La batalla ganada
Jaime Mesa
Tal vez era el olor de la noche, la opaqués marchita que se adhería a la garganta, al olfato y se quedaba ahí, reviviendo la triste sensación de saberla cerca.
Era cierto lo de la cerveza, lo de estar mareado y andar caminando a lo largo de la calle sin llegar a ninguna parte, pero no era eso, ese no era el sentimiento, lo rasposo de algo que respiraba adentro de mí; parecía más bien que el día anterior, que su risa, su mirada apagada sobre la piel, la tarde adormeciendo los rayos de sol, se habían colado a las venas e iban como reptando, como olisqueando con esa nariz filosa, los rincones apretados de mi mente. Ayer parecía hoy. Hoy era una repetición, no de luz, no de acciones, sino de la nostalgia que era lo único con fuerzas para andar correteando a la realidad.
La calle era ancha, recta, tan recta que la ilusión de un horizonte se extinguía a cada paso. A veces, montones de gente allanaban los rincones para acurrucar sus nalgas y sacar botellas o cigarros. Se hablaba; había un murmullo creciente, un romper de voces que se estrellaban con otras voces y que, juntas, formaban una casi compacta hinchazón en el ambiente, un tumor tosco que lastimaba, que orillaba al silencio.
Las lamparas que colgaban de postes intercalados de derecha a izquierda: uno y uno, de acá, ahora, de allá, acorralaban las sombras de todos. Se veían largos rastros oscuros atrás de cada espalda de los sentados, de los que, como nosotros, caminaban sin amanecer, sin pauta.
La luz atacaba con más fervor los rostros. Se comía los lunares de noche debajo de cada ojo, ni siquiera las sombras bajo el mentón resistían el embate, ni tampoco el color medio anaranjado, medio brillante que no era ni noche ni día sino un híbrido moribundo que cubría las pieles.
Había risas, una especie de ruido profundo que rezumaba, desde su interior, destellos exagerados de una felicidad incumplida, de un vivir de suspiros, de luz artificial.
Ella era parte de ese moretón abrillantado que permeaba la calle. Ella era sólo una silueta que caminaba, sin mirada, dos cuerpos a la derecha de mí. El pelo se le escurría a la luz, la iba eludiendo con una danza desnuda que pintaba texturas.
A pesar de que mis sentidos: los ojos sin luz, la nariz sin viento, la piel sin calor, el oído sin marea, no atinaban a rastrear sus gestos, había algo que la delataba, que me colocaba junto a ella, dentro de ella.
Casi pude percibir el roce de sus dedos sobre el cigarro extraído de la cajetilla o la yema del índice recargada sobre el cerillo, raspando, encendiendo o el humo que hacia cabriolas y saltos mortales al salir de su boca. Casi.
No hizo falta el mar ni nuestro reflejo en la luna para sentirla cerca. Creo que nos unía la nostalgia que aún no estaba presente pero que se sentía como un chapuzón anticipado al recuerdo. Nada más. A pesar de la débil distancia espacial que nos colocaba en lugares dispersos, ninguno pudo abrirse paso: ni caminando, ni hablando, ni cediendo. No se me ocurrió ni siquiera acercarle la mirada.
Sólo hubo un terreno ganado, una batalla de la que habíamos salido victoriosos: la tibieza infernal, el pedacito abundante de su boca, la caída de los segundos, la certeza de que el día cero había comenzado ayer.
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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 05/Abr/00