Sinfonía

Benhur Sánchez Suárez

Me pidió la pulsera de cobre. La tomó con delicadeza y la sumergió en una vasija con agua. En la H. J. U. T. comenzaban a transmitir la Sinfonía No. 40, de Wolfgang Amadeus Mozart, interpretada por la Mozart Festival Orchestra, bajo la dirección de Alberto Lizzio, según la presentadora del programa. A tiempo con los primeros compases de la orquesta, la Mona Cha me pidió que sacara de una bolsa verde un poco de sal marina y la depositara en el recipiente. Luego, con los ojos cerrados, como si rezara, posó sus manos sobre la vasija. Por unos instantes me invadió una oleada de ternura al verla concentrada, como ida de sí misma, en una actitud que para mí significó su esfuerzo para trasladar a mi pulsera su seguridad o para que nuestro amor, asediado en los últimos días por discusiones inútiles, quedara protegido por el brillo del aro metálico y su esencia misteriosa.

La música acrecentaba el halo de intimidad que se palpaba en el ambiente a medida que avanzaba la ceremonia de purificación de mi pulsera. Después la tomó con seguridad, le dio vueltas y la restregó insistente, como si la lavara con la solución salina. La colocó sobre la superficie de la mesa. Buscó luego papel celofán azul y con él la frotó y secó, mirándola con fijeza.

-El papel celofán es mágico -me explicó-. Viene de celo o protección y fan, de fantasía o sueños de eternidad.

Me la enseñó con orgullo.

-Además, el azul es la limpieza y lo infinito.

Había quedado reluciente.

-¿Te das cuenta de todo lo que encierra un simple papel azul?

-Si, es increíble -corroboré, embrujado por el accionar de sus dedos sobre mi pulsera, el brillo obtenido en el metal y la música, que me llenaba de reminiscencias.

-Ahora debes programarla -me sugirió.

Me explicó que la llevara con la mano derecha a mi tercer ojo y pensara, como cuando se pide un deseo, en un sólo propósito para mi vida. Lo hice para mis adentros, como me lo indicó, y sólo pedí, en esos brevísimos segundos, que ella permaneciera a mi lado por el resto de mis días. Luego la deposité sobre la mesa.

Sentí que una gran paz inundó mi espíritu.

La miré con gratitud.

La sonrisa que iluminaba su mirada me llegó al alma. Mozart ayudaba a que la sensación de placidez fuera más profunda. La orquesta parecía acrecentar su énfasis al unísono con el vaivén de mis sensaciones.

Tomó de nuevo la pulsera de la mesa y me la colocó en la muñeca.

El calor de su piel me hizo hervir la sangre.

Le di un beso y me pareció que la explosión de violines que venía de su equipo de sonido, oculto en algún lugar estratégico de su consultorio, inauguraba un futuro mejor para mi vida. Estaba cautivado por sus ojos, el ritual de la limpieza y la música, que ahora llegaba a su clímax.

-La he programado para que te proteja de energías negativas -me había dicho recién nos conocimos, un día en que nos citamos para compartir un poco nuestra necesidad de acercarnos mejor, un año atrás en una cafetería. Nos habían presentado en un cóctel de lanzamiento de un libro de poemas y poco a poco habíamos ido encontrando el camino que nos permitiera saber qué cosas podrían unirnos y cuales alejarnos o si había algún futuro para nuestra relación.

Lo de la pulsera fue una de ellas.

Cosas del amor.

Yo siempre he sido reacio a utilizar joyas o aditamentos de esa clase, pero fue tanta su seguridad y la ternura que sentí depositada en ella, que acepté usarla desde entonces en la muñeca izquierda.

De ahí en adelante, la he visto negrearse y relucir y tanto ha sido parte de mi decorado personal que ya casi ni me doy cuenta de su presencia. Sólo su cambio de coloración ha hecho que me fije un poco más en ella. En verdad, un metal oxidado en el cuerpo no es la mejor muestra de vitalidad de un ser humano. Brille o no, siempre será polo de atracción para las miradas de la gente.

Pero en las últimas semanas se negreó más de lo debido. Ni frotándola con una bayetilla había logrado sacarle el brillo que ahora, después de la vasija, el agua, la sal marina, el papel celofán y la ternura (o la superstición) ella ha logrado imprimirle.

-Algo falla entre los dos, aún no lo sé. Debe haber personas que desean que nuestra relación se acabe o tu deseas otra mujer y esos pensamientos generan fuerzas adversas que tratan de dañarte y negrean tu pulsera -me dijo, en medio de nuestra última discusión, cuando le comuniqué que no podíamos pasar esa noche juntos.

-¿No seremos nosotros los que la negreamos con nuestras actitudes idiotas?

Meditó unos instantes.

Luego continuó:

-Cuando se negrea, es porque te protege de influencias negativas, sean tuyas o de otros, ¿si me entiendes? La pulsera las detiene y las concentra para que no te dañen.

Es curioso. Mi modo de ser, pragmático e impredecible, me impide creer en esas situaciones supranaturales. Es muy posible que la Mona Cha tenga razón en eso de la envidia de la gente, que no admite que otros sean felices y traten de dañarlos. ¿Será posible que el metal cambie por su acción? ¿Por qué no vuelve a brillar cuando se eliminan los problemas? No lo sé. Posiblemente he sudado más de lo debido por culpa de mi nerviosismo y nuestro talismán oscila entre el brillo deslumbrante y la opacidad del óxido que verdea mi piel y ennegrece la pulsera. O en verdad es un pararrayos de energía.

