Bebé dijo que no

Óscar Wong

Bebé dijo que no, pero yo insistí, me puse de cabeza, hice muchas piruetas para ver si cambiaba de opinión. Pero la canija siguió moviendo la cabeza; sus cabellos largos, rubios, parecían pelos de elote, aunque más bonitos y perfumados; sus ojos como canicas de agua, de tan transparentes, me miraban como si yo fuera un extraterrestre. Sabía que me gustaba, porque siempre se hacía la remilgosa. Yo seguí insistiéndole, rogándole. Le ofrecí mi lunch durante toda la semana, le puse mi balero en sus manos y hasta mi ratita blanca. Y nada. Pero Bebé -le repetí-, acepta aunque sea sólo una vez.

Pero ella siguió moviendo la cabeza. Me sonreía, eso sí. Sus manos pequeñitas se movían como palomas, de tan finas, de tan suavecitas; un cuerpo también era menudito. A mí me gustaba un chorratal; se veía linda la condenada con su pantalón apretadito, de esos que les dicen mallones y su blusa blanca, mostrando sus hombros y sus brazos, blanquísimos.

Desde hacía una semana estuve dándole vueltas al asunto. Una y otra vez pasé por su casa buscando la oportunidad, hasta que una mañana la vi, con su vestido rosa; otro día con su short azul y entonces sentí cosquillitas en la panza.

Me hice el aparecido y después platicamos de Mónica, mi prima, de que había faltado a la escuela por el asunto del sarampión y de que sus pecas se confundían con los lunares rojos que le salieron; pero yo ni siquiera me le acerqué. Y Bebé me miraba con esos ojos clarísimos, como la miel que tanto me gusta untada en las galletas. Por eso ahora que la vi no tuve más remedio que decirle lo que me pasaba. Ni modo de aguantarme las ganas. Es como cuando tienes deseos de ir al baño y te da pena confesarlo, pero tienes la necesidad de ir y vas. Después de todo yo le quería echar los canes, así que no me iba a quedar con los brazos cruzados. Además todos los días la soñaba, deveritas que sí. Entonces se lo dije, pero Bebé me miró con esos ojos enmelados y me dijo que no. Luego me dio la espalda porque se hizo la ofendida. Pero yo insistí rogándole una y otra vez, diciéndole que por favor se compadeciera de mí. Finalmente aceptó y yo brinqué y me puse como loco.

Empecé a danzar como un apache alrededor de la hoguera antes de entrar al combate. Entonces me dijo que me callara, que no le gustaban esas sangronadas, porque si seguía así se iba a su casa y entonces ya no le iban a dar permiso de platicar conmigo. Y tuve que calmarme. Le dije que fuéramos al tamarindón, al otro lado de la calle, para que nadie nos viera. Ella se puso colorada, como esas arrieras que un día me picaron. La tomé de las manos y casi a rastras me la llevé al terreno baldío donde jugábamos del árbol podía ayudar a refrescarnos. Yo también estaba nervioso, pero podía más la urgencia, así que aunque el corazón me hacía tum-tum-tum tuve que seguir adelante. No me podía echar para atrás.

Yo la miraba como menso, como si ella fuera una rebanada de pastes; tenía ganas de comérmela o por lo menos de darle una mordida en el cachete. Y el canijo corazón brinque y brinque, como un balón de básquet rebotando sobre la duela de la cancha. La cabeza me sudaba. Sus dedos delgados, finos, como los de las artistas que salen en la tele, agarrados de los míos. Tuve que soltarle la mano porque me daba vergüenza de que ella se diera cuenta de que las tenía heladas. Cuando llegamos fue lo mismo. Que sí, pero que mejor otro día. Que al rato porque hacía mucho calor. Que mejor en la tarde, antes de ir al pan. Y qué tal y si nos veían. Y que su mamá y que su papá y que los míos. Después puso de pretexto el asunto de la doctrina y me soltó un rollo de que si Jacob y que si Esaú y no sé qué demonios de las lentejas. Volví a lo mismo, a ruegue y ruegue. Y que si el garrobo que asomaba entre las piedras y que si el gato y que si el perro y que si la piedrona. Volví a ofrecerle todo, hasta mis patines. Y Bebé seguía negándose.

Yo veía sus labios, delgaditos; y su figura menudita y tan frágil. Bueno, de flaquita buenona, como dice mi primo Casimiro. Y las ganas empezaron a empujarme y recordé lo que hacían el Roñas y Marcela cuando jugaban a los papás o a los novios. Así que la calentura empezó a entrarme por el cuerpo y sentí que el paquete duro y calientito saltaba entre mis piernas, me punzaba y me dolía. Por fin Bebé dijo que sí. Pero se puso roja otra vez; a lo mejor fue el calor, por que empezó a sofocarse, a sentir que todo le daba vueltas. Le dije que no se preocupara, porque nadie lo sabría. Yo cerré los ojos y ella se acercó y entonces siguió el brincoteo de mi corazón.

Yo tampoco podía respirar. Entonces abrí los párpados y vi que sonreía coqueta. Se llevó un dedo a los labios y después lo puso sobre los míos y salió corriendo. Yo me quedé como tarugo, con un ardor en los cachetes que ni veas. Todavía no salía de mi azoro cuando alcancé a escuchar sus gritos destemplados:

-¡Pero vas a ver!, ¡te voy a acusar con tu mamá!

Y la verdad es que no sé por qué hizo tanto escándalo si no siquiera me dio el pinche besito que le pedí.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 10/Jul/00