Rojo y Negro

César G. Romero

Contra lo que pudiera esperarse, de ese momento lo que más se grabó en mi memoria no fueron las esculpidas tetas de la pelirroja, ni el ámbito de sudor fresco y Mystere que la envolvía, ni la extraña sonrisa que me prometía un trato más allá de lo profesional. De hecho, el recuerdo más intenso son los zumbidos de mosca electrónica de Tourniquet, de Marilyn Manson, que sirvió de fondo para que ella me bailara el table-dance con el que todo comenzó.

Aunque no era un adicto a los bares topless, la experiencia que había adquirido después de unas cuantas incursiones a sitios parecidos con los compañeros del despacho de arquitectos, me permitió, desde el momento en que llegué hacer una evaluación... equivocada. Todo anticipaba una noche normal: algunos tragos, dos horas de atenta contemplación de los cuerpos que, alternadamente, se desnudaban y contoneaban sobre la pasarela y, finalmente, otras dos horas transcurridas en un estado a caballo entre el aburrimiento y la embriaguez.

Un recorrido visual por el lugar revelaba una actividad intensa de concurrentes y anfitrionas, enfundadas en sus consabidos vestidos cortos, ajustados y multicolores, o en simbólicas tangas agobiadas por la pujanza de sus contenidos. Por lo general, las chicas más sensuales caminan por entre las mesas haciendo gala de una delicadeza de geisha para quitarse de encima las manazas de los parroquianos más arrojados. Esa noche, sin embargo, la concurrencia se encontraba especialmente agitada e incluso las carnes de las menos agraciadas ejercían un atractivo irreprimible sobre las ansias masculinas, de manera que todas las mujeres del Touché se encontraban en medio de un asedio que, unas pocas copas más mediante, amenazaba convertirse en una lúbrica batalla campal.

Sólo una mesa, pequeña y situada como a cuatro lugares de la mía, parecía inmune a esa sexualidad apenas contenida. Para mi sorpresa, en ella estaba sentada una de las mujeres más atractivas de todo el antro. A diferencia del muestrario cromático de los atuendos de sus colegas, mi vecina usaba un vestido negro, de un tejido parecido al terciopelo, que se le untaba hasta los tobillos y producía un contraste dramático con el intenso rojo natural de su cabello. Una larga abertura, que comenzaba en la cintura, dejaba ver una cadera bien construida y unas piernas firmes y tersas. Tal vez su edad-unos 38 o 40- era lo que le daba cierto aire de serena distinción bastante raro en esa atmósfera dominada por la obviedad. Sus rasgos agraciados y su nariz, seguramente producto de un discreto trabajo quirúrgico, se volvieron hacia mí una vez que el tan llevado y traído sexto sentido de la mujer le alertó sobre mi mirada inquisitiva.

Aunque por lo general asumo una actitud calculadora y precavida cada vez que estoy frente a una mujer y la posibilidad de entrar en contacto con ella (una cautela que pocas veces me permite hacer una conquista), en esa ocasión evité preguntarme por qué, en medio de ese pandemónium de hormonas y billetes, esa hermosa pelirroja estaba sola. Sólo a causa de esa omisión me acerqué a su mesa y me senté junto a ella.

-Hola, preciosa. ¿Cómo te va?- le dije tratando de lograr el tono de Pierce Brosnan y sonando, en realidad, a Mauricio Garcés en sus últimos años.

-Regular. Pero tú vas a hacerme la noche, ¿no?

-Pues para empezar, te invito una copa- alcancé a decir agradecido de que la pelirroja mostrara buena disposición para los negocios.

El mesero trajo la bebida y ambos vaciamos las copas al primer intento. Era como si hubiéramos acordado que se trataba de una ocasión para celebrar: yo, porque conseguí a una bailarina desocupada en medio de aquella rebatinga; ella, por haber encontrado un cliente que todavía no anduviera con la camisa saliéndosele por la bragueta y babeando de borracho. Después de unas rondas, me animé a gastar el costo de un baile y le pregunté:

-¿Quieres bailar?

Y ella me abrazó en un acto tan inesperado como fuera de lugar.

-¡Qué bonito me lo pediste! -me dijo con una expresión que yo habría creído auténtica si no hubiera vivido tanto tiempo en esta ciudad.-Casi como si estuviéramos en una fiesta y tú me invitaras a bailar una pieza contigo...

Mientras yo acomodaba mi silla, ella se paró para colocarse frente a mí, todavía sin desabrocharse del todo el vestido, a esperar a que se iniciara la siguiente pista. Una vez que el diskjockey hizo reproducir las vibraciones de la podrida laringe de Marilyn Manson, la pelirroja se quedó en una tanga infinitesimal que revelaba una afición a experimentar los suplicios del acondicionamiento físico. Ver tan de cerca ese abdomen consistente y esos pezones perfectamente circulares, y sentir, con roces ligeros, el corto y grueso vello de debajo de su única prenda, causaron un efecto que fue más allá de esa prudencia tan indeseablemente arraigada en mí. "No hay más -pensé-; aunque me gaste todo lo que traigo, tengo que acostarme con ella...". Durante toda la pieza, ella demostró que realmente gozaba lo que hacía, o que era una verdadera profesional. De hecho, al principio no interpreté sus gestos como una señal auténtica, (siempre he desconfiado de las expresiones de las mujeres bellas) pero la avidez con que me besaba en la boca, algo inusitado para un caso como ése, me hizo animarme a pedírselo. Cuando terminó y mientras la ayudaba a vestirse, le pregunté con la timidez que me era característica:

-Oye, y tú ¿nada más bailas o....? -me oí decir mientras comprobaba en mi bolsillo que el paquete de billetes estuviera en su sitio.

