La posesión de Kurt Cobain
César G. Romero
Al contrario de lo que suelen pregonar las consejas de espantos, aquel día nada presagiaba un hecho sobrenatural; por ello me tomó tan de sorpresa que Kurt Cobain poseyera mi computadora. Por otro lado, también me causó cierto desencanto que no se hubieran introducido en el alma de su microprocesador AMD el fantasma de Charles Bukowski o el espectro de William Burroughs, porque de ellos sí he sido fan rendido. En cualquier caso -pensé para consolarme- una celebridad es una celebridad.
Reitero: se trataba de una tarde normal, un poco más animada, incluso, que el resto de esas tardes de enero, mes en el cual transcurre el tiempo con la hueva de los recién levantados. Yo trabajaba, sentado al frente de la máquina, preguntándome con una mitad del cerebro qué coños significaba en español "clunky software hyperretriever" y pensando con la otra en cómo se le hace para ser infiel sin caer en riesgos éticos y sanitarios, cuando de repente comenzó a sonar la última canción -una especie de track secreto- de un CD, el In Utero, que había puesto el día anterior y que había escuchado completo, repetidamente, sin toparme con la canción que en ese momento salía de las bocinas. Las notas no eran más siniestras que el resto de la música de Nirvana, pero lo que comenzó a asustarme fue un continuo rumor que se quejaba en inglés y decía, "no aguanto la cabeza, no aguanto la cabeza". Si la cosa hubiera parado ahí, hubiera terminado como una de esas historias poco contundentes que cuando son contadas a los amigos, provocan risas por lo bajo y comentarios como "¿pues no que este güey ya no fumaba de eso?".
Pero no paró ahí; por el contrario, la máquina se armó de una vitalidad que ya quisiera para los días en que más la necesito: su pantalla se tornó fosforescente y por ella comenzaron a desfilar, primero, los suéteres guangos y descoloridos que usaba don Kurt, y después su cabeza, como de costumbre con barba de varios días y el cabello grasoso. Lo más raro es que se veía enterita y no, como pudiera esperarse, peinada de raya en medio a lo Hemingway. Lo que sí le perduraba era ese aspecto de confusión total que acentuaba su condición de extraño, que, creo, fue la que disminuyó un poco el miedo que ya comenzaba a convencerme de apagar la máquina e irme a emborrachar a la farmacia de la esquina (el encargado, el farmaco-dependiente, era mi amigo y a veces metíamos botellas a la trastienda o rebotica, como le dicen en el negocio, para ponernos hasta el gorro).
Mientras tanto, las lucecitas del reproductor de CD adquirían una velocidad frenética y una intensidad que iluminaba todo el cuarto, infundiéndole la apariencia que debía tener una discoteca en el infierno. Kurt, es decir, su cabeza, recorría toda la pantalla y de vez en cuando se asomaba hacia afuera del marco del monitor. Como no se veía en plan beligerante, -como yo pensaba que los aparecidos actuaban- no pude menos que compadecerlo y preguntarle, más para dar pie a una conversación que le orientara un poco que para enterarme de asuntos que, en realidad, poco me interesan "¿Qué onda compadre, cómo van las cosas allá, en el más allá?". Cobain se percató de mi presencia y con una turbación que no pensé propia del aparentemente desenfadado padre del grunge, trató de hacer coincidir su cabeza con el suéter que en ese momento pasaba por la pantalla. En el español propio de un extranjero del supramundo (¿cibermundo?) contestó "¿Dónde estás tú?, ¿dónde estoy yo?, ¿dónde está el resto de mi cuerpo?".
Después de ponerle al corriente, lo menos confusamente que me fue posible, de su ubicación espacio-temporal, su semblante cambió para reflejar una decepción profunda e irremediable.
