Caballos en la noche

Antonio Ramos

Tienen dos hijas: Victoria, de ocho años y Carmen, de tres. La mayor sacó de Caro la mirada curiosa, el cabello liso y ese aire espigado y frío. La más chica se parece a Manuel y ahora que los veo juntos no sé por qué recuerdo la fotografía que tienen en la sala. Es tan buena como para llevármela a mi casa. A veces pienso en la familia a la que no pertenecí. Si volviera a nacer me gustaría tener hermanas como las hijas de Manuel y Caro.

-Por aquí pasa el caballo -le dice Manuel a Carmen.

-¿En serio?

-¿Soy o no soy tu papá?

-Sí.

-Pues entonces sí pasan. Viene un día sí y un día no. Cruza la barda. Anda, a dormir, mañana lo ves.

Cuando pasan frente a mí Carmen sonríe y apoya la barbilla en el hombro de mi amigo. Sus brazos pequeños y blancos rodean el cuello de su papá. Apenas entran en la casa se cuela por las paredes una intranquilidad que llega hasta mí con la promesa de una noche agitada. Entro a la casa y voy a la cocina. Los platos sucios se amontonan en el fregadero y algunos sartenes están en la estufa, donde la lumbre del piloto azulea, ínfima. Alguien debería meter la leche al refrigerador. Victoria aparece en el vano de la puerta.

-Quiero a mi mamá, ¿dónde la dejaste?

Victoria heredó de Caro ese aire espigado y frío.

Aparece Manuel y la manda dormir. Me quedo en silencio, incómodo. En mi familia siempre tendimos a la evasión. En momentos difíciles lo más fácil era volver el rostro, ignorar lo que pasaba. Eso le funcionó a mis padres. Yo no he podido asimilarlo. Por más que lo intento siempre me quedo con una sensación absurda de culpa, como si estuviera en mis manos solucionar el momento. Pero nada hago.

Saco un cigarro mientras Manuel va al fregadero.

-Mierda, qué puerquerío -dice.

El sabor de las palabras de Victoria no se van con el sabor del cigarro. Es un sabor agrio que se mezcla con otro amargo.

-¿Y eso de los caballos?

Alza la mirada y sonríe mientras hace a un lado los platos y mete la leche al refrigerador.

-Nada. Le digo que a veces en la noche pasa un caballo. Es un pony blanco.

-¿Y cuántas veces se lo has dicho?

-Tres. ¿Dónde esconderá esa puta el jabón? Se largó como las chachas. Carajo, ¿dónde putas está el jabón?

Después de un rato finalmente salimos al patio. Me pide un cigarro. Lo fuma con lentitud, lo prensa en los labios, lo mueve como si fuera un trampolín en la boca; le da fumadas rápidas, firmes, que pronto terminan en una bocanada de humo.

-Estoy viendo si alguien viene a cuidarlas, ya no quiero que venga mi mamá.

Nos sentamos en las mecedoras. Extiendo los pies. A pesar de la noche el calor del día sigue respirando en el patio. La brisa mueve un poco las ramas del níspero. Debajo del techo de la lavandería, colgada en la pared, está la vieja bicicleta de Victoria.

-Pinche calor -dice Manuel-. Voy por unas chelas.

Cuando regresa bebemos.

-Carolina vino hoy -me dice como si la cerveza lo hubiera aflojado-. Quiere ver a las niñas. Le dije: "Ni madres, aquí las dejaste, aquí se quedan".

Manuel lanza el cigarro lejos. Frunce el seño. La colilla dibuja una parábola hasta caer y apagarse. En mi casa estaba prohibido fumar. Una vez llegué oliendo a cigarro y mi padre me dio un cintarazo. "Ya estuvo bueno, jefe -le dije cuando le quité el cinto- ya me cansé de estas pendejadas". De haber tenido hermanos no sé qué hubiera sido de ellos.

El patio de la casa es grande. Manuel quiere quitar la lavandería y poner una mesa de herramientas. Siempre está diciendo que la pondrá. Le gusta componer bicicletas. Hizo la primera de Victoria. Fui con él a comprar el cuadro, los mazos, la cadena, la estrella, el manubrio y los frenos de mano. Iba a ponerle unos frenos de cadena pero a última hora decidió poner los manuales. Estuvimos una tarde armando la bici. De cuando en cuando Victoria venía con nosotros, se ponía en cuclillas y apuntaba las piezas desparramadas. Cuando la noche llegó, Caro vino con nosotros y se sentó bajo el techo. Estaba embarazada de Carmen. Platicamos de la facultad. Había noches en que nos quedábamos hasta tarde en la escuela para terminar los planos. Ordenábamos pizzas. Siempre había café y nunca faltaban los cigarros. Ya desde entonces sabía que Manuel era el tipo de persona buena que puede contarle historias de ponys a sus hijos. Mi padre nunca me dijo sobre caballos en la noche. Con los años aprendí que él era así: callado y violento.

