Los cenicientos o el infarto de mi mamá

Las mujeres no mueren del corazón porque no tienen.
Juan José Reyes-

Carlos Miranda

Como todas, esta historia no empieza donde empieza, sino antes: cuando todo empezó para mí, al pardear el 24 de diciembre del año en que el mundo iba a acabarse de veras; una fecha que sólo podía signar con el infortunio al incauto que se le ocurriera nacer tal día. Desprevenido de que la mala suerte existe, yo, parafraseando al autor de la novela más bonita que hay, me tomé la molestia de hacerlo. Y lo he aceptado ya; antes culpaba un poco a mi madre: qué le costaba cumplir con la fecha para la que se programó mi arribo. No lo hizo y resulté culpable yo, "me adelanté" una semana.

Tengo, pues, fundados motivos para detestar las fiestas navideñas, tanto como muchas circunstancias que acompañaron mi crecimiento, marcado por malintencionados reveses de la fortuna. Poco he aliviado mi desasosiego existencial como no sea compartiéndolo con congéneres igualmente desdichados. (O, acaso, pensando que hay quien nació un 10 de mayo.)

No me gusta hablar de generaciones -concepto falaz-, pero siendo esto un convenio, útil en este caso, diré que me considero afortunado respecto al grupo en que me tocó crecer, aunque haya de cargar con el sambenito de lo de la Caja Idiota. Como toda generación, al alcanzar la adolescencia, la mía no escapó a la idea de inventar el universo con cada acto, lo que, gracias a lo único propio que posee el hombre, su lenguaje, es altamente certero: además de una identidad tribal, la palabra nos regala la belleza, que vive en la memoria. En esa edad todos somos dueños de un código verbal que nos acerca a la creación y, en consecuencia, a lo hermoso. Mi generación tuvo su habla, sus contraseñas, divisas con las que nos reconocíamos y que eran el pasaporte del afecto mutuo. Eran muchas, casi todas ingeniosas y generalmente pesadas. La que recuerdo primero es aquella tan socorrida en las fiestas cuando daban las doce y las muchachas empezaban a despedirse: "¿Qué -les decíamos en tono desafiante-, te vas a convertir en calabaza?", en obvia alusión a la Cenicienta y al oscuro sojuzgamiento paterno. Invariablemente, ellas se iban y los hombres nos ufanábamos de una temeridad cuyo sabor se volvía amargo un rato después, cuando recordábamos que nadie nos había eximido del síndrome ceniciento y que nuestro riesgo era transformarnos en púberes reducidos a la impotencia durante cinco días de encierro y ¡sin tele!, lo que sucedía tras cada fiesta quinceañera; se comprenderá, pues, que asocie mi natalicio en festejos finianuales con asuntos dolorosos, solitarios y frustrantes.

De tales circunstancias surgen dos rasgos que me definen en gran medida: la culpa, en el plano vivencial, y la indiferencia, en cuanto a cómo fui recibido en este mundo: mis padres dijeron siempre que el de mi nacimiento fue el día más feliz de sus vidas, sin sospechar que recibí una pequeña pero importante compensación vital: la suspicacia. O sea, no les creo. La verdad es que mi aparición en el escenario no impresionó a nadie. La familia no asistió completa -aún no la perdono- a verme al hospital; quienes fueron iban de pasada y a las carreras, por compromiso, contrariados por la necesidad de alterar el programa de compras de emergencia para La Cena. Aquella noche, mis padres brindaron con sidra barata en la habitación de mi mamá y el escaso personal de guardia -seguro quienes perdieron los disparejos- apenas se ocupó de mí, que, como si conociera mi destino, desesperado, ocupé mi primera Nochebuena en darme de topes contra las paredes de la incubadora, la cárcel más contundente que he conocido y por la que aprendí que nacer es un acto ilegal indefendible. Conocí entonces la indiferencia, que es, en última instancia, la indiferente Soledad, la misma que enfrentaría en mis años mozos. La vida era, pues, salir de una cárcel para entrar en otra.

He aprendido también que la culpabilidad -no la culpa- existe, y hay que asumir la propia junto con una condena: eché a perder una Navidad, es cierto, y lo pago cada 24 de diciembre no teniendo, casi literalmente, cumpleaños. Un día al año soy el Hombre Invisible. Nadie me felicita en mi día importante y yo tampoco lo hago, aunque en mis adentros -yo me entiendo- así expreso a mis amigos que los quiero. Pero la Navidad y el Año Nuevo no existen. Son, creo verlo mejor que nadie, y sin amargura, días de falso concilio entre clases y generaciones.

