Bajo la lluvia
Gerardo Lartigue
El velocímetro marcaba 140 km por hora. Las llantas se fijaban al pavimento nuevo, siempre nuevo, sin emitir rechinido alguno. Faltaba una hora para llegar a París. En menos de diez minutos recogería a una tal Verónica en la gare de Orleans. "Te voy a presentar a una amiga muy guapa, una compatriota tuya que conocí en una fiesta latina. Es más, serás tú quien pase a buscarla. Te queda de paso. Te la encargo mucho..." No podía negarle el favor a Claude. Hubiera preferido terminar solo el viaje y conocer a esta mujer ya en el restaurante, entre los demás invitados, y así evitar pasar de las preguntas triviales, ¿desde hace cuántos años vives en Francia?, ¿en qué trabajas?, o ¿hablas bien francés?; a las inevitables pláticas comprometedoras del género: ¿Porqué dejaste el país? o ¿No extrañas a tus amigos? Pablo hubiese deseado cortar su pasado; creía que era cierto eso de que la vida es como una madeja que se va deshaciendo por donde uno pasa, dejando un hilo del cual cualquier día alguien jala hasta encontrarnos.
Le encantaba viajar con la luz del atardecer, cuando las sombras se alargan hasta fundirse en la materia y que las primeras luces encendidas recuerdan a nuestros sentidos que poco a poco desaparecerá el mundo visible, anunciando la aparición de una cierta irrealidad que impregnará las cosas. La desventaja de las carreteras departamentales es que continuamente se tiene que disminuir la velocidad para cruzar poblados y que su trazo sinuoso impide acelerar demasiado, pero tienen la ventaja de permitir disfrutar de la belleza del paisaje. Rara vez tomaba una autopista porque pensaba que eran zonas de "inexistencia"; simples líneas que unen dos puntos, una especie de trámite entre dos etapas, con el mismo paisaje monótono de principio a fin. Prefería la idea de viajar en todo el sentido de la palabra, es decir de desplazarse despierto, percibiendo el entorno, haciendo del trayecto la parte principal del viaje, un fin en sí mismo, al igual que la vida, que para algunos es solo un medio para llegar a... ¿A qué?
Llevaba manejando más de dos horas. Los poblados parecían totalmente dormidos. Se mantenía alerta por las constantes glorietas. Por suerte no había nunca obstáculos imprevistos. Ya se había acostumbrado a la ausencia de baches, de perros muertos, de topes, de ganado a medio camino, de gente caminando sobre el borde de la carretera...
Los faros iluminaron la barra de contención de la curva. De pronto vio a lo lejos, en la recta después de la serie de curvas, unas luces rojas intermitentes en medio de la carretera, pero el cerro le impidió ver si se trataba de un accidente, como le sugería un presentimiento, o si se trataba de una zona en reparaciones. Esperaba saberlo al salir de la siguiente curva. No había nada. La recta estaba igual de vacía que todo el tramo que había recorrido desde el último poblado. Lo invadió una confusión creada por la desaparición del evento esperado, o más bien, deseado: El instinto empuja al hombre a huir del aburrimiento y a preferir cualquier cosa antes que la monotonía. La escena de un herido iluminado por las luces rojas de emergencia había sido completamente fabricada por su imaginación. Durante unos instantes perdió la noción de tiempo y de lugar. Frenó hasta detenerse completamente. Apagó los faros y el motor. Un silencio abrumador lo rodeó. Percibía, sin embargo, un sonido de sirenas, proveniente de su memoria, que atravesaba el silencio al igual que la luz las rendijas de una puerta cuando nos acostumbramos a la oscuridad. Era el recuerdo de aquella noche cuando, rodeado de ambulancias y de carros de la policía de caminos, él seguía tratando de cerrar las heridas del cuerpo inerte de Vero, para quien el agitamiento a su alrededor, bajo una lluvia torrencial que lavaba su cara pálida y hermosa, ya le era totalmente ajeno. Y la pregunta de siempre: ¿Porqué Vero y no él?
Abrió las dos ventanillas eléctricas. Escuchó claramente el zumbido del mecanismo que desplazaba los cristales y que jamás había notado. El silencio se apoderó inmediatamente del interior, junto con una bocanada de aire puro. El universo cerrado de la cabina se desintegró. Desaparecieron los límites de espacios. El aroma de carro nuevo se diluyó en la frescura de la noche. Era imposible suponer que esta inmensidad de espacio era lo que veía pasar hacía unos instantes como una banda plana de colores pardos apenas iluminada por los faros. Todo era quietud, silencio y oscuridad. El tiempo se detuvo.
Una delicada silueta de cerros escarpados empezó a dibujarse en el horizonte. Seguramente era por la luz de la luna que saldría más tarde. No... Era la luz de algún poblado que Pablo no había notado. La altura de los cerros era seguramente efecto de las sombras nocturnas. Abrió la puerta. Bajó lentamente. Al cerrar la puerta, el golpe seco, implosivo, de dos placas de metal que aplastan el hule que las separa, retumbó hasta los cerros. Brincó como si hubiera oído un balazo o un edificio que cae. En sus oídos se agolpaban los latidos de su corazón. ¿Cuántas veces antes había aventado la misma puerta sin percatarse de la intensidad del golpe? El eco del sonido en su mente lo hizo descubrirse solo, vulnerable, desprotegido, peatón a medio campo en plena noche.
