La Virtud de Bordeu

Yerbabuena

La virtud de Bordeu era, ni más ni menos, la de conseguir que todos los muertos que él enterraba, rehicieran su vida en un extenso campo virgen que se abría detrás del paredón del cementerio.

Así, y luego del espanto de los primeros meses, los pueblerinos le fueron perdiendo el miedo a la muerte. Les encantaba asomarse por sobre la tapia para ver a la media docena de afortunados que habían muerto luego de la llegada de Bordeu; ya que verlos disfrutar con paradisíaca inocencia de un más allá al alcance de la mano, ya sin misterio, les ayudaba a quebrar la racha del más fatal de los hechizos de la historia de la humanidad.

A la paz de un pequeño pueblo engarzado en arcaico valle, a la paz de todo cementerio, se sumaba ahora una media docena de viejos que retozaban como saludables fantasmas, en el impalpable espacio que la magia de Bordeu había abierto más allá del paredón que cercaba los fondos del cementerio.

Pero un día llegó en que el pueblo entero acabó golpeado, como cuando una potencia incómoda nos retira de un agradable sueño...

Por causa de una emanación de gas, murió una división entera del Colegio Provincial de Señoritas: "45 esperanzas en la flor de la edad", según escribió un periódico de la región.

Entonces, pasado el estupor inicial, todos pusieron manos a la obra. Las mujeres prepararon litros y litros de café fuerte, para que Bordeu no se durmiera, y los hombres le arrojaron baldes de agua fría durante las tardes y lo acompañaron por la noche al son de las guitarras y el aguardiente. Después de tres días, el trabajo acabó y Bordeu nunca supo de cuánto tiempo fue el sueño que le vino.

Al despertar, no sin ansiedad, se asomó por encima del muro y comprobó que la división entera de muchachas estaba allí, en el ya acostumbrado lugar, como si, en realidad, ninguna hubiera muerto. Pero en lugar de sentir pura alegría, en lugar de salir carpiendo para el bar a dar la buena noticia, quedó estupefacto ante lo que vio: se agarró del muro con fuerza, abrió los ojos como doblones y dejó caer el labio inferior como si le pesara cuatro kilos... Es que los viejos y las muchachas estaban comportándose como si en el más allá no existieran las buenas costumbres, como si en el más allá la única cuestión a sopesar fuera la saciedad de los placeres más elementales.

Claro que a las señoras del pueblo no les permitieron asomarse. Pero ninguna fue tan lerda como para no enterarse de lo que estaba pasando al otro lado de la vida. Y mucho menos la señora de Paredes Castro, cuyo marido, el más eminente legista de la región, había muerto de muerte súbita unas horas después de desatarse este vendaval de inmoralidades.

-No, no, no, no y no -vociferó la viuda de Paredes Castro-. A mi marido lo va a enterrar alguien menos virtuoso que usted, señor Bordeu.

Y así fue y, como al común de los muertos, nadie nunca jamás volvió a ver al doctor Paredes Castro; ni unas horas más tarde, ni dos días después, ni a los tres meses. Su mujer no necesitó asomar siquiera un pelo de su nariz por sobre el muro para estar segura de que su marido no andaba mezclado en esa orgía eterna.

Entonces, nuevamente, la duda se enseñoreó de la comunidad...

¿Quién no tenía un enemigo? ¿Quién no era envidiado? ¿Quién estaba realmente a salvo de no correr la suerte del doctor Paredes Castro?

Entonces, nuevamente, todo el pueblo volvió a experimentar el miedo a morir.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/Dic/00