Llegando a Berlín

Carmina Narro

Era la calle Lieberwalderstrasse. Sólo había podido extenderle el papel de la dirección al taxista porque el alemán me es impronunciable. Llegué a una colonia que no tenía nada que ver con lo que yo imaginaba de Berlín, sobre todo, después de ver los edificios tan pesados de las avenidas principales del aeropuerto a la casa del supuesto pagehome. Era un edificio oscuro en todos los sentidos de la palabra. Olía a humedad y tuve que sacar el encendedor para buscar el supuesto número del departamento que debía tener en los casilleros de correo, pero no había tales; sólo se leían los apellidos. La sorpresa anterior había sido que al tener un sólo número con el nombre de la calle, había imaginado que era una casa, pero ya dije, no fue así. Después de quemarme los dedos con el encendedor vislumbré el apellido de mi futuro anfitrión. Era el cuarto piso y no había elevador. Subimos, mis dos maletas y yo, con bastante trabajo dada la estrechez de la escalera. Se leía Schultz. Era ahí y se escuchaba música. Supuse, contenta, que para ambientar mi bienvenida. ¿A qué hora comían los alemanes? Podría ser que tuviera suerte y llegara a la hora de las viandas. Toqué. Vi las puntas de mis zapatos y me acordé de Aura, cuando el estudiante llegaba a la calle de Cuba. Pausa. También me acordé de la portada. Pausa. Ya me había acordado de otras obras de Fuentes y no abrían. Volví a tocar. Para no hacer el cuento largo, toqué dos veces más con los lapsos correspondientes para no parecer maleducada o impaciente. No abrían. La música tal vez estaba impidiendo que me escucharan. Toqué a la puerta ya sin querer ser educada; no abrían. La música seguía, y ya habían pasado dos segmentos de comerciales. Bajar las maletas, hablar por teléfono, que me dijeran, "disculpa teníamos el radio muy alto y no te escuchamos", caminar otra vez hacia el departamento, subir otra vez las maletas cuatro pisos. Volver a tocar, que me abrieran con una sonrisa enorme y dijeran: "qué pena, te estábamos esperando".

Dejé las maletas en la puerta y me fui a buscar un teléfono para llamarles y decirles que le bajaran a su pinche radio y que me abrieran.

Esperando que los alemanes no fueran tan ratas, me fui sin "las taradas", que para esas alturas de mi viaje, ya las había apodado así. Era temprano como para comer, pero la tarde se veía gris como si ya te hubieras tomado los digestivos y fueras por las copas nocturnas. Vi a los lejos, queriendo descubrir un teléfono público; no... no... allá en la otra esquina... tampoco. Seguí caminando, atisbé en un bar queriendo encontrar un maldito teléfono. No, no había, o al menos no a la vista. Seguí caminando. Otro bar con maquinitas y una mesa de billar. Sí había teléfono. Entré. El calor se hizo presente desentumiendo mis cachetes y nariz. Sólo estaba una señora en la barra, fumando, con los ojos enormes, perdidos entre la puerta y la máquina de cigarros. Entré como si no hubiera entrado. Sus ojos no se movieron, no cambiaron, ya ni siquiera por la ráfaga de aire helado que entró conmigo. Hasta que me dirigí a la barra, me miró. Le dije en pésimo inglés que necesitaba hacer una llamada. Con un movimiento desdeñoso de cabeza me señaló el teléfono. Después de una discusión casi de simios, entendí cuáles monedas debía insertar. Me contestó Vente. Ya me habían dicho que la novia de mi anfitrión tenía ese nombre tan sugestivo en español, al menos, en español mexicano. Hablamos muy afablemente. Le dije que estaba a dos cuadras de su casa, que había dejado las maletas ahí, que por favor las metiera mientras yo llegaba. Que no me tardaba, me dijo que Stephan no estaba pero que ella me estaba esperando, que efectivamente tenía la música alta pero que bajaría el volumen. Okey. Voy pa’lla, le dije sin pensar en que no me iba a entender.

