Entre amazonas

Emiliano Pérez Cruz

No se le ocurrió a Fidel -aunque a él le quien interesaba llegar temprano a su trabajo- sino a Evelia, su mujer. Por lo general salían, ella descendía en la estación del metro Pino Suárez y transbordaba hacía la estación Allende, luego caminaba por la calle de Tacuba hasta la tienda de ropa íntima donde era empleada de mostrador.

Fidel tenía que ir hasta el metro Tacubaya, transbordar y bajarse en San Antonio, marcar tarjeta antes de entrar al supermercado y cumplir las horas de rigor para ganar el salario.

Pero más que otras veces, el insomnio hizo presa a su persona; en reiteradas ocasiones el jefe de personal amenazó con despedirlo si continuaba llegando tarde. Cómo tardaba en acudir a los llamados de Evelia para que despertara, se diera un baño mientras ella arreglaba a los chiquillos, y los llevaba a casa de su madre para que los mandara a la escuela. Regresaba y Fidel apenas estaba en la primera enjabonada.

Salían corriendo, aceptaban irse encuclillados en el pesero y desesperaban ante la tardanza para que los dejaran entrar a los andenes del metro Pantitlán. De pilón, Evelia tenía que viajar con él en la sección de hombres, aguantando los frecuentes manoseos para que su marido no fuera a echar bronca y resultara golpeado.

Pero Evelia hablaba de dientes para afuera: si dejaba solo a Fidel -había pasado en otra ocasión- era capaz de quedarse dormido y con una falta más lo pondrían de patitas en la calle: estaba advertido.

Así lo hicieron, y para que los policías no sospecharan pasaban por diferentes entradas. Fidel empezó a reconsiderar su actitud respecto a las supuestas comodidades que el vagón de las mujeres ofrecía a las viajeras subterráneas.

Ni hablar: de los males, el menor. No iba exponerse a regresar sola, aburrida y cansada entre puros hombres, aburrida y cansada cuando todavía tenía que llegar a bañar a los chamacos y dejarles todo listo para su ida a la escuela.

Aunque menores, las dificultades para llegar hasta el andén eran casi las mismas en la sección de mujeres, el abordaje del convoy se les facilitaba y no faltaba la señora acomedida o alguien que se prestara a cargar al bebé (era en ocasiones como esa en que Fidel sudaba como un condenado), alegaba que no, que era muy sensible y que podía despertarse y luego quién lo calmaba, que tenía que llevárselo a su mamá para que le diera la teta y que luego lo traería de nuevo a la casa y así otra vez, hasta que cumpliera con el amamantamiento cotidiano de rigor.

-Huy, pus qué mamón... el chamaco, no usté - llegaron a decirle.

Evelia, haciéndose pasar por una pasajera más, le hacía plática hasta Pino Suárez, donde bajaban los dos, cuidaban que nadie los reconociera, entregaba el bulto y regresaba a esperar el siguiente tren.

Una de las cosas que más llamaba la atención de Fidel, era la diversidad de aromas. En el vagón de los hombres (por lo general), llegaba el olor a pies sudados, a cuero de zapatos baratos remojados, a sudor rancio y a grasa del cuerpo envejecida:

El truco del muñeco funcionaba (y lo ponían en práctica cuando el tiempo apremiaba de verdad). El miedo inicial que sentía Fidel fue superado y por medio de miradas se comunicaba con Evelia, que en ocasiones quedaba en la siguiente puerta debido a los empellones. Se divertían de lo lindo, y más que el tratamiento que Fidel iniciara a base de yerbas comenzó a surtir efecto hasta derrotar el insomnio que lo aquejaba.

Ya no andaba como zombi, con los ojos enrojecidos y la presión alta; le ayudaba en los relampagueantes quehaceres matutinos a Evelia, y salían con el muñeco cuidadosamente arropado, no le fuera a dar un aire. Cuando veían que los pasillos estaban desahogados buscaban un rincón para ocultarse de las miradas y guardaban el muñeco en una bolsa de plástico.

-Veras, como un día de estos se nos ahoga- bromeaba Evelia y entraban al vagón siguiendo las instrucciones del marido: pasas de costado y rapidito para que te acomodes en la puerta y ya sabes, de espaldas a ella si no quieres que te trasteen.

No se piense que por las comparaciones que hacían, Evelia disfrutara del trayecto hasta la estación de trasbordo. En no pocas ocasiones llego al baño de la tienda a vomitar y ponerse unas hojas de yerbabuena en la nariz, para despejarla del rudo aroma afianzado a su olfato.

Fidel caminó de prisa para no perder de vista a Evelia. Llegó hasta el anden pero le tocó una puerta más atrás que a su esposa, y para colmo de males con aquella anciana de agradable apariencia pero humor de los mil diablos.

-Tú y tus ocurrencias -recriminaba Fidel a Evelia mientras recibía toques de mertiolate en los rasguños recibidos; sentados en una banca del jardincillo ubicado en Izazaga y Pino Suárez, comenzaron a reír.

Decidieron no ir a trabajar e irse a un café de chinos.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 05/Ago/00