Miedo

¿Y si existe Dios... ?

Amir Valle

Horacio nunca había creído en Dios. Por eso, la tarde en que descubrió a la muerte sonriéndole en la puerta de su cuarto se resignó a decir un adiós marchito a todos los presentes. Una mano extraña vino a cerrarle los ojos y entonces la oscuridad lo cubrió todo durante mucho tiempo.

Supo que no había hecho con su vida todo lo que pensó hacer y sintió en el pecho, prendida con la testarudez de una medalla, la incertidumbre de ser un papel más que se iría tornando amarillento bajo el mar de pequeños agujeros grisáceos de las polillas en algún archivo del registro de defunciones. «La vida es como un miedo», pensó. Y se volvió a decir que la vida era un miedo, sí, una terrible monotonía de gestos, un camino que no ofrece alternativas y está marcado con un nombre, un gran laberinto de caminos que se cruzan y se separan para perderse todos en el espacio que marca el horizonte.

Por eso no había encomendado su alma a nadie y creía en sus ojos más que en todo. Lo que veía era cierto; lo otro, una simple mentira que podía apagarse en un momento y renacer después si se pensaba en ella. Era simple. No valía la pena inventarse un Dios, adorarlo con una predilección cercana al sufrimiento y después convencerse de que todo era falso: nada había en el cielo salvo nubes, aire, espacio abierto y libre y estrellas solitarias y apagadas aunque desde la tierra se les viera la luz que en realidad no existe.

Las sombras lo cubrieron. La quietud de su cuerpo le pareció extraña. Había mucho frío.

Pudo sentir el aire y supo que avanzaba: el aire bate de una forma particular en el rostro cuando se avanza. Y sintió que caía como en sueños hacia un abismo hondo que lo halaba y lo halaba a lo profundo, que le metía en el pecho un gran vacío, un deseo de que todo acabe pronto y hasta de abrir los ojos.

Entonces lo vio, parado entre dos puertas inmensas: una dorada de grandes resplandores y otra grisácea y cenicienta. Y le bastó una mirada para saber que aquella no era su puerta. Todo hombre siempre tiene una puerta por la cual se pierde muy confiado sin preguntar el rumbo. Además, daba miedo.

«No pensaste encontrarme, ¿verdad?», preguntó Dios, y Horacio sintió que sólo existían ellos dos, y que todo era silencio. Pensó que soñaba, pero no; recordó que los muertos nunca sueñan y él estaba muerto.

Y allí estaba Dios. Horacio creyó ver un tic nervioso en su ojo izquierdo: un gran ojo sin imágenes allá en el fondo.

«Pero estoy aquí», le explicó Dios, «y ahora tú piensas que es mentira, un sueño, que no existo. Siempre lo has pensado. Aún lo piensas. Pero tu cuerpo debe estar ya bajo tierra y no interesa. Esa parte le toca a los humanos. Importa tu alma y ahí estás. Tú eres tu propia alma y mírate a mis pies».

Horacio no pudo saber entonces por qué Dios le parecía inmenso: Desde que lo había visto, Dios estaba de pie y él, arrodillado. Y mientras se acercaba lo veía crecer, pues las cosas miradas desde abajo parecen lejanas y grandiosas.

«¿Qué hiciste con tu vida, Horacio?», preguntó. «Vagaste por los años como si no importara más que lo que tocabas o hacías. No importaba Dios; él no existía; él era simplemente una ilusión de estúpidos. No pensaste que podrías ser tú el estúpido. No buscaste un refugio en lo ideal en tus momentos duros. Y siempre hay que escapar de la realidad, aunque sea un momento. Tú, tan materialista, no pensaste que lo soñado existe a veces. Y esos pobres me sueñan y no saben si en realidad existo. Pero creen que existo. Y lo que el hombre cree es realidad, Horacio, aunque sea para él solo. Y en eso no pensaste, tú, tan materialista. Ahora estás aquí, como todos. Di por dónde prefieres», y señaló las dos puertas a su espalda.

Horacio prefería la dorada. No tuvo que decirlo. «Así ha sido tu vida siempre, Horacio», dijo Dios, y se perdió en la otra puerta, la sucia y cenicienta, que entonces cobró un fulgor inesperado.

Antes de desaparecer por la puerta dorada, que de pronto se cubrió de grandes manchas oscuras y que había perdido todo el brillo, Horacio no supo responderse si el libro que había mantenido Dios todo el tiempo bajo su brazo era una Biblia. Simplemente se dijo que era muy grueso. «Tal vez El Capital», pensó. Después no supo.


Otro cuento de: Iglesia    Otro cuento de: Olimpo  
Otro cuento del Mismo Autor   
 Sobre Amir Valle    Envíale e-mail
 Índice de temasÍndice por autoresEl PortalLo Nuevo
 MapaÍndices AntologíaComunidadParticipa

 

 

* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 11/Ene/03