Allá por 1985, hacía cuatro o cinco fines de año que, con la complicidad de mis amigos, habíamos convertido las fiestas en algo, para mí, auténtico. Con ellos compartía la pertenencia a familias mal integradas; éramos hijos de parejas que se unieron cobijadas por la sombra del mexican dream de los últimos años 50 y primeros 60, gente que llegó a Lomas de Sotelo -entonces un suburbio- camino de Ciudad Satélite, la Shangri-Lá de la clase media lopezmateísta, a la que la cruda realidad económica posterior dejó varada en Sotelo hasta que la contundencia del 82 dio cuenta de toda ilusión de ascenso social y de las raíces que mantuvieron unidas a las familias. Desde la infancia, mis amigos -casi todos primogénitos- y yo, en la calle, alrededor de la zona de juegos en medio del conjunto habitacional -La Rueda-, integramos una familia. Decir que éramos casi hermanos no es un lugar común. A ninguno le gustaba pasar las fiestas de diciembre en casa; conforme fuimos alcanzando la mayoría de edad, encontramos la forma de, juntos, librarnos del síndrome ceniciento, así fuera sólo esos días: los yucatecos padres de Juan S., el mayor y mucho el gurú intelectual del grupo, se iban a la Península dejando su hogar a merced de su hijo y una banda de desarraigados. Conque entre diez o doce nos organizábamos y cada Nochebuena y Año Nuevo, de mis 16 a los 24, hubo tremendas festejadas en La Rueda. (Pero nada es perfecto: siempre padecimos el agregado "síndrome de Sotelo", esto es que, el Diablo tendría sus motivos, en dos colonias a la redonda no había mujeres bonitas. Debíamos salir de nuestra latitud a encontrarlas y, a esa edad, ya parece que las iban a dejar sus padres ir a meterse en una cueva de soteleños hambrientos de una sola cosa.) Con días de anticipación, en un restaurante del Centro, encargábamos platillos abundantes y deliciosos, y horas antes de la cena nos surtíamos de cuanta bebida fuera necesaria -nunca la suficiente, por mucho que considerásemos a los gorrones. Ya en la noche, ceremoniosa y gentilmente, nos sentábamos a degustar la cena, todos con un humor chispeante y sutil. Dos horas después, al grito de "Nomás nos ponemos hasta la madre y nos vamos", nuestra divisa guerrera, nos transformábamos en vikingos y la muerte por congestión de alguno hubiera sido un detalle de buen gusto que nunca disfrutamos. Supimos siempre, claro, hacer justicia a las viandas, los tragos y a nuestra mala reputación. El estado y la hora en que volvíamos a casa, año con año, les resultaba cada vez más indiferente a nuestros padres. Y la pasábamos tan bien que nos venía guango el posible castigo; en esas Nochebuenas, en momentos fugaces, tenía que recordarme a mí mismo que era mi cumpleaños.

Fue también en el aciago 85 cuando mis padres se divorciaron. Luego de 22 años, mi madre vio que su matrimonio no iba a ninguna parte y tomó la sana decisión de arrostrar su destino. Así, un buen día anunció a mis hermanas, Lorena y Rubí, y a un servidor, que nos íbamos. Y, con la ayuda de mis amigos, que cargaron nuestras pertenencias, bien que nos fuimos: a un departamento a cuatro edificios de distancia. O sea que, visto femeninamente, nos fuimos pero no nos fuimos, para fortuna de mi equilibrio emocional, pues me mantendría en mi seno familiar real, cerca de mis cuates.

Llegó diciembre y el 24 no encontré razón alguna para alterar mis hábitos. Mi madre dio señas -como toda su vida, no explícitas- de brindar una significancia especial a cenar junto a sus polluelos en su primera Nochebuena libre -justo esa fecha, que provocaba claustrofobia a mi ánima-; sin embargo, al manifestarle que no habría tal conmigo, como siempre, dijo poco y dijo mucho: era mi cumpleaños, ella entendía, la cena no iba a ser igual sin mí, su favorito, pero se consolaría con mis hermanas, me dio un regalo que le costó algunos sacrificios y podía irme en paz, ella comprendía. Yo no. (Hay ocasiones en las que aún deseo que mi madre fuera judía, o siquiera española.) Aquella fue, creo, la mejor de nuestras fiestas soteleñas; incluso hubo un par de bellas por cuyos favores acabaron a golpes más de cinco...