Nuestras discusiones, últimamente tan frecuentes, ¿influirán en un metal como el cobre, que altera su color con un simple cambio de temperatura? La Mona Cha me ha dicho que ese fenómeno se da aunque yo no lo acepte. Es verdad. Sin proponérmelo noté que la pulsera se volvió opaca desde la noche de nuestro altercado.

Fue el viernes hace dos semanas, cuando teníamos planeado bailar un poco en Parrilla y cerveza, taberna que habíamos frecuentado por su ambiente familiar, y después pasar la noche juntos. Es otro ritual que hemos sabido mantener vivo con crear nuevas situaciones y, sobre todo, creer en nosotros mismos. Pero uno de mis hijos enfermó y tuve que dedicarle nuestro tiempo a él y esta circunstancia rompió la magia de nuestros fines de semana.

Así de simple.

-Yo no soy importante para ti. Cualquier cosa te absorbe el tiempo y lo nuestro queda relegado a segundo término -me dijo, enrojecida por la contrariedad, como si nuestra vida en común se acabara con esa separación circunstancial.

-Eso no es cierto.

-Soy una mujer sola.

-No es cierto. El hecho de que esta vez no estemos juntos porque debo solucionar una emergencia familiar no quiere decir que te vaya a abandonar ni que tú seas una mujer sola. ¿Qué soy yo, entonces?

-Pronto tendrás que decidir entre tus compromisos y yo. Te advierto que no voy a estar esperándote toda la vida ni mucho menos estoy dispuesta a soportar la amenaza de un abandono en el momento menos pensado por tu falta de decisión, por tus inseguridades. Tampoco quiero sentir que ocupo un segundo lugar...

-Ya que eres psíquica deberías saber qué futuro nos espera -le dije para ofenderla.

-No acostumbro a mirar tu futuro ni el mío, no me parece ético. Además, ¿no crees que eso que aparentemente puede ser una facultad gratificante se convierta en un sufrimiento? Saber qué va a pasar contigo o conmigo puede ser una tortura. No estoy dispuesta a soportarlo. Por eso espero la vida como venga aunque, te repito, quiero una vida estable, alguien con quien compartir mis horas y no voy a esperar...

-Bonito amor el tuyo.

No poder hacer el amor un día esperado siempre es algo traumático pero no hasta el punto de predecir un rompimiento, como me lo planteó en el altercado. Mi decisión de apoyar a mis hijos cuando me necesiten me obligó a pedirle que aplazáramos nuestra cita. Pero para la Mona Cha fue como una afrenta. Ese viernes la inseguridad se instaló como una pulsera negra en nuestras relaciones.

Al lunes siguiente me dio a entender que no había estado inactiva, que su decisión de no esperarme era una realidad. Había pasado el fin de semana con unos amigos y entonces la contrariedad pasó de su sonrisa de satisfacción a mi incertidumbre. Y mi pulsera empezó a negrearse, hasta hoy, día de la ceremonia.

¿Era motivo suficiente un día de no caricias nuestras para querer buscar otras? Pensé. En realidad esas son las dudas que brotan con frecuencia en nuestras discusiones y nos impulsan a herirnos, a veces con saña, en lugar de construir el universo que necesitamos. Y los reclamos se dan tanto en uno como en el otro. La seguridad de nuestro amor se rompe en los celos mal administrados. Tú me increpas que baile o mire a otra mujer. Yo dudo de tu conducta cuando no podemos estar juntos, porque sé que para ti es trascendental nuestras horas de intimidad. En ese tire y afloje herimos la confianza que deberíamos tenernos. Y el horizonte se vuelve un nubarrón negro, tan negro como mi pulsera. Por eso, quizá, su afán por sanarla, limpiarla, depurarla en esta ceremonia espontánea que ahora ha llegado a su fin.

Me comparo con Mozart y no sé por qué imagino su peregrinar por varias ciudades de Europa en busca de la estabilidad. Su nerviosismo por su futuro. Presiento sus indecisiones. Comparto sus glorias y fracasos. Somos acuarianos, según los mapas astrales que la Mona Cha maneja con tanta propiedad.

Me alejé por unos días. En verdad me sentía ofendido, dispuesto a seguir otro camino.

Ayer recibí su llamado. Y su queja.

-¿Sólo yo tengo la obligación de impulsar nuestra relación? ¿Por qué no me llamas tú también?

Me invitó a su consultorio para aclarar nuestro disgusto. O para reafirmarme su voluntad de no permanecer sola. O para comprobar mi verticalidad y mi capacidad de decisión. Acudí con muchas dudas. Entonces fue cuando procedió a la limpieza de esos nubarrones que han deteriorado nuestras relaciones. El ritual de la limpieza surgió espontáneo para eliminar las energías negativas que, según la Mona Cha, nos aíslan de la ternura. Pero bien sé que mi amor por ella, bruja, psíquica o lo que sea, nunca dependerá de un metal ni de su apariencia.

-Ahora ya estás protegido -concluye con gran seguridad.

Mozart me devuelve a sus ojos, al brillo reluciente de mi pulsera, que orgulloso miro en mi muñeca izquierda.

¡Oh!, Tu, pulsera de mi suerte, receptora de fuerzas negativas o positivas, que verdeas en el odio y en la envidia, que reluces en el amor y en la ternura, ¡sálvanos!

Un coro de aplausos precede a la voz de la presentadora, que anuncia otro compositor en el concierto de la mañana.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 09/Ene/04