-¿Y qué le has dicho a Victoria?

-Todo. Fui y le dije: "Mija, tu madre nos abandonó". Se lo dije hasta que lloró. No había de otra.

-Sigue pensando que yo tuve la culpa -le digo.

-Ya se le pasará.

Caro me habló noches antes de su huída. Me pidió que fuera a visitarla. Manuel aún no volvía. Apenas llegué me abrazó y comenzó a llorar en mi hombro. No hice nada por alejarla de mí. Entonces apareció Victoria. Se nos quedó viendo sorprendida y preguntó:

-¿Y papá?

No supimos qué contestarle. Caro la mandó a dormir pero estoy seguro que se quedó sentada en las escaleras para escucharnos. Tal vez oyó cuando le dije a Caro:

-Las niñas siempre serán tus hijas. Tienes qué hacer lo mejor para ti. Si no es en esta casa, será en otra.

-Tengo una familia -trató de convencerse.

-Siempre vas a ser su madre. Mejor vete ahora. Tú sabes que cuentas conmigo.

En cierto sentido, sí soy culpable. Victoria salió de las escaleras y nos miró con odio. Caro la mandó nuevamente a la cama y ella comenzó a llorar. Después apareció Manuel. Ni lo sentí llegar. La sombra de él se proyectaba contra la pared y era como ver una persona distinto. Empezaron a discutir y me llevé a Victoria a la cocina. Los gritos nos llegaban claros. Hubiera querido irme o no escuchar; pero los gritos eran tan afilados. Más de una vez quise ir a detenerlos pero me contuve. Los callados nunca se meten en problemas decía mi padre.

-¿Te acuerdas de cuando hicimos la bicicleta?

-Estuvo bien -dice Manuel-. Mírala, ahí está.

Los manubrios tienen unas hebras de plástico que caen como las crines de un caballo. Manuel se levanta y le da vueltas a la rueda trasera. Las chinchillas de plástico en los rayos suben y bajan produciendo un sonido parecido a los palos de lluvia. La rueda gira con más lentitud y nos quedamos como paralizados, pensando las cosas mientras las bolitas siguen con el ruido hasta que la rueda se detiene.

-No estaría mal un conquián -le digo.

-No estaría mal, deja voy por la baraja.

Sacamos la mesa al patio, acomodamos las mecedoras, las cervezas y listo.

-No sé a qué madres vino Caro -dice y acomoda sus cartas en la mano. Luego tira un rey y toma un siete de espadas.

Manuel y yo somos amigos desde la facultad. Antes fui amigo de ella. Estuve ahí cada que tenía un novio nuevo. Siempre me preguntaba qué me parecían sus novios. Todos eran unas mierdas. Asistí a pleitos y me enteré de sus reconciliaciones. Cuando empezó a andar con Manuel me pregunté cuánto tiempo durarían. Les calculé tres meses. Cuando se cumplieron rehice mis cálculos. Así fui aumentando las fechas hasta que un día dejé de contar. Cuando las cosas estaban bien Caro jugaba con nosotros. Antes de cada juego Manuel se rascaba las yemas de los dedos y le decía a Caro: "Contigo tengo suerte". Nada más le decía eso.

Una noche, cuando aún eran novios, se pelearon. Caro me lo contó todo por teléfono. Me pidió que fuera a su casa y como de costumbre fui. Me esperaba sentada en la mecedora. La noche estaba tan caliente como hoy y lo dos sudábamos. A veces pasaban autos en la calle y el sonido de los motores se alargaba en la oscuridad. Eran como las dos de la mañana cuando Manuel llegó. Iba borracho. Quise irme pero Caro no me dejó. Manuel me miró de reojo, como preguntándose qué diablos hacía ahí pero no dijo nada. Después se hincó ante ella. Ha sido la noche más larga de mi vida.

-Me bajo -dice y extiende sobre la mesa dos tercias y una corrida. Yo no tenía juego.

-La vida da vueltas -le digo.

-¿Y eso?

-Nada más. La vida da vueltas. A lo mejor al rato Caro regresa y se hinca así como tú lo hiciste hace mucho tiempo.

No sé qué más decir. Estoy cansado. Traigo nervios. Los siento. Necesito tomarme unas pastillas. Ahorita estaría en la casa pasando los canales de la tele. En la mañana me levantaría como a las seis para llegar temprano a la oficina donde nada saben de estar hincados, ni de caballitos blancos, ni de niñas que te miran con odio.

-Nada más vino a hostigarme -dice Manuel-; por eso te dije que le cayeras, para contarte. Vino en la mañana.

-¿Y qué le dijiste? ¿Con quién está?

-No me importa donde esté. Quiere ver a las niñas. No las va a ver, Paco, no las va a ver. Por ésta que no las ve nunca más.

-¿Y qué te dijo?

-Que me voy a arrepentir. Eso me dijo. Por eso te hablé. No la ayudes. No dejes que se quede en tu casa, no le hables, no le escribas.