Pero llegó el 31. Desde el mediodía vi en la estufa una enorme cacerola malagorera. Mamá cocinaba pozole. Nunca antes, hasta donde recuerdo, había hecho pozole. Aquello encerraba un mensaje, mi madre "cocinaba" algo. Y no lo hacía mal. La pobre. Dio por hecho que esa noche sí estaríamos todos con ella. Pero, otra vez, no dijo nada... Rubí consideró que ya había purgado el 24 y yo paladeaba por anticipado el sabor del lomo en salsa de frutas que Juan encargó para la cena. Las horas corrieron y ninguno de los dos desalmados conseguía reunir la fuerza para asestar el golpe a mi mamá. No merecía ser lastimada. Al final, como el varoncito de la casa, me correspondió notificarle que su pozole, literalmente, debería aguardar hasta el año próximo, para el almuerzo, responsabilidad que cumplí cabalmente cuando regresé de comer en casa de mi novia, ¡en Lindavista! Sólo entonces, con la mandíbula temblorosa, mi madre externó cuán significativos eran sus deseos; sin lágrimas visibles, como siempre, dijo que no había problema; la pasaría con Lorena, la pobre... como siempre. A los Capricornio no nos distingue titubear, conque en la noche Rubí -quien nació un 5 de enero- y yo nos despedimos con delicadeza, cada quien en busca de su destino. Mi madre repitió que, de veras, no había problema; sin embargo, por primera vez, su rostro reflejó algo semejante al rencor. Me agorzomó. Sí la habíamos desairado. No sabía yo cuánto. En mi interior predominaba la repulsión hacia esas festividades y no entendía que no sucediera igual con los otros. Yo odiaba esas fechas. Pero las odiaría aún más. No me cansaré de decirlo.

Sucedió en casa de Juan aquella vez, caso inusitado, que faltaba uno de los hermanos M., Homero, mi mejor amigo desde los cinco años. El otro M., Honorato, nos informó que su hermano menor iba a cenar en casa de su novia, donde organizarían una reunión con compañeros de la universidad. En La Rueda, la despedida al año comenzó sin variaciones notables. La cena fue suntuosa -incluso bebimos vinos franceses- y todo transcurrió sin novedad hasta que, muy sorpresivamente, apareció Homero, sin novia, para pedirle a Honorato, un tipo generoso, lo único que no podía pedírsele, que le prestara su coche, un Volkswagen que humillaba al Cupido Motorizado. Nadie sino Honorato había nacido con los dones para manejarlo y, por supuesto, se negó. Todos habíamos presenciado esa escena incontables veces y no prestamos atención. Pero Homero, que de tonto tenía poco, sacó una carta fuerte: dijo que podíamos ir varios a la fiesta; era en ¡San Juan de Aragón!, sí, pero iba a haber "así" de chavas, o por qué creíamos que no se quedó con su novia. Allá tenía su segundo frente. La cosa cambió. Estábamos muy a gusto en casa de Juan, pero no había una razón de peso para desechar una variación en la rutina, sabíamos cómo transcurriría y acabaría la velada: hablaríamos y discutiríamos de nuestros hallazgos musicales recientes y habría sesión de "toritos" roqueros. Yo, el gran amigo de Homero, secundé la sugerencia; los demás evidenciaron no estar de vena para salir de cacería -una más de nuestras frases- y menos a regiones ignotas y lejanas. Mi espíritu imprecavido andaba ansioso de situaciones inéditas y nuestro ímpetu avasalló la reticencia honoraciana. No era tarde, total, si la fiesta no valía la pena podíamos volver a tiempo para rematar con Juan. En el estacionamiento sentí tanto frío, que la vergüenza que me daba subir al Honomóvil se desvaneció y lo vi como un refugio alpino. A la mitad de los cinco minutos que era habitual aguardar a que el coche arrancara, algo en mi interior comenzó a decirme que cometía un error no circunscrito a esa aventura. Toda la noche era un error. Me lo decía mi bienamada suspicacia, pero mi debilidad carnal me hizo ignorarla sabiendo que siempre que lo hice la pagué caro.

