Toda la vida es corta para esperarte

Juan José Rodríguez

Sonriente tras el parabrisas, el graznido de la bocina a la menor provocación, Alejandro Cortina avanza al volante su poderoso Buick 57, el auto por excelencia del mundo y la industria automotriz, el más elegante de la ciudad y el símbolo de la modernidad las tardes del domingo, estacionado frente al Balnerario de la Carpa Olivera, el sol en su agónico delirio, las farolas de burbuja a punto de encenderse. Claro que es una ciudad pequeña, donde no hay boda elegante sin la aparición de este impecable vehículo, festonado con serpentinas, claveles sujetos con la novedosa cinta Scotch, los novios en el asiento trasero, el vestido perdido en el forro blanco y el arroz de los invitados. Alejandro era a quien, poco después de la medianoche, le tocaba encabezar a la flotilla de parientes para dejar a los novios en el ferrocarril, o si eran de más clase, en el nuevo aeropuerto internacional... los aviones de cuatro hélices, cuya publicidad presumía que estaban equipados con radar, para mayor seguridad de los viajeros.

Alejandro había sido el penúltimo hijo de don Heladio Cortina, viejo ferrocarrilero de la calle Constitución, y durante mucho tiempo el menos talentoso para ganarse la vida. Aprendiz de herrero durante una semana, cartero malhumorado tan solo dos meses, cuidador de un almacén en un verano, un día se lo llevaron a trabajar en la frontera y apareció un año después con el portentoso Buick 57, comprado en este lado del país, reluciente color negro y llantas carablanca, muy coqueta la de refacción en la cajuela, donde bien cabría un barril de cerveza y hasta cuatro chiquillos en el paseo de la playa. El mundo al alcance del volante.

Resuena el Buick por el Paseo de Olas Altas, tripulado por una horda de adolescentes que juntaron todos su domingo para comprar gasolina y llenar el tanque del vehículo de los sueños. Cada uno pone un galón y así pueden recorrer las calles donde pocos automóviles transitan y de vez en cuando es necesario bajar la velocidad ante una carretela jalada por una mula o el motocarro de cocos helados. Hay ocasiones que el vehículo no circula, pero eso no es necesario para mantener viva la imagen de su propietario. Basta verlo estacionado en el malecón, toda la tarde, frente a "La Perla", desde donde sale la música y a veces la risa de Alejandro mientras el vehículo aguarda fiel para seguir la parranda en otro sitio más elevado, donde sigue manteniendo su estatus, pero sin necesidad de que todo el puerto lo sepa.

"La Estratósfera" es el nombre del lugarejo que esta en la alto del Cerro de la Nevería. Un burdel excepcional, casi empotrado a la carretera, que da vista a las tres islas, los buques fondeados en el canal de navegación. Ahí enclava su velero el legendario Errol Flyn, arrasando con las niñas del antro, como aquella noche inolvidable en que toco una melodía en el piano con su miembro. Un desnivel en la ladera, hay que dejar el vehículo en la azotea del lugar y bajar por una escalera a donde están las mujeres, la gran vida, esa esencia nocturna. Al terminar la parranda la ciudad escucha con sobresaltó el resonar del Buick por las avenidas, Alejandro al volante, impávido y seguro... así debió de morir James Dean.

Pero quien dominará al impetuoso muchacho no será el gesto malhumorado de su padre al amanecer, el Buick mal estacionado en la puerta de su casa, ni tampoco el silencio de su madre que, todos las mañanas, mientras él desayuna en la cocina con el radio a buen volumen, escuchando la repetición de "El derecho de nacer", toma a escondidas la llave para santiguarse con ella antes de que encienda el trepidante motor. No, quien hará que el vehículo circule a la velocidad de una góndola veneciana será una adolescente de mirada trémula y cuerpecito de pasos lentos que, al filo del mediodía, sale de su casa para recoger a su hermana menor en el jardín de infantes. Alejandro la descubre bajo la demencia solar del mediodía, los pasos ceremoniosos y la mirada baja. Eloísa Pineda, la hija del carpintero de la esquina.

