Estigma

"...,y entonces aprendieron que
las obsesiones dominantes pre-
valecen contra la muerte,..."
Gabriel García Márquez,
Cien años de soledad

César G. Romero

-¡Pinche Oso! ¿A poco de veras vamos a desenterrar a la viejita?

El Oso respondió a la interrogante de El Burro cavando con mayor vitalidad. Aunque juntos habían estado en situaciones bastante extrañas, no podía recordar una que lo fuera más que ésta. El Burro, a un lado del creciente agujero, volteaba para todos lados temiendo que apareciera no un ejército de zombies desarrapados, sino el vigilante del panteón o, en el peor de los casos, alguna jauría de policletos. El Oso, ensimismado en arrojar paladas de tierra, no reparaba, o fingía no hacerlo, en la aprensión de su compañero.

-¿Sabes qué, cabrón? Mejor vámonos. No es que tenga miedo, pero como decía aquél: "Hay cosas que el hombre mejor debería ignorar...".

Más por el cansancio que para responder a su compañero, El Oso se detuvo, clavó la pala en el suelo, y secándose la cara con el faldón de su camisa de franela, se quedó mirando a El Burro.

-Mira güey, si quieres irte, vete, pero yo no me quedo con la duda. Si todo es cierto, éste va a ser el primer artículo de Bizarra, o le vendo las fotos a Semanario de lo Insólito, o a ver a quién chingados, pero esto es una mina de oro...

Cómo muestra de forzada conformidad, El Burro soltó un escupitajo que acertó la luna reflejada en un florero lleno de agua negra y cuajada de mosquitos patinadores. "Pinche Oso", pensó con preocupación, "es bien clavado. No le hubiera contado lo de la tía, ni le hubiera prestado mis colecciones encuadernadas de Duda y Vidas de los santos. Pero de todos modos siempre ha tirado para allá; como la vez que anduvo necio por meses con la idea de fabricar nitroglicerina en su casa y por poco vuela el drenaje de toda la manzana..."

El Oso, mientras tanto, había aplicado más el peso que la fuerza de sus brazos, y había logrado producir un sonido seco en el último viaje de pala; eso le indicaba que el féretro estaba casi a flor de tierra. Se hincó, sin consideración alguna para con la pulcritud de sus pantalones de mezclilla, y con las manos quitó la delgada capa de tierra que cubría esa caja metálica hermética la cual, supuestamente, evitaba la salida de los hedores de la descomposición. Aunque trataba de hacer tonto a su sentido del olfato, esa cierta morbosidad que lo impulsaba a ver la primera plana de La Prensa en los puestos de periódicos, le hizo arrugar la nariz para identificar cierto tufo que salía de entre las juntas del ataúd. Pese a lo que esperaba/temía, no se encontró con las pestilencias de la putrefacción, sino con un olor más parecido al del metal cuando se ha calentado demasiado tiempo.

El ambiente de la capilla ardiente no era diferente al del resto de los velorios a los que habían asistido. Aunque no contaban chistes, los dolientes tomaban café y recordaban cómo doña Pura había logrado llegar a los ochenta años, con una salud casi perfecta y una dedicación completa a propagar la palabra de Dios y, de paso, la suya propia, tanto entre quienes la escuchaban como entre quienes no querían hacerlo. Considerando que los contactos carnales eran impuros hasta entre cónyuges, doña Pura permaneció siempre en un estado que durante su juventud fue de virginal pureza, y en su madurez y vejez, de rabiosa intolerancia ante cualquier cosa que oliera o sonara a sexualidad. Ahora, el efecto piadoso de la muerte había convertido en beata con pasaporte directo al cielo a quien, en vida, los vecinos tachaban de "pinche vieja mochila", o de "chupacirios de mierda".

