Chichita Pa' Alegrá la Vida

"De noche, amada, amarra tu corazón al mío
y que ellos en el sueño derroten las tinieblas
como un doble tambor combatiendo en el bosque
contra el espeso muro de las hojas mojadas"
Pablo Neruda

Marco Minguillo

La maquinilla que divide el día en horas, minutos y segundos, y de la cual dependemos obsesivamente en estos "tiempos de modernidad", empezó a pipear enloquecidamente. Repentinamente abro los ojos, dirijo la mirada hacia mi costado izquierdo y ésta, continúa pipeando. Al mismo tiempo que la cojo para desactivar la alarma, Annika despierta, bosteza y todavía con los ojos a medio abrir, salta de la cama con sus pies desnudos y se encamina hacia el baño.

Pedro y Pancha, nuestros dos pericos, brincan sobre la jaula y empiezan a agitar sus alas. Hilillos de luz solar se filtran a través de las persianas. Continúo acostado, todavía no deseo desprenderme de esta cómoda e inmensa barca.

Escucho que Annika se está duchando. Los pájaros ya están volando sobre mi cabeza. Dan uno, dos, tres vuelos en círculo y se posan sobre las cortinas del dormitorio. Es fascinante el contraste, entre el amarillo encendido de éstas, y el azul y cenizo, con puntillos negri-blancos, de estos plumíferos. Inician su canto mañanero. Se oye el acostumbrado freno del bus que, recoge pasajeros frente a la casa.

Parece que mi "petisa" - así le digo de cariño a mi compañera - acabó de ducharse y se debe estar secando con una toalla larga, amarilla, como manta de desierto. Me resulta fácil imaginármela.

Ahora, acomodo mi cabeza sobre la almohada, levanto mis brazos hacia atrás y coloco mis manos tras la nuca. Observo el color blanco del techo y la circular lámpara que cuelga de él. Me quedo así un largo rato. Pienso. Pasan cosas curiosas dentro de mi cabeza, ingreso en un mundo mágico. Son lugares y rostros llenos de color, situaciones cortas e intensas, imágenes que añoro. No sé si los recordé a través del sueño en esta madrugada o están tan dentro de mí, que son ya parte de mi pensamiento cotidiano. No lo sé.

Oigo que ella enciende la radio, noticias en sueco, y prepara su desayuno. Se alista para ir al rutinario y asfixiante trabajo. Desde aquí puedo oler el aroma del café, que viene de la pequeña cocina. Mientras que los plumíferos continúan haciendo giros en el aire y cantando, bueno, para nosotros, ellos cantan, tal vez para los vecinos, ellos sólo espantan los oídos y nada más.

Hoy, no tengo muchas ganas de ir a la "es- cue-la". Me siento muy estresado, algo así como pez en tierra, con ese curso de "idioma para extranjeros". No, no quiero ir, prefiero quedarme en casa, gozar de esto y de los recuerdos, lo otro después.

Fue un domingo por la mañana, el calor era intenso y se escuchaba que los niños jugaban en la calle, voces de gente que pasaban charlando amenamente y parecía que se dirigían hacia el mercado. O tal vez, hacia la plaza del pueblo que, tenía una pequeña pileta en el centro, desde donde fluía agua fresca y con algunas bancas de madera a su alrededor, en donde la gente acostumbraba a sentarse y socializar bajo las sombras de los grandes y portentosos algarrobos. Otros, se estarían dirigiendo hacia la iglesia, de estructura colonial, con claros signos de influencia medieval española, ubicada en una de las laterales de la plaza.

Con la ansiedad del ave que quiere dejar la jaula, contesto: ¡Claro compadre!, y con el rostro excitado y agitando las manos, continúo: -Necesitamos salir, vamos a caminar un poco, pero manejando las condiciones del lugar, ¿te parece bien?

-Claro que sí -contesta, y con entusiasmo prosigue diciendo: nos confundiremos entre el mar de gente que se moviliza por estas pequeñas calles. Es día de fiesta y hay que disfrutarlo.

-Ya compadre, no exageres tanto -le recrimino, pero al mismo tiempo le entrego mi sonrisa.

Dejamos la casa y nos zambullimos entre la gente sencilla y morena que iba y venía por aquí y por allá. Hombres y mujeres, vestidos con ropa ligera, otros con sombrero de paja y sandalias, algunos cargando bolsas con frutas y verduras. Niños pateando una pelota hecha de medias viejas. Arrieros con burros cargando leña, parecía que se dirigían hacia el mercado. Seguíamos caminando, disfrutando, sudorosos, pero siempre alertas ante la presencia de alguna "batida", que realizaban esos grupos de uniformados, seguidores del Tercer Reich.

Eran calles angostas, con casas de adobe, una seguida de la otra, cuyas fachadas tenían por lo general, una puerta y una ventana. El casco urbano del pueblo era sólo una veintena de cuadras. A su alrededor se apreciaba el campo esplendoroso, con sembríos predominantemente de maíz y arroz. Los árboles de algarrobo eran infaltables, al igual que las sandías y los pacaes.

Caminábamos hacia el mercado, pero nos desviamos hacia otras callejuelas ya que había camiones militares estacionados a la entrada de éste, y cuyos miembros, estaban "pidiendo" documentos de identidad, con la "delicadeza" que siempre los ha caracterizado. En la parte trasera de los elefantes verdes con ruedas, como ganado en corral, se veían rostros angustiados de hombres y mujeres, principalmente jóvenes, a quienes habrían detenido, para luego trasladarlos hacia cuarteles de donde nunca más retornarían, y a quienes mañana, la prensa llamará: "desaparecidos".

