Las abuelitas eran unas sádicas...
Para David Magaña Figueroa
Elías Ruvalcaba
Hasta el despacho de consultoría jurídica gratuita, llegó aquella extraña mujer a solicitar apoyo legal para establecer una denuncia en contra de cierta organización oscura, responsable de la explotación indiscriminada de caballos. Naturalmente, la dama era miembro activo de la Sociedad Protectora de Animales, y había trabado seria enemistad con los líderes de aquella agrupación que utilizaba a los equinos para transportar colchones viejos por las calles de la capital del país.
Al momento se le hizo saber que el artículo 33 de la Ley de Transporte del Distrito Federal determinaba expresamente como prohibido el transporte de carga de tracción animal, y me propuse oír con todo respeto y paciencia su problemática.
La mujer era realmente de armas tomar, con actitudes y reacciones bruscas, y no tuvo empacho de manifestarme que en varias oportunidades se había liado a golpes con los tipos que iban arriba de los vehículos tirados por los corceles. "Me han pegado muchas veces, y si no, míreme", me señalaba donde tenía un moretón en el rostro y en el brazo, "pero también ellos se han llevado su buena parte. Muy limpios que dijéramos, no han salido".
-¡Caramba! -le dije-. Por lo visto las cosas han llegado a un extremo delicado.
-Claro que sí, pues son muchos los intereses que se manejan. Hay líderes dueños de más de setenta caballos, mulas y burros. A los tipos que los traen por las calles, se los rentan hasta en cincuenta pesos al día. Por eso nadie me hace caso. Ya le envié cartas al Presidente de la República, al Regente y a muchos otros funcionarios, pero es muy poca la ayuda que he recibido, y parece que hasta me tiran de a loca...
La cruzada de aquella mujer me pareció justa y decidí apoyarla en la medida en que mi modesto cargo lo permitiese. Hablé con algunas personas y pronto me entrevisté con un funcionario de Protección y Vialidad que parecía estar mas que enterado de la problemática. Me dio una cita y acudí a su despacho. Fui recibido por un funcionario de aire hosco y poco amable, clásico polizonte encumbrado, de reacciones cortantes y prepotentes. Sin embargo, curiosamente me admiró su franqueza.
-Mire, licenciado, ya me conozco de memoria los argüendes y chismes de esa mujer. Todos los días la tenemos dándonos guerra por acá. Yo también, como usted, no digo que carezca de razón. La tiene, sin alegatas, pero las leyes no deben impedirle a un individuo ganarse el pan a como pueda. Hay mucha necesidad en las calles, y es preferible tener a esos tipos trabajando en el acarreo de colchones viejos, que robando...
-Puede ser verdad, señor, pero tengo entendido que ni comer les dan a los equinos. Viven estragados del hambre, no están errados con calzas de hule para que de perdida no se resbalen en el pavimento y algunos han sido atropellados.
-Todo es cierto, licenciado. Pero la liga defensora no pone ninguna alternativa. Está bien: retiramos a los caballos, y dónde van a trabajar quienes los usan para transporte. Los ecologistas sólo le dan la vuelta al problema diciendo que ése no es asunto suyo, y vuelven a remitirse a la ley. Claro que es asunto suyo, es asunto de todos... Después los que tenemos que darles en la madre, porque andan en la delincuencia, somos nosotros.
Ante su actitud firme e intransigente, preferí dejarlo hablar. Comprendí que ambas partes manejaban posturas completamente distintas. La misma realidad era vista desde ópticas que no lograban yuxtaponerse.
-Además, licenciado -continuó diciendo-, aquí entre nos, me caen regordos muchos de ésos que dizque defienden a los animales por sobre todas las cosas. Aclaro "por sobre todas las cosas". Son unos hipócritas, y le voy a decir por qué. En el fondo les interesan más las pinches tortugas que los niños desnutridos. Antes son capaces de adoptar a un perro, que a un huérfano, y quieren tanto a sus mascotas que gastan mucho más en ellas que en alimentar a cualquier persona. Les vale madre que no queden más de treinta indios choras en todo el país. Eso los tiene sin pendiente. Si quedaran sólo treinta alacranes estarían más preocupados...
