El hombre que siempre bailaba con la más fea
Para el Guacho y su pasado glorioso.
Juan José Rodríguez
Martín Ibarra es uno de los tipos más irracionales que he conocido. Su mundo no conoce el orden ni la más mínima armonía. Nunca se peina. Casi no se baña. La cantidad de cerveza que puede entrar a su estómago es idéntica a la de necedades surgidas de su boca en menos de una tarde con su noche incluída. Glotón irremediable, el erupto es la principal rubrica de su saludo y si sus amigos lo hemos tolerado por tanto tiempo, fuera de las horas de oficina en la universidad, es porque nos hace reir con sus ocurrencias. Las habilidades para amenizar la juerga son infinitas: puede abrir cervezas con los dientes, regañar elocuentemente a un mesero distraído, discutir con un vendedor de lotería hasta demostrarle que el sorteo está arreglado, además de convencer al más firme polemista de bar que los gringos nunca pisaron a la luna, Pedro Infante no ha muerto y que Fidel Castro es un androide desarrollado por los soviéticos que ha cobrado vida propia, luego de la muerte del Che Guevara, y que ha dominado la isla por completo. Otra de sus teorías más radicales afirma que Europa no existe y que todo lo que se dice de allá son mentiras.
-Cada vez hay más gente que cree en esto de la luna. Los soviéticos no engañaron al mundo y por eso solo trajeron piedras. En una película se nota como a la bandera la mueve el viento y en la luna eso es imposible.
Martín Ibarra tiene un terrible complejo de inferioridad, aunque algunos dicen que lo que pasa es que en realidad se conoce a sí mismo. Eso se revela a la hora de ir a una fiesta o cualquier salón de baile. Siempre elige bailar con la mujer más fea. Donde quiera que vayamos -una fiesta de presentación, el burdel más desbocado entre el danzón y la guaracha, la boda de algún amigo en el pretencioso salón o la más agreste barriada donde la inercia del alcohol nos haya depositado- Martín siempre sale al quite con el baile. Es todo un galán de los años cuarenta y es fácil imaginarlo en un mundo de blanco y negro, moviendo la cadera al ritmo del cha cha chá. A veces, al observar alguna película ambientada en la revolución mexicana y mientras los protagonistas acometen pasos de brinquito, su imagen se me aparece al instante con estruendo de botellas chocando y, como una rúbrica magistral, el infaltable erupto.
Hace poco la vida de Martín Ibarra tuvo un cambio dramático, gracias a su pertinaz costumbre de bailar siempre con la más fea, a pesar de que en ocasiones alguien le presentase alguna mujer de medio buen ver. Un lunes en la mañana apareció en mi oficina y, como todos los inicios de semana, se debatía con una terrible resaca y la ganas de provocarme para irnos al bar Pau Pau a tomarnos una cerveza. "Una, una.... nada más una y nos venimos", suplicaba con la seguridad de que serían más de tres y posiblemente tantas que nos harían perder la cuenta. A pesar de su su malestar físico, se mostraban sumamente risueño.
Pero esta vez no acepté a la tentación, y al ver derrotada su provocación me pidio un trozo de servilleta, ya que la borrachera del domingo le había dejado el estómago destrozado y necesitaba ir de nueva cuenta al baño, antes de acudir a su terapia alcohólica.
-No sólo estoy grave de la cruda. También tengo gripa anal.
Y procedió a contarme su parranda, luego de volver del excusado, aunque antes hizo un breve recuento a su teoría de bailar con la más fea. Esa práctica tenía rumbo y sentido, no solo se trataba de un complejo de inferioridad llevado hasta las últimas consecuencias. La justificación atesoraba un asombroso sentido común: al emprender la danza con la mujer más fea un mundo de posibilidades se abría de inmediato, muchos más amplio que con una mujer hermosa. La bonita ve al bailarín como el primero de una larga lista a la medida de su ego, mientras que el esperpento en turno recibe al acompañante como la posibilidad de escapar de su mundo bizarro. Sí, la mujer fea siempre estará más dispuesta a correr el riesgo, sobretodo con una autoestima catapultada al límite luego de ser preferida a un decoroso ramillete. Por eso Martín la mayoría de las veces que emprende su viaje termina en la cama con la cenicienta que se atrevió a acceder a su mágico mundo.
