Mi Accidente

Luis Bernardo Pérez

Los cinco años transcurridos desde mi accidente -tiempo durante el cual he conseguido adaptarme bastante bien a esta nueva condición- no han bastado para convencer a Clara de que lo sucedido no fue culpa suya. Ella continúa sintiéndose responsable por algo que, en justicia, nadie hubiera podido prever.

El hecho ocurrió una tarde de domingo. Ambos habíamos ido a una feria instalada en la parte antigua de la ciudad. Allí, contagiada sin duda por la atmósfera festiva, adoptó una actitud juguetona. Con tono infantil me exigió que ganara para ella un abominable pingüino de cerámica en la galería de tiro. Con el mismo espíritu ligero, apeteció pistaches y un algodón de dulce que engulló sin pausa y con sensual deleite. Después atestigüe, abochornado, cómo insultaba al empleado que le negó el acceso al carrusel destinado sólo a los niños. En venganza, ella abordó la rueda de la fortuna y, mientras yo la observaba con ejemplar paciencia desde abajo, se complació arrojando cascaras de pistache sobre la gente.

Nada de esto fue suficiente para atemperar la euforia de Clara, pues cuando pasamos ante El rayo de la muerte - un juego mecánico compuesto por varias canastillas que giraban alrededor de un eje- me retó a subir. Yo, por supuesto, me negué de manera rotunda, argumentando mi aversión hacia ciertas formas de entretenimiento cuyos inventores eran, a todas luces, un grupo de sádicos.

Ella no cedió y, poseída por una pueril terquedad (que habría de lamentar durante mucho tiempo), comenzó a provocarme con indirectas que pretendían poner en duda mi valor. Me reí y quise desviar la conversación, pero Clara no capituló. Seguía empeñada en abordar junto conmigo aquel maldito aparato. Al final, sus puyas consiguieron herir mi amor propio y me dejé conducir al matadero.

Durante varios minutos -que a mí me parecieron horas- fuimos sacudidos con brutalidad. El receptáculo de lámina donde estabamos instalados se bamboleó, chirrió, saltó y rotó vertiginosamente en medio de un estruendo metálico. Me aferré a la barra de seguridad e intenté controlar las nauseas que, casi desde el principio, me acometieron. Deseé con todas mis fuerzas el fin de aquella tortura. Clara en cambio estaba extasiada. Gritaba y se reía como una enajenada con cada una de las sacudidas. No contenta con ello y pese a mis protestas, comenzó a balancearse con la finalidad de incrementar el movimiento de la canastilla.

Al fin el aparato se detuvo. Bajé de él tambaleándome. Estaba tan mareado, tan aturdido, que tuve que apoyarme en Clara para no caer. Ella no dejaba de reírse y bromeaba con la posibilidad de repetir la experiencia.

Avancé con paso inseguro entre los puestos y la gente intentando recuperarme. El sol comenzaba a ocultarse, los niños pasaban corriendo a mi lado y, superponiéndose al vocerío, una música circense emergía de los altavoces. Fue entonces cuando intuí que algo no marchaba bien. Una sensación de perplejidad comenzó a invadirme poco a poco. Miré a mi alrededor tratando de averiguar cuál era el problema. Todo lucía perfectamente normal; no había allí ninguna anomalía, nada que justificara mi extrañeza. Para tranquilizarme concluí que se trataba sólo del mareo.

"¿Qué te sucede?", preguntó Clara al verme tan titubeante y desorientado. Había recuperado la seriedad y estaba frente a mí, contemplándome con inquietud. Intenté serenarme, pero al mirarla me sobresalté aún más. Había algo raro en sus facciones, algo inusual que no conseguía definir. Los ojos, la boca y la nariz eran los de ella. De eso no había la menor duda. No obstante, el conjunto me resultaba poco familiar, casi diría siniestro.

Entonces, de un solo golpe, lo comprendí todo. El rostro de Clara, o más exactamente el pequeño lunar en su mejilla, me permitió descifrar el enigma, revelándome al mismo tiempo la magnitud del percance sufrido.

Hasta donde podía recordar, el lunar de Clara se encontraba a la derecha, unos centímetros debajo del pómulo. En ese momento, sin embargo, estaba en el lado izquierdo de la cara. Azorado miré en torno mío. Los letreros fijados en los puestos de aquella feria mostraban la tipografía invertida. Además, la rueda de la fortuna giraba en sentido opuesto a las manecillas del reloj y se encontraba, como por arte de magia, situada a mi diestra. En realidad, toda la disposición del lugar había cambiado: las atracciones colocadas originalmente a la derecha estaban ahora del otro lado. Al mirar con más atención, observé como un grupo de jóvenes lanzaba dardos con la mano zurda. Junto a ellos, sobre una flecha, se leía la palabra "adilas" en lugar de "salida"

Intenté explicarle a Clara lo sucedido, pero ella no pareció comprender, o mejor dicho, sí comprendió, pero no veía las cosas como yo. Para ella todo se encontraba en su lugar. Los puestos y la rueda de la fortuna no se habían movido en absoluto, y los letreros podían leerse con toda claridad. No había allí nada raro, me aseguró.

Después de un rato me percaté de la inutilidad de mis explicaciones y me dejé conducir por Clara fuera de la feria mientras el sol se iba ocultando por el levante en lugar del poniente.

He visto a muchos médicos desde entonces, pero ninguno fue capaz de encontrar la cura para un padecimiento que, según su autorizada opinión, carece de precedentes. Tuve entonces que aceptar el carácter irremediable de mi mal y, tras mucho esfuerzo, he terminado por ajustarme a una realidad en la cual todo esta colocado de manera incorrecta, desde la llave del agua caliente y el sentido de las calles, hasta los continentes sobre el planisferio.

Y aunque ya casi he olvidado cómo era mi vida antes del accidente, he de confesar que, en ciertas ocasiones, mientras me rasuro (una habilidad que me vi obligado a aprender de nuevo), miro a través del espejo las cosas que me rodean y no puedo evitar cierta nostalgia. Más que un reflejo, me parece estar ante una ventana que me muestra el mundo real, aquel mundo comprensible, familiar e inequívoco del que fui expulsado de manera violenta hace ya cinco años.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 07/Nov/99