El hombre acechado

Ángel Balzarino

A pasos decididos, impulsada por una ansiedad que no le daba tregua, se dispuso a cumplir la cita de todos los días. Obstinada. Con la sensación de reavivar una punzante herida. Es lo único que puedo hacer ahora. Comprendiendo, sin embargo, que era demasiado poco el diario ritual, no sólo para compensar el amor prodigado por él con desmesurada dosis de pasión y entrega, sino también para encontrar una razón, justificativo o mero consuelo para seguir andando por el camino que se presentaba árido y despiadadamente solitario. Verla. Tenerla entre mis brazos. Una vez más. La modesta y ya única pretensión que abrigaba ahora mientras los ojos enturbiados por el cansancio y la fiebre vigilaban obsesivos la puerta a la espera de la figura querida. Sabía que era inútil. Él mismo le había pedido que dejara de visitarlo. Sí. Es lo mejor. Ahorrarle el dolor y el bochorno de verme convertido en una piltrafa. Asumir solo, sin proferir un grito de protesta, la condena de encontrarse postrado en el mísero camastro que le habían asignado en la celda fría y maloliente, ya demasiado débil no sólo para permanecer sentado sino para aferrar un lápiz y escribir algunos de los tantos versos que hubiera querido dedicarle. Ya el único puente de comunicación lo establecía el cesto de comida que todos los viernes ella le hacía llegar como el regalo más precioso, reconfortante, a través del cual pretendía expresarle la dedicación, el amor, la fidelidad. Es un arrebatado. Incapaz de esperar un minuto para tener lo que quiere. Súbitamente había comenzado el acoso de él, primero al pasar todos los días frente al taller de costura donde ella trabajaba y, después, siguiéndola por la calle o cualquier otro sitio. Fogoso. Desbordante. Incansable. Como si se tratara de un juego en que tenía la carta de triunfo, demoró en ceder, en dar una señal de aprobación. Halagada, sin llegar a definir si era por cierta piedad al notarlo tan impaciente y desesperado, o vencida por tanta tozudez, o más bien para relegar el peso de la rutina y la soledad. Impulsados por gusto y afinidades comunes, comenzaron a los encuentros. Cotidianos. Plenos de ansiedad y fervor. En lugares apartados, libres de la curiosa y acusadora mirada de los habitantes de Orihuela. Aprendieron a conocerse a través de los besos dulces y las manos irrefrenables, transformadas en el medio más adecuado para entenderse, escapar a la tediosa chatura de los días, disfrutar con mayor intensidad el placer que anhelaban para siempre. Todo fue demasiado breve. Como si un inesperado huracán hubiera arrasado nuestros sueños. Brutalmente. Un sentimiento de añoranza y desolación solía acometerla cada vez que evocaba aquellos meses en que, enfervorizados y ajenos de cuanto los rodeaba, llegaron a ser verdaderamente felices, antes de sobrevenir la separación y las huidas y el acecho implacable de la muerte. El dolor de cabeza. Acuciante. Grave. Impidiéndole cualquier instante de reposo, lo obligaba a revivir, sin escapatoria, aquel tiempo de la infancia en que a través de los golpes en la cabeza su padre pretendía sofocar las ansias de libertad y obligarlo a cuidar las majadas, repartir leche por el pueblo, realizar otras duras tareas del campo. Sin presentir ni importarle que él sólo anhelaba plasmar en poemas aquello que alentaba como un pájaro impetuoso en su corazón, leer toda la noche hasta quedarse dormido o recostarse con una inefable sensación de gozo y serenidad junto al río Segura. Por fin, en un acto de súbito arrojo, se dirigió hacia Madrid. La única tabla de salvación. Ansioso por vivir sin ligaduras y obtener el alentador reconocimiento por el cúmulo de poemas que representaba su tesoro más preciado. Inútil. Le bastaron pocos meses para ser ganado por la mayor decepción al sentirse perdido en la ciudad hostil y desconocida, sin amigos, acorralado por la extrema pobreza. Llevando a cuestas el estigma de la ruina y el fracaso, debió regresar al hogar pueblerino. Cuando ya se creía aplastado por un muro siniestro, surgió algo. Inesperadamente. Con la gratificación de una suave y alentadora caricia. Ella. La muchacha de profundos ojos negros. Josefina. Sola. Cuando más necesitaba tenerlo a mi lado. Empezaba a sentir la fuerza del hijo que iba creciendo en su vientre cuando la guerra, anunciada con repetidos actos de protesta y beligerancia, lo apartó de su lado, al enrolarse en las filas milicianas dispuesto a defender los valores de la República. La constante zozobra prosiguió a la separación. Sin saber dónde estaba ni si volvería a verlo. Consumida por la espera. Morosa. Interminable. Y nada -ni el desarrollo del trabajo diario, ni la inminente llegada del hijo, ni atender a su madre enferma- lograba cubrir el vacío. Hasta que regresó. Fugazmente. Para dejarme la terrible certeza de haber recibido su última visita. Entonces