Por fin arrancó el Honomóvil y enfilamos por el Circuito Interior. Viajar en ese carro era vergonzante. Homero iba atrás y yo de copiloto, demasiado a la vista, temeroso de ser reconocido dentro de un vw azul con las salpicaderas, las defensas y sendos triángulos isóceles en las portezuelas pintados de blanco ¡con pintura de aceite!; y había que ver el interior: Honorato se sentía un genio de la electrónica a quien no arredraba la pobreza y que, como buen doctrinario de la existencia de los ovnis, aplicó su genio a convertir la cabina de su coche en la nave de Han Solo: era un artista del unisel y los foquitos, materiales con que armó una estructura para instalar el estéreo en el techo hasta que pareciera una discoteque; pero lo mejor era el tablero: lucía tres o cuatro platillos voladores de plástico con focos de colores diversos que indicaban cuando el motor estaba en marcha e incontables funciones inútiles más. El volante era de madera y su claxon eran dos cables pelones (en calidad de mientras, en lo que inventaba algo superior a lo convencional); la manija de la palanca de velocidades, ya se adivina, era un enjambre de focos multicolores que conformaban la estrella de los Dallas Cowboys. La mejor forma de atenuar la vergüenza era burlarse de tamaño mal gusto y así nos entretuvimos hasta llegar a Aragón, donde nos perdimos. Había que recoger primero a Érika, la "movida" de Homero, quien nos llevaría a la fiesta, en casa de sus primas. Honorato y yo nos indignamos pero Homero supo aplacarnos asegurando que las primas nos esperaban, y bueno, ya estábamos ahí... Tardamos casi una hora en dar con la casa de Érika -Homero, inexplicablemente, nunca había ido. Cuando llegamos, hubo que intercambiar abrazos con personas que veríamos sólo esa noche y nunca más, con excepción de Érika, cuya fisonomía, concluí, no ameritaba tales excursiones. Luego, por senderos que no recordaría bajo tortura, nos trasladamos a otra zona de lo que ya me parecía un continente oscuro, la "tierra de leones" de San Juan de Aragón, donde vivían las primas de Érika. Eran las tres de la mañana. La fiesta tuvo lugar en una casa típica de los suburbios pobres, no tan pequeña como para que no cupiera una familia de diez ni tan grande para tener una cochera donde guardar una de las dos carcachas familiares. Adentro estaban congregados los sectores familiares que componen el clan seminal de la clase humilde mexicana, un grupo cerrado que recuerda los batallones europeos del xviii. Eran los parientes pobres de Érika. Se repitió la ronda de abrazos y parabienes, con la salvedad de que señores y jóvenes, muy ebrios, al vernos, pusieron cara de portar navaja y gacha nuestra calaca si mirábamos las piernas de las quinceañeras, que tales resultaron las piezas que fuimos a cobrar y que, con sus vestiditos de tul y moños en la cabeza, hacían perfectas Cinderelas mexicanas. Érika presentó a Homero con sus tíos y éstos reaccionaron como si hubieran oído el nombre de un príncipe que pretendía a su sobrina la refinada. Nos atendieron como consideraban debía hacerse con la realeza, sirviéndonos cubas del peor brandy que recuerda mi paladar y quitando los asientos a los primos, quienes añadieron a su lista un motivo para tasajear a tres güeritos pomposos que habían invadido su coto. A los cinco minutos trajeron ante mi presencia una niña borracha, con un moño rosa chueco cubriéndole media oreja. Escuché su nombre, Cindy, y exigí que nos largáramos ya; si el Príncipe Homero deseaba quedarse, allá él. Su Majestad no iba a quedarse y regresar a ver cómo y consintió en la retirada. Luego de tolerar un largo rato de insistencias, coqueteos de las niñas y miradas punzocortantes, escapamos enfatizando que todo había sido espléndido y, yo, con el deseo interno de que al amanecer las primitas se convirtieran en calabazas en las calenturientas manos de sus primos. Por un designio inusual, dimos fácil con una ruta de escape. Pero sucedió que el Honomóvil hizo manifiesta una especie de flojera de hacer el viaje de regreso flameando sus platinos en plena avenida Oceanía, la cual, gracias a una bruma que apenas nos permitía vernos las manos, estaba hecha un páramo ideal para un asalto. El silencio intimidaba. Menos briagos que aturdidos por el efecto de aquellas cubas ponzoñosas, muertos de miedo, bajamos a hacer nuestra bien aprendida rutina: Honorato limaba los platinos y luego empujábamos el coche rogando que funcionara al primer intento. Arrancó al segundo, por ahí de las cuatro y media de la madrugada, y milagrosamente no volvimos a sufrir averías hasta pisar suelo nativo, pasadas las cinco. Lo malo fue que el esfuerzo acabó con la borrachera, instalándosenos en su lugar una fea cruda; fue espantoso, pues, descubrir que no quedaba alcohol en casa de Juan. Ya se habían echado los "toritos" roqueros y a Juan todavía le faltaba un medio litro para hacer su festejado número de "Yo la quiero un chingo". Alguien había ido a conseguir más bebidas, pero yo no tenía fuerzas ni humor para esperar -temía que la sobriedad me convirtiera en una calabaza mutante- y, no sin vergüenza, me escabullí. Unos metros antes de mi edificio, en una esquina me encontré a Cuauhtémoc y a Martín el "Erutates" -explicar su apodo me llevaría una noche-, dos de los ilustres mariguanos de la colonia, que, felices, estaban en lo suyo. Vi la oportunidad de no quedarme limpio y fumé un poco, lo suficiente para elevarme y dormir a gusto. Sinceramente agradecido, luego de intercambiar abrazos y parabienes, subí en busca de mi cama.

