Al son de la guitarra

Erika Mergruen

Enredado en el tráfico, se encaminaba, como otros días, a su casa después de la jornada de trabajo. Los recuerdos habían entrado en estampida mientras se dirigía a la estación del metro. Eran las seis de la tarde.

-Eugenio, a veces es mejor dejar guardados a los fantasmas en el clóset, echas cerrojo y te tragas la llave.

-No José Juan, para invocar a los vivos, hay que invocar a los muertos.

Aún bailaban frente a sus ojos las cuartillas de computadora que Eugenio le había entregado junto con un café aromático y ligeramente amargo.

-Lo trajeron los compañeros corresponsales de Chiapas. ¿Aguanta, no?

Dos meses antes alguna opresión interna lo había incitado a contarle la historia sombría que había callado durante 24 años. Eugenio, pasante de periodismo, le había pedido su autorización para hacer una crónica con su historia.

-Es mostrar la injusticia a las nuevas generaciones. Es tratar de guiar nuestro destino hacia lugares más cuerdos.

-La justicia es un monstruo insondable y pérfido, Eugenio. En cuanto al destino, cuando te encuentra ya te jodiste.

En 1975 mi colaboración con la Liga cambió mis sentidos irremediablemente. La colaboración, si así se le puede llamar, consistió en prestar una noche la imprenta que yo había heredado de mi padre dos años atrás. El Flaco, al cual conocía desde niño, había sido uno de aquellos estudiantes que, en aquella noche de octubre del 68, habían regresado de Tlatelolco con la cabeza y el alma descalabradas. El era el brazo derecho de uno de los líderes de la Liga. Eso lo supe después. El Flaco me pidió mi imprenta y yo accedí. Durante siete años todos los mexicanos bajamos la cabeza y seguimos con nuestros quehaceres y deberes. Le dije que sí al Flaco para sentirme menos cobarde.

Me interceptaron a dos cuadras de mi casa. Me cubrieron el rostro con una chamarra que olía a tabaco corriente y me arrojaron dentro del coche:

-Ya te jodiste cabrón. Ahora te toca cantar, rojillo maricón.

Me llevaron a La Casa de la Risa, así le decían ellos. Me metieron a un cuarto con las paredes descascaradas en las cuales se adivinaba el remoto color amarillo. Me golpearon. Querían saber dónde se escondía el jefe del Flaco. Casi me ahogaron en una palangana llena de agua turbia y maloliente -ahora sí te vas a quebrar hijo de la chingada.

Mi cuerpo era una sonora palpitación; un desnudo, húmedo, enrojecido y amoratado cuerpo. Entonces llegó el de la cicatriz, supongo que de rango superior porque todos se le cuadraron y le dijeron Señor. Un hombre maduro, muy alto (o tal vez no pero desde mi silla todos eran cíclopes rabiosos). Era delgado, pero correoso como esos perros callejeros que han aprendido a sobrevivir. Se inclinó y viéndome a los ojos dijo:

-Mira, carnal, déjate de estupideces, nos dices lo que queremos y te vas a tu casita a merendar y todos contentos. A ver Coyote, pásame la cuerda, les voy a enseñar a trabajar, ¡inútiles!

Ahí estaba parado el Señor desenredando una cuerda delgada, brillante, tersa. Yo observaba, sus ojos absortos y su cicatriz la cual escurría de su ojo hasta formar una absurda figura de corazón en el pómulo. Su cicatriz que brillaba sonrosada.

Con la cuerda me amarró el escroto, cada mano sostenía un cabo:

-¿Sabes qué es esto? una cuerdita de guitarra. Ahora sí, tú cantas y yo tocó el son...

Tiró. Le grite que no conocía al jefe del Flaco. Grité, aullé. Y mi cerebro comenzó a besar los labios consoladores de la locura. Un ruido seco, como de liga que se rompe me hundió en una irreversible obscuridad.

Desperté en lo que parecía una enfermería. Estuve inconsciente cinco días. Oí una voz: -Ya despertó.

-Qué suerte tienes, no te moriste- me dijo el Coyote. -Además te voy a llevar a tu casa. Ya atrapamos al rey de los rojillos. Ni hablar, al Señor se le fue la mano.

Me dejó a una cuadra de mi casa.

-Y cuidadito con hablar, o la siguiente es tu vieja- dijo al arrancar el coche.

Eran las seis y cuarto de la tarde. El estómago le ardía, el fuego se le subía a la garganta. Hubiera querido correr por la explanada del Zócalo y treparse al asta para gritar toda la rabia, todo el dolor, toda la impotencia que hacía 24 años traía cosida en la entrepierna. Trepar al asta y despertar al águila de la bandera para que le sacara los ojos de la memoria.

Entró a la estación del metro. El andén estaba atiborrado: el colapso natural a las horas de mayor afluencia en un metro citadino. José Juan se escabullía entre los cuerpos, las chamarras, las faldas floreadas y las muecas impacientes de los usuarios:

-Cuando el metro está a reventar, hay que encaminarse al lugar del último vagón.

El dolor imaginario en la entrepierna lo hacía sudar. Levantó el rostro para robar el aire fresco que no entraba por ningún lado. Un brillo sonrosado lo deslumbró. El terror le dilató aún más los poros de la piel. Un terror torcido comenzó a mutar cuando de las profundidades del túnel surgió un rumor. Lo observó, era el Señor. La masa humana del andén comenzó a vibrar. El metro soltó su invocación. Se acercó a su oreja tan sonrosada como su cicatriz: -Báilame este son-. El Señor volteó y la sorpresa arqueó sus cejas.

Juan José sólo ayudó a la inercia de la masa: una anónima y discreta palmadita en la espalda. Cerró los ojos y ajeno a la gritos de espanto de la gente sonrió imaginando los labios de la locura y los testículos del Señor esparcidos por la vía.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/Nov/01