Un orgasmo en una cápsula negra

Álvaro Barragán García

Descendió del autobús cuando todavía no había parado de llover. Finas agujas de agua fría se precipitaban sobre la acera y sobre la calzada produciendo un festival de colores al reflejar y descomponer la luz de los faros de los escasos automóviles que circulaban a aquella hora de la madrugada. Se ajustó el abrigo y encogió el cuello para protegerlo del frío entre las solapas subidas. Metió las manos en los bolsillos y comenzó a caminar con la mirada fija en el suelo y los pensamientos perdidos entre las piernas de Adela.

Horas antes le había sorprendido su llamada. No tenía noticias de ella desde antes del verano; desde que, junto a la puerta de embarque, la había despedido con la certeza de que no la volvería a ver. Pero esa tarde el teléfono sonó y al otro lado del hilo la voz desamparada de Adela le urgía a reunirse con ella en su viejo apartamento. No supo qué pensar, no le dijo nada más, sólo que quería verlo, así que media hora después apretaba el botón del ascensor que lo dejaría frente a su puerta. Antes de llamar dudó y por un instante tuvo la tentación de dar media vuelta y desaparecer definitivamente de su vida, pero la curiosidad y un mal reprimido anhelo de volverla a ver, cogieron su mano y pegaron el dedo sobre el timbre. Al principio no supieron qué decirse. Él esperaba, al fin y al cabo había sido ella quien lo había citado, la miró fijamente y la vio más guapa que cuando la dejó. La niebla de Londres le había sentado bien; había blanqueado su rostro y ahora sus enormes ojos negros resaltaban en la cara como dos simas abiertas hacia el fondo de sus pensamientos. Ella se acercó, le acarició la mejilla con la mano (una mano pequeña, de finos dedos, siempre fría) y acercó los labios a su cara posando apenas un beso junto a la comisura de la boca. Sintió un leve estremecimiento y, a pesar de la magia del momento (o tal vez por ello) no pudo evitar pensar en las aristas de su cuerpo desnudo. Estaba excitado.

Mientras abría una botella de vino blanco le fue contando el motivo de su llamada. Había vuelto hacía cuatro días y desde entonces, exceptuando a su médico, no había visto a nadie; ahora necesitaba un amigo que la escuchara y le ayudara a llevar a cabo la última parte de su plan. Pensé inmediatamente en ti, le dijo, a nadie he querido tanto. Era muy simple, iba a suicidarse. El cáncer estaba muy extendido y, no más allá de tres o cuatro meses, la muerte la sorprendería vagando por el mundo de la inconsciencia que proporciona la morfina. Quiero morir viva, le dijo mientras apuraba el último sorbo de su copa.

Por un momento pensó en alimentar la esperanza; pensó por un instante en que debería disuadirla, convencerla de que adelantar la muerte era dejarse vencer, rendirse, pero la conocía bien, miró de nuevo sus insondables ojos y percibió con nitidez la firmeza de su resolución, así que agachó la cabeza y siguió escuchando su plan; su descabellado y atractivo plan.

Sobre las sábanas se fueron desnudando despacio el uno al otro. Sus lenguas jugaron a buscar y reconocer sentimientos dentro de sus bocas. Sus manos se recorrieron como las de un ciego leyendo la pasión en cada rincón de sus cuerpos. Luego ella se tumbó, estiró el brazo y con la mano abrió el cajón de la mesilla de noche, cogió la cápsula negra, se la introdujo en la boca y se la tragó sin agua. Arqueó la espalda y lo recibió abierta de par en par. Unos minutos después, cuando lo sintió vaciarse dentro de ella, emitió un largo gemido y recibió a la muerte en forma de orgasmo.

Tapó su cuerpo con las sábanas, dejó la nota manuscrita sobre la almohada y llamó a la policía. Se vistió y abandonó el apartamento. Llovía. Se bajó del autobús y comenzó a caminar con la mirada fija en el suelo y los pensamientos perdidos entre las piernas de Adela.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/Dic/01