El frío ayudó a agudizar aún más sus sentidos primero adormecidos por el ronroneo constante de tres horas de viaje y luego sacudidos por la alucinación. El silencio fue desapareciendo dejando lugar a todo un concierto de insectos. Le sorprendió oír ladridos a lo lejos. Pablo escuchó el sonido de la grava del acotamiento reacomodada por sus pasos. Su vista se acostumbró a la oscuridad. Había olvidado cómo era la claridad de la noche. La nitidez del paisaje era asombrosa y engañosa: la tierra parecía seca y escabrosa, extrañamente familiar. La carretera era la única zona sin volumen ni textura, como un espacio vacío dividiendo en dos al campo. Una grieta en un mundo soñado.
Prendió un cigarro, gesto de todo fumador que se siente fuera de lugar y que busca algo familiar en el gesto mismo y en el aire que respira. Empezó a caminar rumbo a la curva. Al cabo de unos veinte pasos se dio cuenta que ésta estaba mucho más lejos de lo que había pensado, que sería más fácil regresar al carro y acercarse en reversa, pero le agradó la idea de cumplir un objetivo tan simple y tan desprovisto de sentido común: caminar hasta el lugar desde donde vio las luces rojas.
No sabía bien qué es lo que buscaba. Las luces eran seguramente producto de su cansancio, que cedió al recuerdo de aquella noche trágica. Podía también ser una señal de peligro. Pablo creía mucho en su instinto y en las señales que nos guían a través de un mundo poblado de enigmas y de peligros. O tal vez era simplemente el pretexto que necesitaba para detenerse un rato y salir de sus hábitos un momento, una forma de alterar sus reacciones cotidianas marcadas por una insoportable monotonía, y de olvidar tanto compromiso, tanto ruido, tanta gente, tanta presión, tanta prisa, citas, desvelos...
Un susto enorme lo hizo saltar, un ruido muy familiar pero que le fue imposible identificar antes de una violenta descarga de adrenalina (músculos tensos, pulso acelerado, grito sofocado), como cuando suena un despertador a media pesadilla empujando al cerebro a inventar una forma de adueñarse del ruido externo, creando escenarios diferentes a una velocidad apabullante, que se van reemplazando uno al otro cada que descubrimos la incongruencia con el sonido "real", hasta que en medio de la confusión y del sentimiento de inminencia de un peligro logramos despertar, finalmente, en un estado de angustia total. Su teléfono celular estaba sonando.
Sintió en las axilas el deslizamiento de las gotas frías de sudor que produjo el sobresalto. Miró su reloj y se dio cuenta que ya era la hora de la cita con Verónica. Tuvo un espasmo en el estómago. Pablo se sintió ridículo. Sólo estaba retardando las cosas. Dio media vuelta para regresar a su auto. Igual que si este movimiento hubiese sido la señal para que entrara en escena un actor en una obra de teatro, o como si este cambio en su estado de ánimo alterara el entorno, un carro apareció a lo lejos. Unos segundos más tarde se detuvo adelante del suyo, y luego se alejó. Pablo ya estaba a unos cuantos pasos cuando vio a alguien parado a lado de su carro abriendo la puerta. El interior se iluminó. Pudo ver la cara del hombre que le apuntaba con un arma al mismo tiempo que entraba y cerraba la puerta. Se apagó la luz del interior. El motor arrancó. Pablo se acercó más. Vio los chispazos de tres disparos.
Tardó unos instantes para poner en orden su cabeza y convencerse de que lo importante no era la impresión de déjà-vu durante todo el suceso, sino el hecho que le habían robado su carro. Sin embargo, esas tres explosiones secas y sordas que tantas veces habían resonado en su memoria, y ese rostro...
Siguió su auto con la vista, sintiendo la impotencia habitual en estos casos. El sonido del motor fue desapareciendo a lo lejos, entre las montañas, mas allá del horizonte, hasta diluirse y desaparecer bajo el ruido del viento. Jamás se había fijado en lo bello del ruido aterciopelado de un motor nuevo perdiéndose en la noche. Un ronroneo muy agradable. Pensó en el cofre saturado de piezas, de cables, de filtros, de material electrónico. Todo, dentro de cajas negras de plástico. Nada parecía tener movimiento, como si el hombre moderno tratara de esconder una realidad vulgar engañando a sus sentidos hasta ya no dejarlos participar en nada directamente. Se inventan amortiguadores sofisticados, se colocan hules en todas partes para aislar las vibraciones, se fabrican puertas herméticas que no dejen al viento chiflar y se ponen en el tablero instrumentos de medición con los cuales podamos saber que vamos muy rápido. Tal vez queremos hacer de la velocidad, y del mundo en general, algo conceptual. Lo virtual nos brinda una sensación de seguridad.
