Algo Terrible y Poderoso

Eusebio Ruvalcaba

Nada parecía distraerlo de su concentración. Ni siquiera la mujer que lo acompañaba parecía sacarlo de su mutismo. Llevaba mucho tiempo así, quizás diez o quince minutos. Con los ojos fijos en el vaso de ron blanco con coca. En otro vaso aún conservaba el vino blanco que había pedido para la comida. La mujer no se esmeraba en volverlo a la realidad; más bien, había empezado a buscar con la mirada a algún otro caballero. Tal vez menos atento de un simple vaso con trago.

Llevaba cerca de tres horas ahí. Habían entrado en Les Ambassadeurs como los dueños y ordenado lo más caro: los camarones "Alberto", el salmón con salsa de perejil, la langosta de tres colores. Y, salvo los camarones, del cual había repetido dos veces el platillo, lo demás casi no lo habían probado. Bastó con haber olido el salmón, para que el hombre lo regresara. Yo no como pescado descompuesto, dijo. Ella, con un simple gesto, estuvo de acuerdo en que también retiraran su plato. Desde luego fue inútil que el capitán se acercara cortésmente a la pareja. Ni siquiera quiso cruzar palabra con el empleado. Con la bebida no pasó lo mismo. Apenas se hubo sentado, el hombre había ordenado una botella de champaña. La cual se bebió como si fuera agua de jamaica. Ordenó entonces una botella de vino. La más cara. Ante la pregunta de que si prefería vino blanco, tinto o rosado, dijo que le daba igual, siempre que fuera el más caro. (Y que no quiso tomar en copa, sino en vaso, "donde se debe beber".) Y añadió: "Y de una vez me trae un bacardí blanco con coca. Digo refresco, no polvo, ¿eh?" Levantó tanto la voz, que los comensales de las mesas vecinas se volvieron a mirarlo. Él respondió la mirada sonriendo de oreja a oreja, seguro de que los demás celebrarían su ingenio.

Pero ahora no le quitaba la vista al vaso. Cuando menos había bebido una docena de cubas. Lo sabía porque las iba anotando en la servilleta. Así que era la trece, y bastó con que saliera en la cuenta para que se encerrara en un silencio infranqueable. "¿Por qué no te la tomas, quieres que nos vayamos?", le había preguntado la mujer cuando observó que el sudor le escurría por las sienes y que se había limitado, con los antebrazos apoyados en la mesa a mirar atentamente el vaso.

Alguna vez comandante de la policía, ahora prestaba sus servicios a una agencia de seguridad. Nunca sabía a quién le iba a corresponder cuidar; simplemente le pasaban el dato en una hoja membreteada y él ponía su vida al servicio de esa persona. En ocasiones se le contrataba por un solo día, y a veces por un año. Era de los recomendados. A pesar de sus 105 kilos de peso y su uno ochenta y ocho de estatura, se consideraba aún un hombre ágil, buen tirador y -lo que le había ganado el mote de El perro- dueño de una intuición que inevitablemente sorprendía a sus compañeros, más avezados en situaciones de peligro. Porque adivinaba lo que iba a pasar. Así había logrado evitar cuando menos dos enfrentamientos. Cómo se burlaba de aquella película de El guardaespaldas. "Pendejo. Qué pendejo es ese baboso. Y puto", se había limitado a comentar cuando su hijo le había preguntado qué opinaba de la película. La habían visto juntos, en la sala de su casa. Su hijo. Se trataba de un joven universitario, cuyo único sueño consistía en terminar la carrera de leyes en la universidad. Acababa de terminar la preparatoria. Sus calificaciones habían sido las mejores, y cuando su padre le había ofrecido un vehículo de premio, él dijo que prefería un viaje a Roma, "la cuna del derecho". Allá tú, le respondió el hombre. Porque siempre le había dado gusto en todo. Tal vez por ser su único hijo, tal vez porque físicamente era idéntico a su padre de él -bajo de estatura, delgado, de cabeza prominente-, no podía negarle nada, aun esos detalles que él no terminaba de aceptar; como hacer la carrera en una universidad popular y no privada, que era donde él lo hubiera querido inscribir. "¿Y para qué quieres estudiar leyes?", le preguntó la vez que el muchacho le había confesado su vocación. "Para defender a los débiles", había respondido en un tono más enérgico que altivo. Y con ese grave timbre suyo, que parecía evocar el de un cantante de ópera.