Avanza el Buick junto a ella, despacio, el motor en un ronquido seco y constante, mientras Alejandro la sigue por las calles pequeñas, hechas para caminarse y donde da vuelta trabajosamente, ostentando su pericia al volante. Recordemos que es una época en que hay pocos automóviles en la ciudad, muy pocos, la mayoría camionetas para trabajo y sólo los muy ricos tienen algo parecido al Buick de Alejandro. Toda publicidad de cualquier producto en las revistas o el cine era acompañada por la visión de convertibles azul eléctrico o rojo brillante, estacionados a la orilla de la playa, las mujeres todavía sin traje de baño, y en alguna ocasión, detrás del ronroneo de sus caballos de fuerza, Alejandro invita a Eloísa a dar la vuelta en su vehículo, confiado en la fascinación que ejerce la nave en porteños y porteñas. Ella no responde, la misma mirada baja, hasta llegar a la puerta del jardín donde aguarda la hermanita con el rostro sonriente, la cartulina salpicada de crayón y pegamento con el trabajo del día, y emprender el camino de regreso, otra vez escoltada por las zalamerías de Alejandro Cortina tras el volante. Pero no responde a ninguno de sus requiebros, ensimismada, a veces una leve sonrisa de halago, pero eso es todo, no más. Toda la vida es corta para esperarte, se lo dice con una sinceridad que nunca ha tenido.

Llega la noche. El cine Terraza Mazatlán, al aire libre, su techo de estrellas y los inmensos rostros en la pantalla. Por siempre ámbar, legendaria película que incluso será utilizada como tema del carnaval. Ahí esta Eloísa, la dulce Eloísa, hecha de plata y penumbra lunar, acompañada del reflejo de su hermana. Alejandro está sentado cerca de ella y la contempla. Los senos escondidos en el corpiño, la pierna que sorprendida delata el inicio de los muslos. Eloísa palpitante flor sin aroma ante la estridencia del melodrama. A nadie le gusta el final, las mujeres comentan lo bello de los vestidos, los hombres deploran la ausencia de golpes y disparos. Era el tiempo en que una película era algo irrepetible que jamás podría volver a verse. Alejandro se acerca a Eloísa y su hermana. Si quieren, las llevo. Eloísa no responde. Solo camina. El conductor del Buick, sin entender nada, sale disparado rumbo a las altura del firmamento.

Toma asiento ante Azalia, la dulces meneos, quien ya ha subido en dos ocasiones al automóvil pero hasta ahí: es la amante oficial del Presidente Municipal, quien solo va viernes y martes, más de ahí no puede el viejo. Alejando pide una cerveza. No entiendo nada, le dice a la mujer de los labios de carmín. Yo tampoco, dice ella. Pérez Prado resuena en la sinfonola y al rato Bienvenido Granda entonará su lamento.

Alejandro no lo sabe, pero el verdadero motivo de los desdenes es otra cosa distinta, más allá de su timidez : Eloísa le teme al automóvil, le aterra el bramido de su garganta y le asusta que sea descapotable, no deja de darle pánico esa circunstancia que para ella revela una gran fragilidad. Un choque en ese vehículo o una caída desde lo alto del Paseo Claussen necesariamente debe ser funesta, no tiene el capacete rígido de la Ford 42 de su tío Nicolás, donde de niña se montaba cuando iban los domingos a la huerta de mangos en la Casa Blanca. Por nada en el mundo se subiría a un carro tan peligroso, que sabe que circula a mayor velocidad que todos en la ciudad y sus llantas rechinan horriblemente, casi a punto de reventarse a cada curva. Alejandro se enamora de ella.

Esa noche Alejandro decide dar un salto mortal. Soborna al empleado de mantenimiento del Hotel Freeman, compra en la papelería varios pliegos de papel de china color rojo, el color favorita de Eloísa según la vecina. Las luces de los cuarto del edificio rectangular formarán la letra E para que Eloísa al fin se de por aludida. El dueño amonesta y casi despide al velador. De tener el mejor hotel de la ciudad ahora tiene el burdel más lujoso de la costa del Pacífico ante semejante farolillos de casa non sancta.