El Burro, uno de los sobrinos de la difunta, conocedor de la necrofilia galopante de su amigo, El Oso, le platicaba con un detallismo vívido los pormenores del deceso de su tía señorita:

No, cabrón, si de veras fue impresionante lo de mi tía Pura. Cuando por fin dio el último suspiro, no había ningún otro hombre en la casa, aparte de mí. Entonces, Perla me llamó para ayudarla y ¿qué crees, cabr’n?: la viejita estaba llena de estigmas. Si, cabr’n: llagas en los dorsos de las manos, en los empeines y en la frente. No pude verle el costado, porque ni modo de quitarle el suéter, pero estoy seguro de que hasta ahí tenía.

¿A poco? -respondió El Oso encendiendo esa mirada de interés, mezclado con cierta perversidad y un entusiasmo casi infantil, que su amigo había visto varias veces cuando, como voluntarios de una brigada de rescate, lograban llegar antes que la Cruz Roja a un accidente especialmente violento y los cuerpos de los accidentados yacían prensados o desperdigados por el asfalto.

Mira. Hasta Perla que es tan liberal y tanto se peleaba con ella, se hincó y le rezó como si fuera una santa.

Caray, Burro. Pues en una de ésas, hasta la sacamos en Bizarra, ¿no?

No mames, cabrón, que después de todo era mi tía. Además, de aquí a que saques tu revista...

¡Qué te pasa, pendejo!, si tengo cajones llenos de fotos e historias. Nada más es cosa de tener un poco de lana y una historia lo suficientemente pegadora... Oye, vamos a acercarnos para verla por la ventanita del féretro.

Ni lo intentes. Perla dispuso que sellaran el ataúd.

Entonces sí debe de haber algo raro, cabr’n- apuntó El Oso, incapaz de refrenar la compulsión de frotarse las manos.

Un "shhhht" enérgico de Perla indicó a El Burro que era tiempo de callarse y cumplir con el ritual, y tanto él como su amigo bajaron la cabeza, fingiendo, secretamente divertidos, rezar un rosario mientras recitaban en voz baja la letra de Territorial Pissings de Nirvana.

El sol y los mosquitos complementaron el sermón punitivo del sacerdote que presidió el sepelio, cuyas maneras eran más las un Miguel Angel Cornejo salido directamente del infierno de los merolicos, que las de una guía de almas. Cuando por fin la lápida fue colocada sobre la tierra recién excavada y vuelta a amontonar, El Oso dijo a su amigo, espantándose frenéticamente un moscardón verde metálico que parecía tener intenciones de vomitarle en uno de los orificios auriculares:

Pues no, no hubo chance de ver. Se me hace que de veras hay algo sobrenatural en todo esto, cabr’n. A mí me quedó ese gusanito...

El Burro, conteniéndose de alburearlo en un cementerio, le insistió:

Ya cabrón, olvídate: no es nada. Mejor vamos a comer; tanto café me está haciendo un hoyo en el estómago. Aquí a la vuelta hay una ostionería. De paso nos echamos unas cervezas.

Oye y ¿qué tal si tu tía de veras era una santa y permanece incorrupta? -insistió El Oso, buscando entre el bosque de Coronas vacías la mirada enrojecida de El Burro- ¿qué, no sería como un pecado dejarla ahí?

El Burro, indiferente ya a la necedad de su amigo, se empinó la duodécima cerveza de la tarde, la cual le causó un efecto confortablemente insensibilizador.

¿Sabes qué, cabrón? Yo no me quedo con la duda; a la entrada del cementerio vi unas palas y unos picos, y a estas horas no debe haber nadie- dijo El Oso levantándose súbitamente con un billete en la mano.

El mesero, ante la vista de un par de borrachos dispuestos a pagar todo lo bebido sin hacer escándalo, acudió rápidamente y, en segundos, les entregó el cambio, feliz de perderlos de vista después de escucharlos hablar toda la tarde sobre cadáveres, gusanos y marranadas capaces de revolverle el estómago al menos remilgoso.

Habían pasado ya un par de horas cuando El Burro, aguijoneado por el miedo, el mareo y el dolor de nalgas producido por la fría plancha de cemento en que estaba sentado, comenzó a pensar en dejar a su amigo ahí, solo con sus necedades, para regresar a su casa, donde los floreros deberían de ser menos hediondos que esos que tenía a sus lados.

