Casi, casi
Agustín Lozano Ruiz
Alejandro la seguía el mayor tiempo posible, es decir, ocupaba en ello más del noventa y cinco por ciento de sus ratos libres. Amanda se había dejado seguir durante meses, principalmente por no saberse seguida. O, al menos, eso aparentaba. Cuando ella se movía a pie, se facilitaban las cosas para Alejandro, pues sus habilidades al volante eran, digamos, abundantemente escasas. Una cosa a su favor era lo rutinario de los movimientos de Amanda, monotonías apenas rotas en uno u otro viernes. Además, lo adoptado durante sus tiempos de pareja hacía a menudo más fácil ver sin ser visto. Era curioso darse cuenta de cómo se había apropiado ella de muchos de sus lugares y de sus actos, sin importar el poco entusiasmo mostrado -¿falta de expresividad?- por algunos de ellos cuando eran pareja.
Salvo las esporádicas reapariciones de su novio de antes, nada indicaba la presencia de romances. Daba la impresión de hallarse a gusto, de no necesitar a nadie. Eso, en cierta forma, animaba a Alejandro para continuar con su tarea de rastrear sus huellas, obsesión enfermiza para todos, menos para él. Las idas al cine, gustos muy parecidos, a final de cuentas, hacían tardes estupendas. Las visitas a El Palacio de Hierro eran mucho menos gratificantes; si acaso se salvaban por las ocasionales exploraciones de lencería y el paso obligado por el departamento de zapatos. Las librerías grandes y los museos siempre caían bien. Los cafés no, pues el operativo debía continuarse desde la calle.
Mario, el mejor amigo de los dos, estaba cansado de escuchar los detalles, hasta la insignificancia, de ese acoso virtual y aprovechaba cualquier oportunidad para restregarle en la cara lo absurdo e inútil, sin mencionar lo fastidioso, de toda esa situación. No era tan vulgar como para recomendar el clavo sacaclavos. No obstante, le presentaba mujeres de vez en cuando. Inútil. Alejandro quería a Amanda. Eso, sin embargo, a ella la tenía sin cuidado, principalmente por no saberse querida, lo cual, al parecer, ponía de manifiesto la discreción del propio Mario.
Un día pasó lo inevitable: se acercó más de lo debido. No se sabe a ciencia cierta si ella se dejó atrapar, convencida por la tenaz persecución de la existencia de un amor a toda prueba, o si él fue simple víctima de un exceso de confianza, afán de olerla o instante de determinación. La mayoría se inclina por atribuirlo a la fuerza de los aromas, pero no deja de ser una mera especulación. Ella salía de comprar la fruta de cada tercer día en El Triángulo de las Verduras y él abortó la media vuelta, obligatoria, según es sabido, en situaciones de tal índole. Amanda lo enfrentó, aparentemente retadora, con un "¿y ‘hora?". Alejandro, debido a un tartamudeo vergonzoso, no fue capaz de emitir una respuesta, a pesar de haberla ensayado una y mil veces frente a todos los espejos de los baños de esa ciudad. Algo no le gustó. A decir verdad, no supo si era su reacción, tan distinta de la imaginada ene veces, o un cierto gesto, desconocido o nuevo, o la manera de respirar o cómo ondeaba su cabello. Era algo apenas perceptible, imposible de definir, pero convertido en elemento clave de rechazo. Dio varios pasos hacia atrás y se alejó prontamente en una torpe carrerita.
Amanda lo seguía el mayor tiempo posible, es decir, ocupaba en ello más del noventa y dos por ciento de sus ratos libres. Alejandro se había dejado seguir durante meses, principalmente por no saberse seguido. O, al menos, eso decía Mario cuando, harto, de veras harto, decidió huir de los dos.
* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/Jun/01