Ajedrez
Luis Bernardo Pérez
Además de ser un criado fiel, Viernes resultó también un compañero sincero y afectuoso que alivió un poco la soledad de Robinson Crusoe e hizo más llevadera su estancia en la isla.
Como era su deber, Robinson se dio a la tarea de educar a aquel joven, a quien había rescatado de los caníbales cuando éstos se encontraban a punto de devorarlo. Con ejemplar paciencia le enseñó a hablar su idioma, lo adiestró en las labores domésticas y del campo, le dio nociones de geografía y lo introdujo en los misterios de la verdadera religión.
Viernes correspondió a este empeño y fue un alumno aplicado y atento que, con tal de complacer a su amo, aprendió a cultivar la tierra, a hornear el pan y a recitar de memoria los diez mandamientos.
En cierta ocasión, a Robinson se le ocurrió fabricar un ajedrez y enseñarle a su criado los rudimentos del juego. Cortó un árbol y utilizó su madera para tallar las treinta y dos piezas. Una vez terminadas las colocó en un tablero hecho del mismo material. Se sentía satisfecho con su obra; sin embargo, no estaba seguro si Viernes comprendería las sutilezas del juego, después de todo se trataba de un alma sencilla que apenas comenzaba a abrir los ojos a la luz del conocimiento.
Para su sorpresa, el joven entendió no solamente el movimiento de cada pieza, sino que fue capaz de asimilar poco a poco la lógica del juego.
Sentados a la sombra de una jacaranda, ambos sostuvieron casi a diario numerosas partidas. Durante el desarrollo de cada encuentro, con su papagayo en el hombro y su pipa entre los dientes, Robinson acostumbraba explicarle a Viernes las diferentes aperturas, los gambitos, los sacrificios, la conveniencia del enroque y demás tácticas. Este último asentía con la cabeza sin dejar de mirar fijamente el tablero.
La sorpresa inicial de Robinson se convirtió en estupor al ver que Viernes poseía una habilidad natural para el ajedrez, la cual se iba desarrollando conforme pasaba el tiempo. De hecho, cada día era más difícil ganarle. Al final, ocurrió lo inevitable: el aprendiz venció al maestro.
Viernes celebraba sus victorias con una explosión de alegría. Se ponía de pie y bailaba de manera frenética, recordando quizá las danzas de su tribu. "Yo ganar, yo ganar. Amo tonto, yo ganar", vociferaba en tono burlesco mientras hacía gestos de loco.
Aunque Robinson desaprobaba este tipo de manifestaciones, las cuales le parecían absolutamente impropias de un caballero, no censuraba a su sirviente, pues le conmovían tales muestras de júbilo infantil. Además, reconocía que cada cultura posee una manera propia de manifestar sus sentimientos.
El tiempo pasó y, por fin, un barco arribó a la isla. El náufrago y su criado fueron rescatados.
A poco de levar anclas, y tras relatar parte de sus aventuras a los oficiales y a los marineros, Robinson ponderó sin reservas la pericia de Viernes para el ajedrez. Lo describió como un verdadero prodigio, como un genio innato muy superior a cualquier campeón conocido hasta entonces.
Tales afirmaciones provocaron risas entre sus escuchas, quienes no podían aceptar que un salvaje, un ser primitivo e inferior, dominara un juego tan elevado como el ajedrez. "Es como pretender que un simio utilice una brújula o un sextante", afirmó en tono irónico uno de los miembros de la tripulación.
Molesto por la incredulidad que sus palabras habían provocado, Robinson lanzó un desafío: Viernes se enfrentaría con los tres mejores ajedrecistas que hubiera a bordo y los derrotaría. El anuncio fue recibido con nuevas carcajadas; sin embargo, la perspectiva de un poco de diversión (tan escasa durante las largas travesías), así como la posibilidad de que tal prodigio fuera cierto, animaron a todos.
Los tableros fueron dispuestos sobre la cubierta y los tres mejores jugadores tomaron su lugar. Robinson se sentía confiado, pues conocía bien las aptitudes de su criado. Por su parte, Viernes estaba sorprendido y feliz; no terminaba de creer que toda aquella algarabía fuera por su causa.
Mientras los marineros bebían ron e intercambiaban apuestas (algunos comenzaron a considerar la posibilidad de que el salvaje podría ser tan bueno como decía su amo), se realizó la partida simultánea. El vencedor fue, naturalmente, Viernes, quien como era su costumbre se puso a bailar de alegría. Brincó, se contoneó y realizó varias piruetas mientras le espetaba a cada uno de los perdedores: "Yo ganar, yo ganar. Marinero tonto, yo ganar".
Como era de suponerse, tal actitud no agradó a los marineros, los cuales podían aceptar que un salvaje le ganara al ajedrez a un súbdito británico, pero bajo ningún concepto podían tolerar esa clase de mofas. Tal insolencia no solamente los insultaba a ellos, sino a toda Inglaterra. ¿A dónde iría a parar el Imperio si se permitía a los aborígenes conducirse así?
Por esta causa, Amo y sirviente fueron arrojados al mar por una enfurecida y alcoholizada turba y casi perecen ahogados. La oportuna aparición de una corriente que fluía en sentido contrario les permitió regresar a nado a la isla donde esperaron durante años la llegada de otro barco. A veces volvían a jugar al ajedrez, pero lo hacían dentro de la casa, con la puerta y las ventanas cerradas pese a encontrarse completamente solos.
* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 07/Nov/99