-¿O qué? -devolvió la pregunta, jugando con mi timidez evidente

-Quiero decir que si... te gustaría... ir conmigo... es decir, cuánto...- avergonzándome un poco de que a mis años todavía titubeara para hacer una simple propuesta comercial, como debería ser todo aquello.

-Sí, sí quiero ir contigo. Hoy me siento deprimida... Esto está lleno de guarros... y se me antoja pasar la noche con alguien que me trate bien... Por puro gusto.- dijo, mientras yo me preguntaba si no estaba entrando al cielo de los pendejos.

Todavía no daban las doce y las sorpresas ya me tenían aturdido. Siempre me había imaginado que a las chicas que se dedicaban a esto les iba muy bien, pero que eran desordenadas y por ello no sabían administrarse. Me imaginaba también que ella viviría en un departamento de interés social, y que tendríamos que hacerlo acallando nuestros gemidos para no despertar a su hijo o su par de hijos que dormirían al otro lado de un muro de tablarroca. Por eso, cuando entramos en su auto al garage de una lujosa torre situada en la parte más exterior de Santa Fe, no creí que habíamos llegado a nuestro destino.

-Me alegro que te vaya bien; eres muy buena en lo que haces- le dije involuntariamente labioso.

-Sólo espero que no nos topemos con nadie en el elevador- contestó con un dejo de aprehensión que yo creí comprender muy bien.

"Es natural -pensé-. Sus vecinos deben ser muy conservadores. Debe serle muy difícil ocultar su medio de vida. Seguramente por eso se cambió el vestido antes de salir."

Con una prisa que también yo experimentaba, metió la llave en la avanzada cerradura de alta seguridad. Entramos con un sigilo un tanto ridículo y antes de que ella terminara de asegurar la cerradura a doble vuelta de llave yo ya estaba besando su cuello y tratando de desnudarla. Ella me separó un poco, arrojó su bolso dentro de un apretado guardarropa y me condujo de la mano hasta su recámara, un aposento de estilo gótico en donde predominaban, en las paredes, decorados con diseños de geometría orgánica. Aunque me fue difícil determinar si era o no de buen gusto, no era, por supuesto, lo que me esperaba de una chica como la pelirroja, quien se extendía ya, completamente desnuda, sobre las sedosas sábanas negras de su cama enorme y tentadora.

Aún en este momento no puedo reprimir un estremecimiento de deseo cuando recuerdo su expresión de éxtasis furioso en el último orgasmo; la visión de su cabello encendido sobre el fondo oscuro de la sábana quedó marcada en mis neuronas a soplete. Algunas horas después, cuando no tuvimos ya más energía ni mucosas ni fluidos para continuar, ella se quedó sumida en una duermevela a la que parecía resistirse. Me levanté al baño. Después de deshacerme del preservativo y lavarme tomé una de las toallas, e iba a regresar a la recámara cuando recordé el decorado poco común de la casa y decidí ver más de ella. La sala mostraba en los muros los mismos diseños de la recámara en rojo y negro. Caminé más, con la intención de regresar a observar con calma los motivos en relieve bajo mejor luz, y encontré la puerta de la cocina. Entré y oprimí el interruptor. Para mi desencanto, parecía ser la única parte del departamento decorada con fines netamente utilitarios. Pero aun ella mostraba ciertas peculiaridades: incluso la fría funcionalidad que en otros casos implica la ausencia de un estilo, en éste expresaba, más bien, una dedicación absoluta a las tareas gastronómicas que le daba el aspecto de una cocina de restaurante. Dos lavaderos de acero inoxidable, de mayor profundidad que cualquiera que yo hubiera visto, daban la impresión de poder contener los trastos de todo un banquete (¡ya me imaginaba a la pelirroja preparando suculentas cenas los viernes por la noche para mí y mis amigos!). Al conjunto se agregaban dos tanques enormes, como para guardar una gran cantidad de verduras, y un refrigerador inmenso, del mismo material que el resto del mobiliario, en donde seguramente no faltaría una cerveza. Como por un acto reflejo, puse la mano sobre la manija del frigorífico y jalé con fuerza.

Me alcanzó una oleada de bruma fría. Cuando se disipó, y vi las filas de cabezas humanas alineadas en cuatro o cinco anaqueles, no sentí los escalofríos ni la impresión que sí me causaban escenas parecidas en el cine o los noticieros. En todo caso, ante la poca sangre que les habían dejado escurriendo en témpanos rosados, experimenté la misma repugnancia que siento cada vez que, en mi propio refrigerador, descubro que el caramelo del flan se escurrió hasta la caja de los vegetales. En cualquier caso, mi cerebro comenzó, casi autónomamente, a tratar de recordar dónde había dejado las llaves la pelirroja. Ahora me es evidente que no fue dentro de este apretado closet, donde ni el aroma de ella impregnado en sus múltiples prendas puede distraer mi sentido del oído: la escucho levantarse, abrir un cajón y recoger un instrumento metálico cuyos múltiples filos prefiero no anticipar.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/Ago/03