Pablo se sentó sobre una piedra. Sacó otro cigarro. Algo le hacía estar feliz. Se sentía liberado. Era como si de pronto, el hecho de perder su carro lo hubiese arrancado de una vida aburrida, de una sociedad completamente previsible y de lo que él solía llamar su nueva realidad; como si el estar ahí en ese punto "en medio de la nada", sin luz, sin gente, sin ruido, sin motivo, sin ganas de moverse, obligado a esperar a que las ideas tomaran de nuevo forma, rodeado de seres invisibles que parecían seguir observándolo, y acariciado por el viento, le diera a su vida un sentido diferente. Su saco, su corbata de seda, sus zapatos impecables, su pluma de mil francos, sus tarjetas de presentación, su chequera y sus tarjetas de crédito, eran elementos ridículos del escenario en el que se encontraba. Un actor que se equivoca de película. Por unos minutos se dejó maravillar por el espectáculo ofrecido por la bóveda celeste, que era un mar de estrellas amontonadas hasta el infinito, y se dejó respirar profundamente el aire frío y seco. Gozó el aroma de su tabaco. La riqueza del silencio inundaba su alma con la fuerza de una sinfonía perfecta.
No duró mucho la sensación de libertad. Sus nuevas manías tomaron el poder paulatinamente. Empezó a organizar sus ideas de acuerdo a su funcionalidad y a su utilidad. Su lado aventurero estaba ya tan erosionado como una piedra redonda de río viejo. Olvidó las estrellas y el ruido de las cigarras; ignoró el espacio infinito que lo rodeaba para sustituirlo por el reducido de su mente práctica. Pensó en la póliza de seguros. Sabía que la pérdida no era importante, pues pronto podría hacerse de otro carro prácticamente igual. A diferencia de su carro anterior, uno muy ruidoso de lo viejo que era, éste si era reemplazable. Bastaba llenar los formularios del seguro, pagar un deducible, buscar un auto similar en la agencia, incluso el mismo color, y listo. El otro, en cambio, ni siquiera contaba ya con el respaldo del seguro. Le pareció paradójico que fuera más difícil reemplazar un carro tan destartalado, que el BMW que manejaba hacía apenas unos minutos. ¿Qué habrá sido de ese carro? Seguramente era ya un esqueleto oxidándose en algún cementerio de coches inservibles, rodeado de perros sarnosos y de niños desnudos de vientres inflados jugando entre charcos de aceite y corcholatas aplastadas de coca-cola en alguno de esos pueblos olvidados por el progreso.
Había cambiado mucho su forma de ver las cosas. Lo que alguna vez era un símbolo de libertad de movimiento, se había convertido en su mente en un montón de fierros viejos movidos casi de milagro por un motor que parecía un pez moribundo atrapado en una red de cables y de mangueras roídas por el tiempo. Es cierto que pisar el acelerador era de verdad todo un desafío a las leyes de la inercia. Llegar al destino deseado significaba conjugar una serie de probabilidades aleatorias, inverosímiles a primera vista. Pero en ese entonces, en aquel contexto, era simplemente un carro, al igual que su vida era simplemente una vida cualquiera, que ahora, por primera vez, se atrevía a rememorar con cierta nostalgia, como si por el hecho de estar totalmente solo, sin testigos, le permitiera confesarse a sí mismo que extrañaba esa existencia infantil e irresponsable, fácil y alegre que había durado años, casi siglos, hasta esa noche que unas nubes espesas cubrieron las estrellas y que después de recoger el mantel, la canasta, la botella de vino vacía, apagar la fogata (no vaya a ser que...), corrieron hacia la carretera donde ya había alguien a lado del carro. Tres pedacitos de plomo esperaban saltar de un tubo frío de acero para penetrar en el cuerpo cálido de Vero. ¿Cuántas veces había logrado evitar este recuerdo dirigiendo su energía a los asuntos banales que inundaban su vida? Las imágenes continuaron. El tiempo se alargaba infinitamente: veía suspendidos en el aire, los tres pedacitos de plomo, lisos, casi suaves, atrapados inocentemente en un trayecto recto e inalterable, como bolas de ábaco sobre cables casi paralelos. Sobraba tiempo para salvarla.
El celular volvió a sonar, sacándolo de sus pensamientos con la misma violencia que la vez anterior. Debió haberlo apagado.
"¿Pablo? ¿Me oyes?". Era la voz de Vero. Durante unos instantes logró abrir los ojos. Vio las luces rojas aparecer entre las curvas. Las balas estaban ya frías dentro de su cuerpo. Nunca creyó que duraría tanto morir. Volteó la cara al cielo. La lluvia y las lágrimas de Vero le lavaban la cara. Su voz le llegaba desde lejos, como desde un sueño. Los perros ladraban como locos.
"Pablo, ¿qué pasa? ¡No te mueras! ¡No me abandones!", gritaba Vero tapándole inútilmente con sus manos las heridas. "Ya llegaron las ambulancias. No me dejes... ¿Me oyes? ¡Contesta!".
La comunicación se cortó.
* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/Abr/01