, donde la muerte no pasa, donde los plantas, las frutas, las palmeras, el río, el calor húmedo, parecen regalos divinos. Aquí, la tristeza es el pan de cada día.
Como en un carnaval festejan el estar viejos y solos. Danzan para ensimismarse en sus recuerdos. Se abandonan al destino. A ese destino que ni siquiera Dios conoce. Sí, aquí crece la irreverencia y los anhelos despiadados.
Porque aquí, en esta tierra, únicamente ellos, los viejos, encuentran la paz entre el silencio de las tumbas.
* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/Oct/01