Caro. Caro. Una vez me enfermé y ella me llevó flores. Mi papá la trató como si de la realeza se tratara. Le decía "señorita". Estuvo en la casa nada más como dos horas y a cada rato papá iba a ver qué se le ofrecía a la "señorita". Ella estaba bien divertida con eso. Nunca había visto a mi papá tan animado como esa tarde. Cuando ella se fue papá fue hasta el cuarto, se paseó con lentitud y me dijo:

-Mujeres como ella valen la pena. Ojalá no se te vaya.

En la mesita estaban unos dulces que me había traído y un libro.

-Ya le dije a Carlos, a Miriam y a Susana pero me faltabas tú. Eres su mejor amigo y casi también mío.

-No te lo prometo. Déjame pensarlo.

-No lo pienses mucho. Mira a mis hijas.

-Sí, pero...

-No hay pero que valga.

Ahora Manuel es una masa de odio. Lo entiendo. La sombra de la bicicleta parece andar sobre la pared, como un caballo corriendo por una estepa.

-Tengo que irme. Mañana será un día pesado en la oficina.

-Sólo hazme ese favor.

Me levanto. Voy hasta la bicicleta y le doy vueltas a la llanta. Se mueve muy rápido. Las chinchillas hacen ruido. Cuando la rueda termina de dar vueltas Manuel se acerca y le da otro empujón:

-Anda, así es exactamente como quiero a esa puta. Que mire para todos lados sin poderse mover.

La bicicleta parece tomar vida, recobrar el aliento. Cuando Caro se casó le dije a mi padre. Dejó de leer el periódico. Traía puesta una camisa blanca de mangas largas. Se las arremangó y me llamó a su lado. Algo quería hacer aunque nunca supe qué. Su camisa olía mucho a cloro. Me apretó del hombro pero no dijo ni hizo nada más.

Victoria aparece en la puerta. Su sombra se alarga, filosa, hasta nosotros. Tal parece que es una sombra pendiente, una sombra que hiende el aire y me enjuicia.

-Carmen está llorando.

Intenta verlo nada más a él, pero no logra evitar lanzarme una mirada de reojo y hacerme una mueca mientras Manuel va con la niña. Sus ojos arden. El cabello largo le brilla por la luz de la cocina.

-¿Y mi mamá? ¿Dónde está?

-Está allá afuera.

Victoria apoya los brazos en el marco de la puerta. Pasa la punta de la lengua por los labios. Las manos me sudan y tengo sed. Un mechón de su cabello resbala por su frente pero ella lo quita con un movimiento ágil. Estoy pensando cómo llevármela hasta la puerta, qué decirle, cómo lograr que me acompañe cuando su rostro pasa del enojo a la sorpresa y entonces, al veo sonreír, creo escuchar el sonido de unos cascos que bregan en el patio. Su enojo desaparece poco a poco. Su boca forma una sonrisa y conforme sus ojos brillan, creo escuchar el relincho de un caballo a mis espaldas. Mi corazón se agita. Victoria sigue sonriendo y una fiebre repentina me llega a la frente. Siento mis nervios enredados en el la espalda y una mirada, un resoplo animal en mi cuello.

-Mira -dice Victoria.

Todo pasa demasiado rápido y apenas vuelvo el rostro veo cuando se cae la bicicleta. Victoria se ha vuelto a enojar. Por un momento nos quedamos ahí y pienso en mi padre dormido a esa hora en casa; sólo en su casa de dos plantas, redoblado en su silencio. Victoria hace un gesto y me saca la lengua antes de regresar a su habitación.

-Necesito que vayas a la casa por mis hijas -me dijo Caro hoy al mediodía, después del pleito. Lloró más de lo que habló y yo recordaba a cada momento mis palabras: "vas a ser su madre toda su vida". Al final dispuso un plan. Acepté.

-Estaré afuera, junto a la puerta. Nada más ábrela. Tú eres mi amigo.

La rueda de la bicicleta deja por fin de girar a causa del golpe en el piso. Sigo con una punzada en el pecho y me falta aire. Meto las manos a las bolsas del pantalón. Manuel sigue arriba con sus hijas. Cómo se me antoja un cigarro. La puerta de la calle continúa cerrada. Afuera está ella. Voy hasta la mesa y tomo la foto de un portarretrato, la doblo, se me cae al piso. Cuando intento levantarla se cae otra vez. ¿Qué le diría a mi padre al verlo ahí callado, con su silencio estúpido? Cuando salgo no hay luz en la calle. Un coche en una acera enciende las luces altas y las apaga. Como quisiera que no estuviera ella ahí, sino en mi casa, dormida, su largo cabello sobre la almohada de mi cama, pero ahí sólo está un viejo con ojos sin sueño. Como quisiera que en lugar de ese coche que ahora se prende y viene hacia mí hubiera caballos blancos a punto de cabalgar en la noche.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 07/Mar/05
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