Sin embargo, y aunque él no creía en la existencia de aparecidos, la idea de atravesar todo el cementerio a esa hora y en ese estado terminó por proporcionarle un poco más de paciencia para con su amigo, quien, poseído de una vitalidad de la que sólo hacía alarde cuando había que mostrarse viril frente a alguna mujer, extraía montones de tierra que él imaginaba preñada de los gusanos más asquerosos imaginables. De pronto, después de escuchar el sonido de la pala al chocar contra el ataúd, El Oso se perdió en el agujero al hincarse para quitar la tierra que todavía estorbaba.

El Burro, intrigado aun en contra de su voluntad, no pudo más que pararse y asomarse al interior del hoyo: dentro de él, su amigo, arrodillado sobre la mitad inferior del féretro, trataba de encontrar la cerradura o el mecanismo que aseguraba la tapa. Cuando por fin lo encontró, y lo destrabó con su navaja, se detuvo un poco para alzar la cabeza y encontrarse con la mirada suplicante de El Burro, quien musitaba:

Mejor vámonos, cabrón. No sea que después...

No tuvo tiempo de terminar la frase; su lengua se paralizó a medio movimiento cuando al comenzar El Oso a abrir el féretro, de éste comenzó a salir una luz rojiza, fosforescente, que miles de horas de televisión y cientos de tomos de historietas les hicieron identificar como radiactiva, mientras el olor a metal recalentado invadía todo el ámbito y se restregaba con furia en sus fosas nasales.

El Oso, lejos de atemorizarse, se tapó la nariz y levantó con mayor rapidez la tapa, raspándose los nudillos con la pared de tierra que se había formado en la excavación. Cuando, parado sobre el borde de la caja, había quitado de su paso el estorbo de la tapa de lámina, pudo darse cuenta de que era la tía Pura misma quien despedía ese brillo de película de ficción que, de alguna manera, atravesaba la mortaja. Más intrigado que asustado por el espectáculo, El Oso buscó con la vista la fuente del extraño olor.

Cuando se agachó, casi sobre la cara de la difunta, para levantar un poco los pliegues de la túnica, sus ojos se desviaron instintivamente para tratar de distinguir lo que le había parecido un leve movimiento: éste era producido por las comisuras de los ojos de la occisa, en su esfuerzo por abrirse nuevamente. Aunque no podía creerlo -su escepticismo de chilango se lo impedía- se echó para atrás, a punto de sentir miedo. Cuando Pura por fin abrió los dos ojos y levantó la mano con el índice rígido, ya en los inicios de una putrefacción nada santa y bastante corriente, el profanador aficionado saltó hacia atrás, sintiendo que el contenido completo de sus intestinos grueso y delgado se convertía en un miasma fugitivo.

Sólo por cumplir con la amistad, antes de darse a la fuga, El Burro, desde arriba, gritaba "¡Salte, cabr’n, Salte cabr’n,¡" en una histeria indigna pero perfectamente justificada. Cuando se le ocurrió que debía ayudar a su amigo a salir del agujero, se inclinó un poco sobre la fosa, sólo para ver como la tía levantaba un poco la cabeza y, con su eterno índice apuntando hacia El Oso le decía:

"Joven cerdo, reza el rosario"...

O fue una alucinación colectiva o la tía optó, finalmente, por irse sin más aspavientos, por fin, a descansar a donde tuviera que hacerlo, porque ninguno de los dos profanadores arrepentidos supo que, después del incidente, una zombie de aspecto putrefactamente virginal vagara por la ciudad de México, como escapada de un ejemplar de Leyendas de la Colonia. Tampoco escucharon nada inusual de la boca de Perla, después de que ésta regresara de visitar el cementerio algunas semanas después.

Sin embargo, desde aquella noche, a ambos les fue imposible librarse del sueño recurrente en donde la tía Pura, con una lata de pintura roja fosforescente en aerosol, escribía en las paredes de la ciudad "Joven, reza el rosario", pinta que desde antes de su incursión al cementerio ya les causaba escalofríos.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 09/Ene/04