Si cuándo vivía su música me gustaba y su existencia privada me dejaba indiferente, en ese instante Kurt me provocó una pena sincera. Para animarlo, en mi testosterónica sensibilidad, estaba a punto de recomendarle que se diera una vuelta por varios de los sitios porno que atestan la Web, o por uno de esos salones de conversación en Internet donde, haciéndose pasar por lesbiana uno puede tener cibersexo con otra lesbiana, cuando me hizo una pregunta que, de una u otra forma, ya anticipaba: "Oye, ¿tú conoces a Courtney?".
Desde el principio sospeché que ella, su esposa, tenía que ver en la forma en que el pobre muchacho acabó ("Siempre es una mujer", diría algún detective misógino a lo Bogart o a lo Pedro Armendáriz hijo).
-¡Cómo no! -le contesté con un entusiasmo desconsiderado, nacido de la intensa, y desatendida, atracción que sobre mí ejercen las roqueras voluptuosas, disolutas y boconas. -¡Todo mundo! Creo que ahora hace películas.
-¿Porno?
-No, de las de Hollywood.
- ¡Ah!
No sé que esperaba de ella, pero eso pareció desanimarlo todavía más. En medio de uno de esos silencios incómodos, tuve que contenerme mucho para no decir "Oye, ya que andas por aquí, échate Smells like teen spirit, ¿no?", lo cual hubiera sido, creo, un tanto impropio. Me causaba mucha curiosidad cómo es que había saltado desde las tinieblas de la vida después de la vida hasta las penumbras del ciberspacio, pero me pareció que si no sabía donde estaban sus brazos y sus piernas, menos iba a saber de perturbaciones electromagnéticas o metafísicas o lo que fuera que lo hubiera llevado a vagar a mi siempre obsoleta CPU.
De todas maneras, en el esfuerzo de hacerle la plática, le dije:
-Oye, por allá también debe andar Hutchence, el cantante de INXS; ¿no lo has visto?
-¿INX qué? -respondió, apenas saliendo de su melancolía extrema.
-Olvídalo. Oye, y ¿cómo te la pasabas antes de ser famoso? Digo, si no te incomoda, ¿cómo era tu familia, tus hermanos, tus novias?, ¿eras más o menos como el resto de los chavos allá?, ¿o correspondías al cliché de artista hipersensible e introvertido?
Don Kurt me soltó una retahíla surtida de impresiones que, pese a su aparente incoherencia, lograron dibujarme paisajes agrisados por la niebla de Seattle; adolescentes, descoloridas como sus camisas viejas, que le hacían gestos y se alejaban; calles solitarias, llenas de armerías, en donde la gente no transitaba nunca a pie; muchas personas que pasaban raudas ante sus ojos -ahora ante los míos- gesticulando y hablando consigo mismas; viñetas confusas e inconexas que, sin embargo, fueron capaces de dibujar un cuadro deprimente y alienado.
Repentinamente, en este lado de la realidad, escuché como mi esposa metía su llave en la puerta de entrada y me entró un temor, ridículo pero efectivo, de que me sorprendiera hablando con un espíritu rocanrolero, aunque, más bien, era un acto reflejo surgido de cuando alguien estaba a punto de sorprenderme en un sitio XXX teniendo sexo virtual con una mujer asiática de género no garantizado. El caso es que, en uno de esos arranques de cobardía que después me avergüenzan durante mucho tiempo, desconecté la máquina y vi como el pobre Kurt se perdía por el ciberespacio, hablando consigo mismo como tratando de comprender, sin éxito, esos recuerdos que no eran más claros para él que para mí, con esa tristeza infinita que ni en sus tiempos de auge pudo quitarse de la mirada.
Después de ese incidente, mi máquina corre con la misma eficiencia fría, con la misma potencia terrenal que su memoria, siempre insuficiente, le permite. De todos modos yo siempre espero que algo extraordinario comience a parpadear en la pantalla. De hecho, cuando estoy solo, frecuentemente pongo el In Utero anhelando que el pobre de Kurt aparezca en pantalla, esta vez con mejor semblante y con todas sus extremidades en su sitio.
* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/Ago/03