Sin embargo, el año y la noche, aunque el día ya medio clareaba, aún no acababan conmigo. No lo sabía, pero al otro lado de la puerta el infortunio me tenía dispuesto un memorable principio de año. Eran cerca de las siete cuando entré y la luz me reveló la presencia de un extraño sentado en la sala. Mi primera idea fue que se trataba de un ratero que me siguió desde Aragón y se había adelantado para secuestrar a mi familia; la segunda, que nunca debo mezclar alcohol barato y mariguana; la tercera, que estaba claro que no fue suficiente tragedia nacer en fiestas decembrinas, sino que el destino me reservaba sus mejores reveses para esas fechas. Un instante después, para mi alivio, si bien fugaz, Lorena salió del cuarto de mi madre. Notó mi desconcierto y, con expresión demudada, me dijo que no me inquitara, con lo que consiguió acrecer mi alarma. El extraño era un doctor de cuyo nombre vale más que no me acuerde -todavía lo mato-, aunque su aspecto, empantuflado, con una camisa de piyama medio de fuera y una gabardina lustrosa, ojos lagañosos y olor a vino blanco rancio, hacía pensar más en una novela policiaca mexicana, tan mal lucía.

-Siéntese por favor, joven -dijo despidiendo un aliento fétido y pasándose las manos sobre el rostro seboso-. Tiene que tomar con calma lo que le voy a decir -la mariguana es culpígena y yo sentía que estaba notando mi estado-. Su mami -así la llamó el muy atrevido; ni yo lo hacía- tiene todos los síntomas de haber sufrido un infarto -mi pachequez me había subido tanto que la bajada que me produjeron aquellas palabras fue un auténtico sopetón-. Pero cálmese, no parece grave. Ya su hermanita le habló a sus tíos y la van a llevar a un hospital.

Por supuesto, enmudecí, aunque quería hacer preguntas. No. Quería respuestas. Y no es que no lo creyera; no entendía. Según yo, un infarto era sinónimo de muerte rotunda.

-Va a venir Tato -(el hermano mayor de mi madre) dijo Lorena- y la vamos a llevar al Hospital de Santa Mónica. Allá nos va a alcanzar Tita -la hermana menor (funcionaria del Seguro Social).

Oí sin escuchar. Yo estaba zombi, con la cabeza en blanco. Lo único que me nació fue estar junto a mi madre, ver si se había muerto, si agonizaba o algo...

Pregunté si era posible molestarla, si estaba conciente. Mi suspicacia se echó a andar al oír que sí. (Los médicos son idiotas, sólo a ellos se les ocurre que uno quiere ver agonizar a su madre.) Ella estaba acostada, con el brazo izquierdo extendido y el otro sobre su pecho. Entreabrió los ojos y giró su cabeza lentamente hacia mí. Le pregunté cómo se sentía, sin atreverme a sentarme en la cama, temeroso de que su abnegado esfuerzo de responder a mi estupidez le arrebatara el último aliento.

-Me duele mucho el pecho... y el brazo... -dijo resollando, con voz apenas audible. Atemorizado aún, a pesar de estar constatando que vivía, le pregunté qué había sucedido.

-...Y la cabeza... No sé... Cenamos y nos acostamos temprano... Luego me desperté sintiéndome muy mal... Con trabajos le dije a Lorena que llamara al doctor... Una vez que fui a la farmacia apunté su número... -tanta pausa y dificultades me abrumaron. Una vez más, ahí teníamos a mi gran culpabilidad: le estropeé una Nochebuena al nacer y ahora iba a matarla un Año Nuevo. No podía más. Por nada del mundo iba a presenciar la muerte de mi madre. Le dije que vería el motivo de la tardanza del tío.

En la sala, el doctor luchaba por mantenerse despierto y mi hermana era presa de la parálisis pánica. Se me antojó una cuba de buen ron, pero traía atravesada la culpa. ¿Cómo se me ocurría meterme algo placentero cuando se apagaba la vida de quien me toleró en su placenta? Pregunté a Lorena a qué hora había llamado a Tato. Hice cálculos. La cruda comenzaba a arreciar. En el hospital sería peor.