Nos alejamos y alejamos, gente y más gente. Nos sentíamos seguros y con vida en medio de ellos. Ya estábamos sedientos y el calor flagelaba. Hasta que como por arte de magia llegamos a la puerta de lo que era un inmenso corralón. Paredes igualmente de adobe, el techo estaba elaborado de paja tejida en forma de grandes rectángulos que, reposaban sobre vigas gruesas de algarrobo. Entre rectángulo y rectángulo, se filtraban los rayos del gran Inti, iluminando este campestre lugar. Sobre el piso de tierra apisonada, se levantaban rudimentarias mesas y bancas de madera. Estaban distribuidas por todo el local. Encima de cada mesa y en un "poto" de calabaza había la infaltable cancha, el maíz tostado, el alimento de los dioses. Sin pensarlo dos veces, ingresamos al lugar.

-¡Buenos días! -dijimos ambos.

Con voces que venían de las diferentes mesas, contestaron estruendosamente: -¡Buenos días!

Había pocas mesas vacías, elegimos una de ellas y nos sentamos. Nos observaban, sentimos eso algunos segundos, cuchicheaban entre ellos. Luego el ambiente continuo normal, como de costumbre en ese lugar, "picando" pescado fresco en trocitos, encurtido con limón y sazonado con ajíes del color de los campos de primavera y bebiendo chicha. Instantes después, se acerca una mujer de avanzada edad, con trenzas que caían sobre su espalda, tenía además, una falda larga, negra y con bordes de florecillas amarillas, pies descalzos y con una botella de chicha en una mano y dos vasos vacíos en la otra. Su rostro surcado de arrugas mostraba claros signos de la vida dura en el campo. Dibujándonos una contagiante sonrisa, dice de un sólo tirón, casi sin respirar:

La mujer, se dirigió hacia un rincón del local y desapareció tras una pared de paja tejida. Sacamos el papel y la pequeña envoltura de plástico que, estaban amarradas sobre el pico de la botella y, los cuales, funcionaban como una artesanal tapa. Luego, llenamos nuestros vasos con esta bebida de maíz, amarillenta y revitalizante.

Así, la señora de trenzas largas y de pies descalzos, iba y venía con "potos" de cancha, piqueos y botellas de chicha. En el mismo lugar, se escuchaba que algunos comensales cantaban y se acompañaban rítmicamente, golpeando los bordes de las mesas, con sus gruesas y cuarteadas manos. Esas manos, que siembran toda la vida, en tierras que no son de ellos y, cuyas cosechas no van a sus estómagos, ni a la de sus hijos.

Conversamos y bebimos largas horas. Ya era la décima vez que me dirigía hacia ese improvisado urinario, que estaba ubicado en un rincón del corralón.

El calor había disminuido y corría un poco de viento. Los niños continuaban jugando en las callejuelas del pueblo, algunas personas caminaban, otras conversaban paradas en las puertas de sus casas, se escuchaba bullicio, pero en el interior de algunas de ellas. ¿Serían reuniones familiares o de amigos? -me pregunté. Claro -me dije- es domingo y, así funcionan los pequeños pueblos en nuestro país.

Después de caminar algunas cuadras, llegamos a la casa en donde estábamos alojados. Desde fuera, se percibía el inhabitual silencio del interior. Podíamos sentir la caricia suave del viento sobre nuestros rostros. Los dos perros de la casa ladraban a lo lejos, parecía que se encontraban en el patio. Abrimos la puerta y el interior continuaba en silencio.

Luego de cerrar la puerta, caminamos por un largo corredor con paredes de adobe que, llevaban hacia el comedor de la casa. Todo en silencio. Sólo los perros continuaban ladrando en el patio.

-Es curioso este silencio -pensaba, todavía con los estragos de la chicha. Tras de mí sentía los pasos de mi hermano que me acompañaban. Llegamos al comedor y no había nadie. Atravesamos éste y estábamos llegando a la entrada que unía con la pieza de la cocina. Hasta que en esos instantes, súbitamente, vi rostros conocidos, el ambiente se llenó de carcajadas y se arremolinaban a mi alrededor, me saludaban, me abrazaban, me llenaban con su calor. Y yo, sorprendido, no salía de mi asombro. Familiares y amigos se habían reunido para ese día, a pesar de las condiciones difíciles de ese entonces, y me dieron una grata e inolvidable sorpresa. Los dueños de la casa, gente humilde y solidaria, hasta habían preparado una suculenta comida, con los pollos y patos que, con tanto esmero criaban.

Como la lluvia de verano, ese día, lloré. Lloré, pero de alegría, al percibir el calor humano de gente de pueblo que, te tiende incondicionalmente su mano hermana. Lloré, al sentir, que ellos estaban conmigo en tiempos de calma y de tempestad.

Ese día, bailamos y cantamos, hasta altas horas de la noche. Fueron inolvidables momentos.

Precisamente con esta historia, creo que, había soñado toda la madrugada. Estuve inquieto, me movía en la cama de un lado para otro. Iba al baño, orinaba de a chorros, y retornaba a seguir soñando. Y ella, en los brazos de Morfeo. Es por eso que, no quise ir a la escuela. Es por eso que, ahora estoy aquí, sentado, al lado de la pequeña mesa que empleamos para comer y escribir. Tengo la radio encendida, estoy bebiendo una taza de café y trato de escribir estas líneas, que son para mí, como estallidos de luz en tiempos de obscuridad.

Este relato fue publicado en la Revista Cultural A Quien Corresponda, México, febrero de 1999, por recomendación del jurado en el "I Concurso Internacional del Cuento A Quien Corresponda".


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/Nov/00