- De eso, a hacerme una en mi cuarto, mejor la fea - argumentaba cuando nos reseñaba sus conquistas, aunque fuesen unas tipas pertenecientes al mundo de los arácnidos cuyas monstruosidades hubiésemos podido corroborar la noche anterior. Sin embargo tenía razón: no era infrecuente la ocasión que nos fuésemos derrotados a otro bar o simplemente a un table dance a continuar como voyeurs, mientras el inefable Martín se quedaba en el punto de partida, sentado en un rincón con la medusa del momento, dialogando sobre el futuro de la universidad pública.
El otro argumento no era digno de despreciarse: la fea es más atrevida en la cama. Arriesga más y con tanto entusiasmo que se vuelve sospechosa. Una princesa en la cama solo es una muñeca pasiva mientras que las feas toman iniciativas feroces a la hora de llegar a las artes marciales.
-¿Y qué te pasó ahora, Martín? Te noto diferente - le pregunté mientras se instalaba.
-Anoche descubrí algo que antes para mi fue una abstracción: Dios existe. Ocurrió un milagro.
Su cara, historiada por la parranda, no dejaba dudas de que el acontecimiento había sido glorioso. La satisfacción parecía transpirarle. No dudé en la siguiente pregunta.
-Déjame adivinar: ya no bailaste con la más fea.
Martín sonrió en un conato de erupto, pero en realidad no fue así.
-Nada de eso. Ayer entré a un sitio y bailé con la mujer más fea que encontré. La más fea de todas y con ella pienso casarme. En eso quedamos.
Atónito, le pedí explicaciones:
-Todo comenzó cuando cobré mi quincena. Había una larga fila en el banco del centro y un amigo del sindicato me ofreció ir en su vehículo a una sucursal nueva, allá por la zona turística. Y sí, estaba tranquilo el sitio, pero no quise venirme con él de regreso porque urgía hacer lo que siempre hago al cobrar mi cheque: meterme a una cantina. Claro que la cosa fue difícil, porque ahí no hay cantina, solo bares para turistas, pero decidí darme un lujo.
"Como era media tarde, muchos sitios ofrecían hora feliz, por lo que entré al Mendourri, un lugarcito nuevo con mesas de billar. La luz del sol me deslumbró y al entrar me caí, asustando a un grupo de muchachas que bebían en la barra. Algo gracioso dije y la verdad estuve a punto de irme, lleno de vergüenza, cuando una de ellas vio mis cigarros en la bolsa de la camisa y me los pidió. No podía verle la cara por la oscuridad del sitio y lo atontado del golpe, pero escuché bien cuando le dijo su compañera:
-Recuerda que no debes fumar: el cigarro retiene los líquidos.
"Era un grupo de modelos que habían venido a posar para una revista. Unos cueros auténticos. Habían tenido una larga sesión en la playa y era su tarde libre, por lo que se refugiaron en el bar a tomar un vodka con piña colada. Ahí me enteré que el vodka es la bebida que menos engorda. De verás me divertí viendo al cantinero sirviendo tragos con substitutos de azúcar en polvo. Con el gancho de los cigarros fue fácil platicar y uno de ellas me preguntó si era turista. Les dije, que no, que venía de Huíchaca, Sonora, pero nunca les aclaré que vivo en Mazatlán desde la prepa. Lógicamente les pareció exótico mi origen y les hablé de las tribus yoremes, el sembrado de calabazas de mi apá, la confederación del valle de los once pueblos y todo mi vida de cazador de liebres panteoneras.