El tío Tato tardó dos whiskys en llegar, pues no conocía el sector de la colonia adonde nos mudamos y además le llevó tiempo estacionarse, a cincuenta metros de distancia. Yo me hallaba perfectamente entonado para hacer mi papel en el churro mexicano transportado a la realidad que fue siempre la historia de mi familia. Nos saludamos brevemente y raudo entré en la recámara, cargué a mi madrecita y salí a la vanguardia. Lorena se quedó a esperar a Rubí y el galeno retornó a la nada que nunca debió abandonar. He olvidado decir que vivíamos en un cuarto piso: dos niveles abajo mis brazos reventaban. Pero no iba a hacer el papelón del héroe que se tuerce a medio camino; aguanté como los machos y al llegar al carro de Tato mis piernas parecían ligas y los bíceps me quemaban. Enfilamos a toda prisa por el Periférico. Un par de kilómetros antes del hospital, en el carril de alta, se atravesó un perro gran danés blanco dando brincos como si sufriera los efectos de un alucinógeno que algún gracioso le diera para festejar también la víspera. Mi madre vio lo que iba a suceder y apretó mi mano con una fuerza inusitada en una persona con medio infarto. Nunca me preocupé por ella tanto como en esos segundos. Por un instante temí más por la salud de mi corazón que por la del de ella. No sé si libramos al perro; recuerdo un vago sonido seco, si bien el carro no alteró su curso ni percibí aullido alguno.

En la entrada de emergencias del hospital, a la que es ingenuo esperar que acuda un empleado ofreciendo su ayuda, mis brazos insinuaron que estaba loco si creía que soportarían nuevamente a mi madre. Pero era la escena climática, donde el hijo entra avasallante con su progenitora a cuestas sin prestar oídos a las necias trabajadoras sociales que exigen el carnet de derechohabiente, mira de reojo la cantidad de personas humildes sometidas por la negligencia institucional a una larga y fría vigilia en una sala que es la mejor metáfora del país, hace un esfuerzo sobrehumano y, con la última reserva de energías, irrumpe en la sala de urgencias reclamando atención inmediata, deposita a su madre quejumbrosa (no sabe si por miedo a que el vástago la deje caer -más culpa-) sobre la camilla del primer cubículo que encuentra libre, agarra la solapa de la primera bata blanca que pasa cerca y de un jalón planta a un sorprendido médico que se dirigía a marcar su tarjeta de salida frente a la enferma que requiere, "en este mismo momento", atención, y dice jadeante: "tiene un infarto". ¡Coño, ella tenía un infarto!

El doctor -un practicante, con seguridad-, que sin duda había tenido una noche infernal, accedió con abnegación hipocrática a auscultar en quince segundos a la paciente. Apegado al guión, dijo que no me alarmara, que no parecía ser un infarto -¡y qué iba a ser si no!-, que en un rato los del turno entrante tomarían sus signos vitales. Su bruta y brutal contundencia me hizo perder mi línea y el doctor se escabulló. Yo había trabajado en un hospital y conocía qué significaban los cambios de turno: horas perdidas. Por otro lado, era verdad que no teníamos papeles que avalaran la atención reclamada (de la tía influyente ni sus luces), lo que descalificaba un poco la revuelta que armé a continuación.

Me puse a recorrer los pasillos demencialmente hasta que di con una enfermera a quien rogué que tomara la presión sanguínea de mi madre, cuyas quejas contenidas aguijoneaban mi muy crudo cerebro. Accedió. No alteraba su ruta hacia el reloj checador. Miré mientras bombeaba: 130 sobre 90. Un poco alta, sí. Se equivocaría la mujer. Mi mamá tenía un infarto. Se lo dije y bombeó otra vez con igual resultado. Le pedí que trajera a un médico. Respondió que tuviera paciencia, con lo que logró impacientarme y que elevara la voz.

-Óigame -me interrumpió-, tiene que entender: hay poco personal y es el cambio de turno. Espérese, su mamá no se ve mal. Además tenemos un caso gravísimo allá -dijo señalando el fondo de la sala.

Y hacia allá fui apenas se alejó, sin detenerme a preguntarle si serviría de algo mallugar un poco a mi madre rompiéndole una pierna. Al final de la sala había un cubículo más grande, quizá un quirófano rupestre, en torno al cual circulaban innumerables batas blancas. Salió un doctor con la suya manchada de sangre; se le notaba angustiado y exhausto. Lo detuve y le planteé mis demandas. Me escuchó como si hubiera fumado opio toda la noche. Arremetí con nuevas súplicas, apelando a su sentido humanitario; me miró sardónicamente y sólo entonces sentí que me oía. Sin decir palabra, se dirigió adonde mi mamá. La examinó con franco detenimiento; inclusive le hizo preguntas. Pero conservaba ese aire distraído que me producía desconfianza. Arropó a mi madre con una sábana y, posando con suavidad una mano sobre mi hombro, con el rostro relajado, me aseguró que no era nada grave. Pensé que no me equivocaba: los doctores son seres infradotados y éste era el infradotado mayor si no podía reconocer un caso de infarto que se le ponía en las narices. Como si leyera mis ideas, dijo que para que me quedara tranquilo harían un electrocardiograma, lo que solicitó a una enfermera que ya le ponía suero a mi madre. Me apartó un par de pasos.