Vanos esfuerzos del automovilista, la chica no cae bajo ningún encanto. La persigue como un lobo en celo, encabritado conductor resignado. Comienza a desesperarse, no se atreve a recurrir a ninguna de sus amigas alcahuetas porque su orgullo se lo impide. Tiene que caer, tiene que caer. A diario sigue la ruta de la doncella esquiva al grado de que ya es rutina y ni siquiera el viejo carpintero se siente halagado. Alguien le pregunta en su barrio a Eloísa por qué no accede a los requerimientos de Alejandro y ella responde con una verdad, que no es el motivo real de su renuencia. "Es que no tiene ningún trabajo serio", le dice a la vendedora de abanicos, que todos los jueves, de visita en su casa lleva y trae los chismes del momento, notablemente aderezados por su ingenio.

La respuesta no tarda en llegar a Alejandro, que furioso reanuda su ronda desesperada. En efecto, no tiene ningún trabajo serio, pero obtiene buen dinero con lo que le dan en las bodas, o cuando sus amigotes cooperan para la gasolina y el se queda con una buena parte, al cabo un carro como ese requiere más gasolina de lo normal, sus padres a nadie le han dicho que en realidad no aporta ningún centavo al gasto. Herido en lo más íntimo, aumenta su obsesión, hasta que descubre que Eloísa no recorre la ruta de siempre. Ha desaparecido.

Pasan dos días y no la encuentra. Eloísa ha cambiado de ruta y ahora lo hace por otras calles, en sentido contrario, para que no pueda importunarla el as del volante. Incapaz de renegar de sus cuatro ruedas, Alejandro desafía las leyes de tránsito y circula en sentido contrario, al cabo en la ciudad hay solo seis policías y todos se la pasan tranquilos en su crucero. No falta un envidioso que hace llegar el rumor al capitán Feliciano Peña, quien, celoso de las reglas, acude al lugar en cacería del jovenzuelo que desde hace rato le ha colmado la paciencia. Saca la boleta de infracciones y lo multa enérgicamente frente a la refresquería de un tío de la muchacha. Desconcertado, rodeado el vehículo de niños del jardín que salen a la libertad cuyas vidas corrieron peligro, Alejandro se mete la mano a la bolsa para pagar la multa y descubre que no tiene lo suficiente, todo se le ha ido en la gasolina de los merodeos de Eloísa. No se da cuenta de esa irrisión el ángel que pasa por enfrente con la mirada baja, pero eso no será problema, porque alguien muy pronto irá a decírselo, testigos y chismosos es lo que sobra en esa calle. Sin el carro, Alejandro es un pobre diablo. Ni para pagar la multa tiene.

Ahora el portentoso Buick no circula por las calles. Ya no volvió a desfilar triunfal y soberbio, ha enmudecido el sonido del carburador, como un minotauro atrapado en el laberinto de acero de Norteamérica. Alejandro no se ve en ningún sitio, encerrado quien sabe donde, o tal vez en otra ciudad, es tan grave su ignominia. La joven Eloísa se siente culpable, todo por su timidez, pero a lo días descubren que ahora le silban en la calle, ignorada flor sin olor sobre la que se abalanzan varios galanes osados, dispuestos a perfeccionar el ridículo de Alejandro. Ella sigue tímida hasta que la aborda el joven Eustaquio Monterreal, cadete ejemplar de la Escuela de Marinería y Maestranza, sobrino del capitán de puerto de Mazatlán. La deslumbra con su uniforme reluciente, las visitas los domingos, el Cine Terraza con su pantalla al aire libre llena de estrellas y nubes azuladas. Se casan un mes de octubre tranquilo, los sables de los otros cadetes en alto, la recepción en la Casa del Capitán con la orquesta de Nacho Millán y sus vagos. Al día siguiente, todo mundo lo esperaba, apareció el Buick hecho pedazos en las rocas, bajo el sitio donde ya construían el Colegio El Pacífico, la carrocería como un pañuelo metálico estrujado por un desamor de titanes. No estaba ahí el cuerpo de Alejandro, sólo el piso del vehículo lleno de botellas quebradas, el periódico del día con la noticia de la boda. Nadie supo jamás de él. El Buick permaneció ahí varios meses, decolorándose por la brisa y el oleaje, la verdadera cara del óxido, hasta que la marea se lo llevó a las profundidades y el sonido de su bocina, el rechinar de su ruedas y la sonrisa de Alejandro, quedaron condenadas a las galerías de la memoria, el olvido y el inicio de la nostalgia.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 11/Sep/01