Di las gracias a la señora y no me volteó a ver. Salí y el aire me volvió a congelar la nariz. Caminé y volví a ver la caca de perro en medio de la acera que jamás creí que pudiera ver en Berlín. Su imagen tan aséptica me había obnubilado en cuanto a las heces caninas se refiere. En la esquina había tres turcos a los que no les fijé la vista. Volví al edificio oscuro. Subí los cuatros pisos. No era cierto que Vente hubiera bajado la música. Ahí estaban mis maletas. No las había metido. Tal vez una llamada la había retardado para tal asunto. Toqué, no abría. Volví a tocar, sin recato alguno, esperando que la música cesara de tajo. No; la música seguía y nadie se aproximaba a abrir. ¿Qué hacer?. Tal vez cuando contestó tenía unas ganas increíbles de ir al baño. Y ahorita se encontraba en esa evacuación. Esperé. Volví a tocar. Nadie abría. La situación me estaba empezando a enfermar. Dejar otra vez a las taradas maletas solas para volver a llamar no me preocupaba tanto como lo absurdo de mi espera. Resentí que si hubiera hecho los planes como millonaria, no tendría porqué estar tocándole la puerta a alguien que, por la razón que fuera, no me abría. La música seguía, imprudente, recordándome que cuando estaba en el colmo de la impaciencia era capaz de hacer cualquier cosa temeraria como tomar a las taradas maletas y largarme al primer hotel en el que aceptaran la tarjeta que ya no era la llave del mundo, aunque la deuda la tuviera que sudar en febrero con la cara inquisitiva de mi hermano. Decidí hacer otra llamada con todo el resentimiento social y familiar que se manifestaba en la manera que apretaba las monedas dentro de mi bolsillo mientras bajaba las escaleras del edificio cada vez más oscuro, que alejaba mi paisaje de una mesa con comida. Salí del edificio y pasé una vez más por la caca del perro que hasta el momento nadie había pisado. La señora de ojos grandes, seguía en la misma posición en la que la había dejado. Incluso me vio con la misma indiferencia. Ya sin preguntar nada como simio, me dirigí al teléfono. Contestó Vente de inmediato. "Oye -le dije, para continuar hablando desesperadamente con mi inglés masticado. "No metiste las maletas, si no le bajaste a la música, no me importa, pero ¿por qué no me abres?" Su inglés no era mucho mejor que el mío. Me dijo que sí le había bajado a la música y que no había visto ninguna maleta. "Entonces ya me las robaron, qué poca madre "- dije esperando que no me entendiera. "Bueno, voy para allá, por favor, ábreme". Menos de cinco minutos en Berlín habían sido suficientes para despojarme de mis pertenencias. Y dicen que los mexicanos somos rateros. Quién me mandaba dejar a mis taradas abandonadas. Colgué. La señora notó mi alteración, porque vi que me veía con el rabillo del ojo, preguntándose qué onda conmigo. Le dije gracias, para que no creyera que estaba en una situación tan penosa como verme casi suplicando que me recibieran en una casa.

La caca de perro seguía intacta, pero a mí ya me habían robado mis maletas. Así es la vida. Ya caminaba con las piernas ligeramente afectadas por el exceso de ejercicio. Subí pesadamente las escaleras y vi a mis taradas, mis maletas ahí, sentaditas en el piso, como esperándome, como reclamándome el abandono a la que las había condenado. Ya no entendía un carajo. Dudé en volver a tocar. Me senté inclemente en una de las taradas queriendo hacer un examen lógico de la situación. Fuera lo que fuera, esta mujer era una psicótica y ahora sentía que me encontraba más a salvo fuera de ese departamento en el que la música ni había cesado ni había bajado de volumen. Simplemente, la mujer no me quería recibir y yo tenía dignidad. Toqué una vez más, convencida de que, al estar a punto de derribarle la puerta, la mujer abriría enojada y yo estaría todavía más enojada para gritarle su precio. No me abrió. No cesó la música y el coraje me sirvió para levantar ágilmente mis maletas y bajar las escaleras casi rápidamente, pisando fuerte las puercas escaleras de madera, hasta que me dolió más a mí y me percaté de que las escaleras no iban a llorar y yo sí. Es necesario que diga que la caca de perro era sumamente respetada porque nadie la había pisado. Entré al bar con la cara llena de lágrimas. La mujer me vio y vi que un chispazo iluminó su rostro hierático. Pedí una cerveza, "de la que sea", le dije, y me senté en una mesa. Qué humillación.