-Joven, en efecto, los síntomas que presenta su mamá corresponden a los de un infarto, pero ella misma me dijo que cenó pozole y bebió unas cubas. Eso es una bomba para el estómago que produce afecciones que pueden confundirse con el inicio de un infarto. El médico que la atendió ha de haber estado borracho; si le hubiera palpado el diafragma, habría sabido que lo que tiene su mamá es una indigestión aguda.

Aquello, a la primera, me pareció el colmo de lo abstruso. ¿Cómo era posible que aquel remedo de carnicero no captase que mi madre tenía un infarto y no porque lo hubiera afirmado un doctor beodo? Mi madre tenía un infarto porque tenía un infarto. ¿O insinuaba acaso que no había razón para que no tuviera uno?

-Discúlpeme ahora -dijo al notar mi confundida indignación-. Tenemos un caso muy delicado... Más tarde vengo a checar el electro.

Y así me quedé, de una pieza, sin saber qué pensar; sin saber pensar. Me había olvidado de mi cruda y de Tato, quien permaneció afuera. Habría transcurrido ya una hora, o más. Me cercioré de que se dispusiera el electro y, al ver que el suero comenzaba a adormilar a mi madre, le dije que iría a ver si llegaba Tita. Me moría por fumar. En la recepción encontré a Tato y a Tita, quien hacía gala de su influencia dando órdenes a discreción. Les narré lo acontecido. Podían verla; mientras, yo iría a comer algo. A las once de la mañana de un primero de enero, en despoblado, sólo conseguí un repugnante hot dog frío y un refresco de piña; pero cuánto disfruté los tres cigarros que me eché al hilo. En las doce horas previas, con diversos enervantes, había subido y bajado como en una montaña rusa neurológica; a esas alturas mi cuerpo estaba harto necesitado de una droga seria y se puso a secretar endorfinas a lo bestia, lo que me llevó a ese estado de insensibilidad e irrealidad que tanto anhela un yonki. Todo empezó a ser confortable. Busqué un teléfono e, insensiblemente sereno, avisé a Lorena que todo iba bien. Con refrescado brío, volví junto a mi madre. Ya le habían hecho el electrocardiograma pero debía certificarlo el doctor. No iba a tranquilizarme hasta que lo viera, aunque mi tía aseverase que pronto darían de alta a mi mamá (como si estuviera en ella disponerlo). Tato se despidió; Tita nos llevaría de vuelta a casa. Mi paciencia no estaba para más aplazamientos y fui a buscar al médico al quirófano de aspecto improvisado. Imprudentemente, entré y descubrí un escenario que pude confrontar sólo gracias a la acción de las endorfinas. Tendido en una mesa quirúrgica, rodeado de doctores y enfermeras, conectado a decenas de tubos y aparatos, vi el cuerpo, o lo que quedaba de él, de algo que parecía haber tenido forma humana alguna vez. Pese al revuelo que produjo mi irrupción, pude percibir que el lado derecho de la persona atendida estaba cubierto por mallugaduras y moretones; de su otra mitad apenas podía intuirse una forma original: de la cabeza al pie era una masa sanguinolenta de carne, vísceras y huesos truncos. El mismo doctor que atendiera a mi madre, cuidando no armar un ajetreo mayúsculo, se abalanzó sobre mí y me sacó de un empujón, lo que estuve a punto de agradecerle. Apenas musité un "perdón" vacilante.

-¡No puede estar aquí! -exclamó furioso, despojándose de la bata y unos guantes.

-Discúlpeme -dije con abismal vergüenza, reconociendo en lo más profundo que no podía ser tan indiferente a las cosas por mucho que me lo propusiera-, sólo quería que viera el electro de mi mamá...

-Le pedí que me esperara... Tenía que estar aquí...