Se paró de su escritorio, recorrió con grandes pasos la oficina, y nervioso se detuvo para volver a proseguir:
-No digo que un animal no sea hermoso. Son bonitos y alegran una casa. Son cariñosos, a pesar que no deja de ser cruel tenerlos en un departamento. Sin embargo, también los niños de la calle son bonitos si se les baña y se les alimenta con la mitad de lo que ellos alimentan a sus mascotas. ¡Pero les vale! Han utilizado la ecología y la protección animal como bandera política y en el fondo son unos deshumanizados y torcidos de los sentimientos. Repito, una cosa es preocuparse por estas cuestiones, y otra muy distinta defender posturas al extremo que resulta ridículo, absurdo e insultante.
Volvió a dar giros en el entorno de su escritorio y apuntó:
-Para ellos todo es crueldad animal. Que hay crueldad en el rastro, que hay crueldad en las corridas de toros, en las peleas de gallos, en los jaripeos, en fin, en todo. Quieren que el animal no sufra cuando muera o cuando trabaje. ¡Puños de exageraciones! Me parece muy bien que en los antirrábicos se sacrifique al perro con una pistola de grapas y en los rastros de pollos con una descarga eléctrica. Como usted bien sabe, a´i van las aves amarradas de las patas en unos ganchos, y su nuca topa con una especie de horquilla por donde sale la corriente que las mata. Repito está muy bien pero lo que sucede es que son unos pobres urbanos ignorantes, que todavía piensan que las vacas dan la leche en polvo, y de la auténtica vida del campo no saben un carajo.
-¿Qué tiene la vida en el campo con todo esto, señor? -pregunté desconcertado.
-Se lo digo a usted, porque se ve que es de provincia. Claro que tiene que ver, pues si a ésas vamos, nuestras abuelas eran unas sádicas de lo peor. Ya han de estar condenándose en el meritito infierno. Allá en mi rancho ni luz eléctrica teníamos, así es que mi abuela mataba a las gallinas con un machete o quebrándoles el pescuezo. Ya me hago el cargo que iba a tener la paciencia de esperar a que cayera un rayo para matar al ave con electricidad. No, amigo mío; mi abuela les torcía el cuello hasta que se les despedía. A los guajolotes los amarraba de las patas y de las alas, parecían como locos en camisa de fuerza, buscando que no aletearan o patalearan al tronarles el cuello. Aún así, amarrados y todo, al sentir la muerte echaban unos brincos enormes que parecían canguros...
Hizo una pausa, dio un sorbo a su café casi frío y continuó reflexionando:
-A los perros los ahorcaban porque no iban a darse el lujo de desperdiciar balas en darles fin. Y qué decir de los pollos: había que detenerlos con fuerza, porque al asentarles el machetazo en el cuello, si estaban libres, salían corriendo para cualquier parte, ya descabezados y pegándole tamaño susto a quien se los encontraba en esos trances figurosos...
Sorbió el residuo de su taza, mandaría pedir otra en el acto, y concluyó:
-Además, amigo mío, usted que sabe de leyes, dígame si está bien lo que le voy a referir de esta mentada protectora de animales. Cuando detiene a un muchacho que anda en las calles con un corcel, ¿a qué no sabe lo que hace, la muy cabrona? Por principio de cuentas, llama a la patrulla, y a´i de aquellos colegas si no le hacen caso, después se las arma de tos. Auxiliada por los policías inmoviliza al infractor, y exige que lo remitan a las autoridades. Luego, hace que desamarren al cuaco y lo ata de las bridas en la parte trasera del carretón. Finalmente, a ley de sus ovarios obliga que el tipo cargue con el carromato hasta la Delegación. ¡Imagínese nada más el numerito! A´i va el pobre pendejo entre las calles jalando a la carreta con todo y corcel, dizque para escarmiento... ¿Eso le parece defender los derechos de los animales? ¡Óigame no! Y los derechos humanos del infeliz, ¿quién los defiende...?
* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/Ene/00