Cristal

Amir Valle

El muchacho se puso el dedo sobre los labios. Ella hizo silencio y dejó de mecerse en el balancín. El caminó de puntillas hasta el centro de la sala y redujo el volumen del televisor. Volvieron a sentir el toque. Bajo. Indeciso. Y se quedaron aún más quietos.

-Ya se fue -dijo él al poco rato, después de pegar el oído a la puerta.

-¿Era él?

-Seguro -contestó y fue a subir el volumen del televisor -. Nadie más toca así.

-Es como si tuviera miedo.

-Ese no sabe qué es eso. Si está como está es por hacerse el héroe. Ahora que se joda.

-Pobrecito, ¿no crees? -dijo ella y se miró los muslos. Tenía las piernas cruzadas sobre el balancín.

-Nada de pobrecito. Jode mucho. En este edificio yo soy el único que lo trata. Los demás se le esconden. Y entonces toda la jodedera me toca a mí.

-Se sentirá solo, ¿verdad?

Él acercó un sofá y se sentó a su lado. También subió las piernas y las cruzó. Después miró por la ventana del balcón hacia afuera.

-Por eso nunca abro el balcón. Lo vio abierto y supo que yo estaba aquí.

-Debe ser terrible estar así... y tan solo, ¿no crees? -volvió a decir ella.

-El que por su gusto muere...

-El no está así porque quiso...

-Lo mandaron y tuvo que ir porque era militar. Hasta ahí está bien, pero de eso a hacer lo que hizo va un buen trecho. Tráeme agua, ¿quieres?

Ella volvió con un vaso. Ahora en el televisor ponían un spot con una consigna sobre la nueva sociedad y los esfuerzos. Lo escucharon en silencio. Él, tomando el agua a sorbos espaciados. Ella de pie, esperando a que termine con el vaso.

-Es que ahora nadie está para ser paño de lágrimas, ¿entiendes? -dijo él-. Los tiempos son muy duros para ocuparse de líos ajenos y la gente tiene ya bastante con los suyos. Por eso se esconden.

-Tú también te escondes. Y él vio en ti su único amigo.

-Cara me ha costado esa amistad. ¿Recuerdas cuando tocaron la otra noche? Era él. Quería un cubo de agua para bañarse.

-Él ahí no tiene ventilador. Apenas tiene muebles. Seguro se ahogaba de calor y así no hay quien duerma -replicó ella y se tomó el poco de agua que el muchacho había dejado.

-Eran las dos de la madrugada, Meisel.

Ella fue hacia la cocina y se puso a fregar el vaso. Por la ventana del patio entraba un aire frío que estaba a punto de apagar el fogón y tuvo que cerrarla.

-Debe ser triste desfigurarse la cara así, ¿no crees?

-Nadie lo obligó a abrazarse a esa bomba.

Ahora él se balanceaba lentamente y miraba hacia el edificio de enfrente. Más allá, en un descampado, unos muchachos jugaban al fútbol. La tarde comenzaba a hacerse oscura.

-Seguro que lo hizo para salvar a los otros que iban en el camión. En la guerra pasan esas cosas. Me da lástima, ¿sabes? Se ve tan jovencito.

-Nada más falta que te enamores de ése -dijo él, todavía mirando afuera-. Tiene diecinueve años; puedes hacerle un tiempo.

-No juegues con esas cosas, ¿quieres?

-¿Pero no te da lástima? Dale un chance. Yo le doy una medalla a la que le meta mano a esa cara. ¡Gánatela!

-De todas formas, lo atienden... -comenzó a decir ella.

-Cuando se acuerdan. Y con esas atenciones no pagan que ahora todos lo aparten como a un leproso. Ni que esté frustrado hasta con las mujeres. Le hicieron mierda la vida por un ideal que no le pertenecía.

-No empieces otra vez. Quedamos en no hablar más de eso. Nunca nos ponemos de acuerdo.

Otra vez tocaron a la puerta. Un grupo llenaba la sala desde la pantalla del televisor con un rock duro y él miró al techo y se cagó en su madre en voz baja. Se metió en el cuarto y le indicó a la muchacha que abriera la puerta.

Cuando abrió, el hombre movía su silla de ruedas de regreso hacia la puerta de su apartamento.

-¿Samuel está? -dijo, virando el cuerpo hacia ella.

-Sa-salió -tartamudeó la muchacha, apenas sacando la cabeza-. Creo que fue al trabajo a buscar unos papeles.

-Está bien -respondió el hombre-. Dígale que yo lo veo después.

Cerró la puerta y se quedó parada mirando los mosaicos. El muchacho vino y la abrazó por la cintura y la levantó del piso por un rato. Se besaron así y ella fue resbalando lentamente hasta poner los pies en el piso. Él la empujó hasta el sofá y empezó a besarle el cuello. Ella miraba hacia un rincón impreciso del techo.

-¿Qué te pasa, chica? ¿Te llenaste con lo de ahorita?

-Ese hombre -dijo ella-. Me da lástima.

Él se incorporó de golpe y fue a sentarse en el balancín. En el televisor un cantante sacudía la guitarra y salía mucho humo del suelo. Él volvió a mirar afuera.

-Nada más a mí me ponen un loco frente a mi casa -dijo.

Ella fue a sentarse en el brazo del balancín y le pasó la mano por los hombros.

-¿Sabes? -dijo después-. Tenía una lágrima en esa mejilla.

-Ese ojo es de vidrio, Norma. Te equivocaste.

-Te juro que la vi. Cuando me vio abrir, se la secó con una mano. Estaba triste, Samuel.

-Y dale con lo mismo -dijo él-. ¿Por qué iba a estar llorando?

-No le ibas a abrir...

-Por eso nadie llora. A lo mejor fue el brillo de la luz. O una gota de sudor. Seguro te equivocas.

-No -dijo ella-. Aquello era una lágrima.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 11/Ene/03