De pronto vino la revelación de que era una maldita acomplejada porque exclusivamente se me había ocurrido sentirme humillada cuando tal vez, en realidad, ella había asesinado a alguien y por eso no me abría. No, ella no había asesinado a nadie. Era absurdo, pero ¿por qué la música seguía? No, lo que había sucedido era que había hablado con el fantasma del hombre asesinado que, al ser intangible, no podía quitar la aguja del disco que no dejaba de sonar. No. Los discos duran media hora de un lado. ¿Por qué tendría que ser un disco cuando ya todo mundo usa compacts? Y la imagen del acetato con la aguja bordeando el círculo de cartón al final era de una película mala y todavía no había escuchado que dejara de sonar la música. Sin tomar en cuenta que los fantasmas no hablan por teléfono, sobre todo si los acaban de matar. Otra lágrima salió por darme cuenta de cuán imbécil podía ser. Lo único que había sucedido era que Stephan se había peleado con Vente, y ésta era la manera siniestra que Vente tenía de vengarse de él. Nada tenía que ver conmigo, si hubiera sido otra persona, hubiera sido igual. Yo no era culpable más que de tener que llegar a una casa en vez de a un hotel de lujo. Tenían razón; la cerveza alemana era muy rica. Me hubiera gustado tomarla sin lágrimas, en un bar que no fuera tan triste como la música que no se escuchaba, porque la señora empezó a contonearse como osito con la música guapachosa del cantante de moda mundial. Hasta ella tenía ganas de bailar y yo lo sentí como una afrenta a mi desgracia. La cerveza era buena para todo. Decidí llamar al otro amigo de Berlín. No podía quedarme ahí a dormir y la noche ya me asistía. Marqué y le pedí otra cerveza a la señora. Ocupado. Sin pensar, no sé porqué, le volví a marcar a Vente. La hojita ya se doblaba desmayada de tanto apretujón y sudor de mi mano. Contestó. Le dije que estaba en el bar. Me dijo que ya había hablado con Stephan y que le llamara mejor a él. Me estaba dando el número y se cortó la comunicación. Se había acabado el crédito y yo no había tenido otra moneda. Colgué con furia. La señora volteó y pensé que si me decía que no maltratara su teléfono, le iba a dar con la bocina en la cabeza. Me preguntó, compadeciéndome, qué me pasaba. Yo, soltando ya de plano el llanto, le mostré el papel, acusándolo como una niña; "que era la novia de mi amigo, que me decía que me abría, pero no me abría, que había dejado las maletas y que no las metía, que le iba a bajar a la música y no le bajaba, que me llevaba la chingada".

-¿Es su novia la que no te abre?

-Sí.

La mujer frunció el ceño y me arrebató el papel indignada, yo le señalé con el índice su nombre. Como detective lo inspeccionó y me dijo que ese teléfono no era de la zona.

-Me iba a dar el teléfono de Stephan pero se cortó, ya no traigo monedas.

Muy digna se dirigió a la caja y sacó monedas. Casi me empujó para marcar ella, muy resuelta. Habló con Vente. Le dijo: "Aquí está una muchacha muy afligida, hija de perra". No sabía porqué tardaba tanto en escribir el número. Por fin terminó, después de haber deletreado: dos, con d de David, seis con s de Susana y cosas por estilo. Una vez que terminó de escribir el número, extendió el papel con fuerza y me volvió a señalar el teléfono con la cara como si me estuviera dando una orden militar, y sacó más monedas de la caja registradora que también estaba mal hacinada en el tiempo porque todavía hacía click cuando la abrían. Yo, tímida, marqué. Stephan ya estaba verdaderamente consternado por las continuas llamadas de Vente diciendo que tampoco entendía un carajo. Me dijo: "Espérame ahí", y yo sin la menor prudencia le grité: ¡¿Más?!

-Sí, estás en el barrio turco y no es muy recomendable que camines sola a esta hora por ahí.

La señora seguía mi conversación con mucha atención. Cuando colgué, como si fuera una mexicana, me hizo un gesto como diciendo: "qué onda". Le dije que ya venía por mí, que se iba a tardar y que por lo tanto, me trajera otra cerveza. Después la mujer se dirigió contoneándose al ritmo de la música al mismo lugar que estaba cuando llegué la primera vez. Cuando salí del brazo protector de Stephan, le regalé dos cajetillas de mis cigarros mexicanos. La mujer de ojos enormes, tan hierática y tan ceñuda cuando me vio llorando, después me enteraría, era polaca, no alemana y tampoco hablaba inglés.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 07/Mar/05