El doctor titubeaba y sus pausas parecían producidas por una rabia que, extrañamente, sentí que no le surgía debido a mi impertinencia. Siguió hablando y al escuchar sus palabras noté que una necesidad portentosa lo impulsaba a hacerlo sin importar a quién las dirigía:

-Mire -replicó señalando con el pulgar hacia el cubículo, estuvimos desde la una tratando de salvar a ese hombre. Su esposa iba a dar a luz anoche y salió de su casa manejando como loco. Venía de Cuautitlán y en la carretera los prensó una pipa que explotó. De su esposa no quedó nada. Él murió hace un rato. No conocemos ni su nombre. Encontramos en su ropa un pedazo de papel con un teléfono que no sabemos de quién es. Hablamos para que vinieran a tratar de reconocerlo. Imagínese la impresión que va a sufrir quien venga si es un pariente cercano... Yo creo que su mamá puede esperar...

Me reconocí impactado. Una nueva disculpa, más conmovida, suavizó la tensión y el doctor me acompañó al cubículo de mi madre, a quien encontramos de pie; junto a ella estaba mi tía, quien supervisaba la salida de mi mamá. El doctor examinó el electrocardiograma minuciosamente y, antes de certificar que el corazón de mi madre no tenía daño alguno, me dirigió una inolvidable mirada, profunda. Dijo que podíamos irnos cuando quisiéramos. Fui a pedirle a una enfermera las cosas de mi mamá y volví para entregárselas. Me quedé afuera mientras se vestía y de pronto me invadió la necesidad de ir a agradecer al doctor su puntual ayuda. Caminé hasta el cubículo-quirófano y me detuve en la entrada; no recuerdo haber presenciado un trance que haya capturado más mi atención y mis emociones. Una rubia hermosísima de aspecto nórdico, rodeada por unos pocos doctores, sollozante, al pie de la mesa de operaciones, acababa de besar los jirones de lo que un día fueron los labios del cadáver. Pero no fue aquello lo que más me estremeció, sino la visión de que la doncellesca mujer apretaba con sus manos un zapato ensangrentado y lo acariciaba como Aladino a su lámpara. Súbitamente, deduje que ella había reconocido al muerto al calzarle el zapato. Mi estupor fue tal que olvidé la existencia del médico. Di la vuelta y sólo pude preguntarme quién sería la mujer, por qué le dolía tanto aquella muerte, qué era ella del difunto, dónde estaba cuando murió alguien a quien evidentemente quería mucho; ¿la atormentaba un sentimiento de culpa? ¿Quién y qué era ella? Nunca lo sabría -¿o sí? Hundido en un mutismo absoluto, regresé con mi madre.

Minutos después circulábamos por el Periférico rumbo a Lomas de Sotelo. Yo, en el asiento trasero, continuaba en silencio. Mi mamá iba en silencio. Nadie hablaba. En mi interior tenía lugar una pugna exasperante entre mi pasmo y mi humor negro: no podía evitar decirme que aquel pobre hombre, de veras, se había convertido en calabaza. Sin embargo, tampoco pude evitar la intervención de mi lado serio: ¿de verdad se le habría hecho tarde?, ¿perdió el tiempo?, o, acaso, ¿no sería el tiempo el que lo perdió a él?...

Al llegar a casa di las gracias a mi tía Tita y, tomando con firmeza a mi madre del brazo que le dolía, con parsimonia, subimos las escaleras. Reparé en que nunca antes había pasado un día completo sin dormir. (Por razones que conozco a medias, pero que entreví ya entonces, en mi interior tiene un lugar el atavismo de la calabaza, asociado quizá a mis orígenes, y me obliga, bajo cualquier circunstancia, esté donde esté, a regresar a dormir en mi cama por temor a que suceda algo malo; antes, nomás no me duermo.) Aquél era el primero.

Me sentía y estaba drogado y hambriento. Lorena recibió a mi mamá y la acompañó a acostarse. Rubí había llegado al mediodía y aguardaba nerviosísima. Eran las dos de la tarde. Fui a la cocina en busca de la cacerola de pozole. Me asomé a su interior. Alguien se había cenado la mitad. Calenté una ración en una olla pequeña. (Lejos de lo que podría suponerse, a partir de esa comida le cobré un enorme gusto al pozole. Estaba sabroso.)

Esta historia, como todas, no termina donde termina, sino cuando todo acabó para mi madre: en la noche posterior a su sepelio, un inquietante 28 de diciembre. Lorena y yo habíamos dejado Sotelo hacía años; no así Rubí. Fuimos a cenar a un restaurante y rememoramos muchas anécdotas familiares. De algún modo revivimos esta historia y al terminarla me sorprendió ver estupefacción y coraje en los rostros de mis hermanas. Lorena apretó con fuerza su copa de coñac y, rechinando los dientes, me confesó que mi mamá, de quien se hizo cargo en sus últimos años, nunca les dijo que no había sufrido un infarto.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/Ene/01