"Todas eran unos cueros, pero la única feíta - y digo feíta nada más porque usaba lentes de intelectual, por lo demás era perfecta -se interesó en mi y me preguntó qué ondas, qué ella había estudiado antropología y se dedicó al modelaje en su tiempo libre, hasta que le fue mejor como cover girl, por lo que hablamos de los indígenas paisanos. Le hablé de la ceremonia del cambio de varas en diciembre, cuando se reúnen las tribus a elegir el nuevo gobernador. Ya lleve una hora de imitación a mi padrino Juan Baumea cuando empezó la música. Música romántica.Y sí, saqué a bailar a ella, a la más fea de un grupo de bellezas.
La charla siguió, ya ves que la música romántica permite seguir el diálogo. Me pidió más detalles del cambio de autoridades. Le conté de las ceremonias en que comemos waka baki con bacanora y según sus hechos, al gobernador saliente se le aclama o se le dan de cintarazos, así como de los indios yoremes que vienen desde Estados Unidos, con sus camionetonas del año, ya ves que tienen derecho a tránsito libre en las tierras que fueron suyas en el pasado.
"Y sí la impresioné. En otra circunstancia no me hubiera animado a lanzármele, pero era la más fea en un lugar lleno de diosas, por lo que la práctica hizo el resto. Seguí con mi biografía y me contó que como modelo ha viajado a sitios como Barbados, Surinam, Camerún y toda geografía con una rica gama étnica, esa fue la palabra que utilizó. Yo le hablé de la danza del venado, la aclamación de la lluvia y mil y un babosadas que se me ocurrieron. A las seis de la tarde, luego de varias piñas coladas y cuando las historias de mi tata se estaban terminando, la convencí de ir al mar para entonar el himno del sol que se muere, ella y yo solos, a la manera de mis antepasados yoremes.
"Nos fuimos a la playa y no fue difícil cantar juntos varias tonadas mientras brincábamos en la arena. Tenía unas piernotas de campeonato y al final me costó trabajo seguirle el paso. Me pidió una traducción y le dije que el cántico era una despedida al astro rey, pidiendo que volviera al día siguiente a dar vida y fecundar la tierra... de ahí se me ocurrió decirle que también se usaba ese cantar a la hora de hacer el amor y encargar una criaturita, por lo que no fue dificil entrar en detalle de inmediato.
Martín guardó un silencio drámatico:
-Qué locas están las mujeres hoy en día. Cuando me despedí por la mañana me dijo que volviera, porque desea tener un hijo con sangres fuertes, no mezcladas, para educarlo en un mundo puro. Pidió el desayuno a la habitación y me enteró de todo. Piensa embarazarse y dejar su profesión. Ha ahorrado mucho y quiere volver a la antropología, irse a vivir al Amazonas y dar luz al hijo, allá donde la naturaleza y el hombre son una sola. Viviría en un centro de las Naciones Unidas o de Greenpeace, no me acuerdo cual, pero le daría miedo estar sola, a pesar de que cuentan con seguridad en ese sitio. De inmediato le informé que soy experto en lanzamiento de flecha y conozco muchas hierbas mágicas, así como a todos los animales de monte con los que me comunico en el lenguaje de la tierra. Dice que es un campamento cerca de Manaos, Brasil, y que es impresionante ver a los delfines chapoteando en las montañas mientras los monos chillan con su escándalo en los árboles y los cocodrilos se asolean entre las mariposas. A ese afluente del Amazonas le llaman el rio dorado porque son tantas las hojas cayendo a la corriente que le dan el color de una infusión de té... Creo que me voy a ir pasado mañana, nomás recojo mis papeles en la casa de mi mamá.
- Pero antes de eso - añadió poniéndose de pie de improviso - voy a ir al baño otra vez. Juro que nunca volveré a tomarme tantas piñas coladas. Ojalá exista allá una buena cerveza porque no pienso pasármela con pura agua del Amazonas. Lo único que les sobra allá es el agua. Y con una mujer como está el fin de mundo será lo más parecido al paraíso. Solo me hará falta la cerveza. Y si llegó a encontrármela, me la voy a beber la primera a tu salud y a la de todas las tipas con las que tuve que bailar. No hay nada mejor en la vida que bailar siempre con la más fea.
* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 11/Sep/01