Un timbre que él hubiera querido, y que también su hijo había heredado del abuelo. A él la voz no le iba con el cuerpo. Su timbre era delgado, casi exquisito, aterciopelado. Nadie desde luego le había dicho nunca nada, quién se atrevería a mofarse, ni siquiera sutilmente, de él; pero cada vez que abría la boca, el hombre se lamentaba de no hablar como su padre, o como su hijo.

"Que pendejo, ese baboso, pendejo y puto", había dicho de El guardaespaldas. Pero tuvo que confesarse que le costó trabajo decir groserías delante de su hijo. Cómo era posible, había reflexionado, si él siempre había hablado así, sin detener su lengua. Parecía incluso que lo hacía por fastidiar a los demás. En su casa o donde fuera, cada palabra que decía iba antecedida por un "pinche", "pendejo", "puto..."

Como ahora mismo estaba diciéndole al mesero cuando se acercó a preguntarle si quería una copa más porque ya iban a cerrar. "Putos. Putos", exclamó.

Así le había gritado a una multitud que había intentado tomar el palacio municipal de Tepoztlán. Los policías no habían logrado amedrentar a los hombres que se habían apostado delante del palacio, armados de palos, picos y piedras. Vio toda la secuencia en su cabeza. Él estaba ahí contratado por el presidente municipal como jefe de sus guardaespaldas. Vio lo que podía sobrevenir. Vio una multitud que cada vez crecía más, que se enardecía hasta ser ingobernable. Vio cómo entraban al palacio derrumbando la puerta principal, llegaban hasta la oficina de su patrón y lo encañonaban. Vio eso y supo que en ese momento no habría nadie capaz de controlar los ánimos. Y más que eso: en esas situaciones límite era muy fácil que alguien se le fuera un balazo de una pistola sacada quién sabe de dónde; nadie sería responsable, simplemente la culpa la tendría la multitud.

Vio eso y, armado de una Uzi, enfrentó al grupo. Le bastó con dispararla al aire, para que la gente se replegara. "Para entrar primero me matan, pero antes me llevo a veinte de ustedes", les había dicho, porque esta tarugada dispara veinte balas por segundo" y disparó una vez más al aire; los hombres notaron tal decisión en sus palabras que ninguno tuvo el valor para dar el primer paso. "Ese paso se llama el paso de la suerte", había comentado más tarde cuando su segundo le preguntó si de veras habría disparado. "Tú dirás", y le puso el seguro a la Uzi.

Ya eran los únicos en el restaurante. Las mesas en torno habían sido despejadas de los servicios y ahora lo único que quedaba era un mantel color aguamarina. Y las sillas alrededor como esperando a comensales invisibles.

-Mi amor, vámonos -le dijo la mujer. Él se volvió a mirarla, Y ella se sorprendió. Porque lo que vio fue la mirada de un muchachillo indefenso. De un joven escuálido sin posibilidades de sobrevivir. No era la mirada que ella había esperado ver, de rabia o furia reprimida. Ciertamente, los ojos se encontraban atrozmente enrojecidos, las pupilas dilatadas acuosas; pero había ahí algo que ella no pudo entender, que escapó a su comprensión. Como si estuviera con otro hombre, y no con quien venía saliendo desde hacía casi un mes; como si algo terrible y poderoso lo hubiera cambiado aun en contra de su voluntad. ¿O sería ella?, se preguntó. ¿A lo mejor había tomado más de la cuenta y ahora veía cosas que no eran? Tal vez sí, seguramente era eso. Porque un hombre como ese que estaba a su lado, que traía una metralleta debajo de su asiento y que había conocido la vida por arriba y por abajo desde que era un adolescente no podía cambiar así de la noche a la mañana; no podía sacar esa mirada de la nada. Así, sin más ni más. Entonces era ella. Claro que era ella, se dijo, y suspiró aliviada. Ya sólo restaba pagar la cuenta.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/Oct/99