conocí la violencia y el dolor de la muerte. Allí, en los campos de batalla, junto a las trincheras, en la lucha cuerpo a cuerpo. Y quiso sustraerse a tanto horror. Escribiendo. Durante los escasos momentos libres, robando horas al descanso. Como una forma de reafirmar la vida. Poemas y poemas leídos con voz fervorosa a sus compañeros de batallón, gobernado por el deseo de estrechar más aún los lazos de amistad, de alcanzar una mutua cuota de ánimo y confianza. Hasta que sobrevino el derrumbe. Destrozadas las fuerzas del ejército republicano, comenzó a peregrinar de un sitio a otro, sin tregua, con el creciente terror de verse apresado por manos aviesas. Urgido por la necesidad de estar junto a Josefina y al hijo de escasos meses. Aunque era el lugar menos seguro, regresó a Orihuela. Nada más gratificante que estrecharlos contra mi pecho. Soñar con la posibilidad de vivir juntos para siempre. Imposible conseguir eso allí donde resultaba fácil blanco para sus perseguidores. Prefiero saber que estás vivo en algún lugar y no verte caer muerto a mi lado, le confesó ella un día, desolada, sin poder soportar ya la situación de permanente inquietud. Sí. Tal vez sea lo mejor. Hasta que desaparezca el peligro. Pero tácitamente ninguno llegó a creer demasiado en eso. Alcanzar un estado libre de sobresaltos les resultó una meta muy lejana. La inevitable separación tuvo un carácter desgarrador. De nuevo solo, deambulando como un paria, sin encontrar el amparo de una mano amiga ni un intimo hueco para guarecerse, abrigó el deseo de abandonar el país. Pasó por Sevilla y Huelva, pero al llegar a la frontera portuguesa las sombras tantas veces presentidas se materializaron en rostros tallados en piedra y manos imperiosas y fusiles cargados de amenaza. Esporádicamente le llegaron noticias sobre el lugar donde se encontraba él: la Prisión Celular de la calle de los Torrijos, las cárceles de Palencia y Ocaña, finalmente el reformatorio para adultos de Alicante. Allí pudo verlo, a través de las rejas del locutorio, todos los viernes. Como si fuera otro hombre. Quebrado, esforzándose por hilvanar las palabras, sin ánimo para esbozar la sonrisa tan espontánea y habitual en otro tiempo. Impotente para brindarle una ayuda. Deseando romper las rejas y apretarlo entre mis brazos, cubrirlo de besos hasta devolverle las fuerzas y la alegría. Inútil. Lo supo con abrumadora violencia ese viernes que no le permitieron verlo y ni siquiera aceptaron que dejara, como era habitual, el cesto lleno de comida. Mi cabeza. Convertida en codiciado trofeo. A lo largo del torvo itinerario de prisión en prisión, los guardias se habían confabulado en centrar allí -como lo hizo su padre muchos años atrás- la mayor reciedumbre del castigo, sin duda por considerar lo más delicado e importante, lo que necesitaba preservar tanto para resistir los interrogatorios y los golpes como para volcar en el papel el torrente de palabras que expresaran sus anhelos, desilusiones, bronca, rebeldía, soledad. Han logrado su propósito. Abatirme. Reducir cualquier atisbo de protesta. Impedir la expresión del más pequeño de mis sueños. Y por eso el hecho de transformar la condena a muerte en una pena de treinta años de reclusión le parecía el fruto de una broma macabra, despiadada, como si ellos -los carceleros ya convertidos en dueños de su vida- le hubieran concedido la gracia de tener esperanza, de creer que podría sobrevivir tanto. No. Resultaba absurdo dejarse encandilar por semejante idea. Sobre todo a partir del día en que, incapaz de moverse para ir al dispersarlo, el médico comenzó a atenderlo en la celda. ¿Cuántas veces volveré a ver la luz del día? Y el hálito de vida que se escabullía brutalmente quería ocuparlo en pensar sólo en ellos, Josefina y el hijo, como una instintiva forma de darse ánimo, pero también dominado por la certeza de que esas presencias querida le pertenecían cada vez menos. Sí. Han logrado despojarme de las cosas más sentidas. Aquellas que justificaban una razón para vivir. Y esa mañana, cuando ya el menor movimiento le exigía un esfuerzo sobrehumano, sintió el impulso le escribir algo de todo eso que le martilleaba la cabeza. Con mano temblorosa, en garabatos casi ininteligibles sobre el papel arrugado. ¡Adiós hermanos, camaradas, amigos: despedidme del sol y de los trigos! Se detuvo al fin, agitada, y quedó contemplando el pequeño rectángulo de mármol con una mezcla de dolor e incredulidad, todavía sin poder aceptar el hecho de que él se encontraba allí. Después, con gestos mecánicos, desenvolvió el ramo de flores. Sí. Lo único que puedo hacer ahora. Como cada día, en un acto que llevaba implícito una dosis de pesadumbre, desamparo y, sobre todo, amor, colocó los claveles junto a la lápida donde solamente se leía "Miguel Hernández, poeta".


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 03/Jul/04