El mejor amigo
Agustín Lozano Ruiz
Juan se acomodó en uno de los sillones de piel de la apabullante biblioteca, abrió el libro que tenía en la mano derecha y se dispuso a reiniciar la lectura. Antes de que pudiera hacerlo, su mente trastabilló por los recuerdos de su padre, ese hombre que tanto había apreciado los libros. Deseó que se prolongara la tibieza que la memoria le movilizó en los adentros. Cerró los ojos y comenzó a repasar la infinidad de citas ilustres, o de propia invención, que su padre, a base de latigazos con cable telefónico las más de las veces, le había impreso en el cerebro como única herencia:
"El mejor amigo del hombre es un libro y no el perro. La imprenta es un ejército de 26 soldados de plomo con el que se puede conquistar el mundo. Por el grosor del polvo en los libros de una biblioteca pública puede medirse la cultura de un pueblo. Cambiemos la caja idiota por un buen libro. No hay libro tan malo del que no se pueda aprender algo bueno. La lectura..."
Juan se dio cuenta, por los problemas que tuvo para acordarse de muchas de las citas, de que el hombre que había participado en su concepción tardaba cada vez más en regresar a sus pensamientos. Visitas que empezaban por remover los años, unos diez u once, que habían pasado juntos. Tiempos de disciplina casi militar, ejercicios propios de un atleta olímpico, baños con agua helada del tipo manicomio, lecturas infinitas de textos con sopor incluido, ingestión de chícharos vomitados como antídoto para el vómito ocasionado por chícharos, ausencia infalible de televisión.
Luego, la aparición de la Perra, como la llamaba la madre de Juan. Esa mujer que no conoció, pero a quien agradecía infinitamente que le hubiera extirpado al padre para siempre. Con la que, dicen las malas lenguas, murió en la más absoluta miseria después de haber agotado el dolor y el dinero que le había producido la venta a su hermano de la biblioteca, única acumulación terrenal.
El andar del tiempo y las secuelas de esa ardua coexistencia transformaron el odio mate de Juan en un luminoso reconocimiento. Ahora era imposible no darse cuenta de todo lo que le debía a su padre, a su bibliomanía, a su ausencia. Recordó cómo, aun cuando no hubiera sido necesario, su estreno como hombre de la casa, hermano mayor a fin de cuentas, lo llevó a la venta de periódicos. Fue cerillo. Despachó clavos y bujías. Maquilló carros usados para derretir a compradores incautos. Hizo trueques insólitos. Transó por derecha y por izquierda. Se hizo mayorista. Una, dos, tres, veinte bodegas en la Central de Abastos. Lo que fuera, con tal de no abrir un pinche libro.
Así pasaron más de treinta años. Una mañana en que su esposa e hijos se encontraban de vacaciones, sonó el timbre. Fue necesario que el tío Rodrigo se presentara. La entrevista duró unos cuantos minutos. Juan cerró la operación ese mismo día. Había experimentado una exótica urgencia por recuperar los libros de su padre y por arrebatarle todos los otros a su tío. No lo alcanzó remordimiento alguno cuando la entrega del escuálido fajo de billetes descompuso la cara de ese casi desconocido viejo.
Juan se levantó del sillón y caminó en círculos mientras admiraba los miles de volúmenes. Sintió lástima por su padre. No le había servido de nada todo eso. Tampoco a su tío. Él, en cambio, tenía la vida resuelta. Era imposible que se extinguiera lo ganado. De hecho, cada día aparecía más. Estaba orgulloso de su casa, la más grande de toda la colonia Industrial. La única con antena parabólica. Muy diferente a la pocilga de sus primeros días. Había ido decenas de veces a Cancún y otras tantas a Orlando. Su padre, ni a la esquina. Comía y bebía lo mejor. Nunca chícharos.
Notó que había polvo en uno de los libreros. A gritos llamó a la muchacha. Los ojos de Otilia se colmaron de lágrimas por el regaño. Juan la calmó con palmadas para mascota en las nalgas, mientras le repetía que nada le molestaba más que encontrar sucios o desordenados sus queridos libros. Otilia sintió cierto alivio cuando él ordenó que le trajera una cuba.
Con el vaso de Martell V.S.O.P., coca y un chorrito de limón en una mano y el libro en la otra, retomó su lugar. Miró el libro con respeto. Tal vez su padre no estaba tan equivocado. Leer no era tan malo después de todo. Llevaba ya algunas semanas comprobándolo. Había descubierto que la literatura podía conmoverlo. Continuó leyendo en voz alta: "...la hú-me-da ra-ja-da de la Pi-chi-cuás pa-re-cí-a pe-dir a gri-tos que se la me-tie-ra. Sus pe-zo-nes, en-du-re-ci-dos por la e-nor-me ex-ci-ta-ción...".
* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 11/Sep/01