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Antonio Marquet

Por lo que se veía, la reunión era un fracaso. No se trataba de un probable descalabro, sino de una posada malograda. Ya eran casi las doce cuando llegaron dos de los últimos invitados, Luis y Jaime, convocados a última hora, y apenas un puñado de personas ocupaba los sillones de una sala de la que se podía emitir cualquier juicio, excepto que careciera de originalidad. Inútil abrigar esperanzas de que un suficiente número de invitados pudiera llegar en grupo para llenar tan amplios espacios. Una de dos: el dueño de la casa había sido desairado o era un pésimo organizador que probablemente había dejado todo para el último minuto. Lo poco elaborado de lo que se podía observar en las charolas apuntaba hacia esta última posibilidad. Tan sólo se había re-abierto bolsas metálicas que no habían sido adquiridas recientemente.

Esa enorme casa era un resultado que, si bien desde el subjetivo punto de vista del buen gusto podía ser puesto en tela de juicio, demostraba ser una edificación de alguien acostumbrado a hacer exactamente lo que quería en la vida, sin consultar pareceres y mucho menos ceder a convencionalismos. Dos colores dominaban una decoración más bien recargada: el rojo que invadía las alfombras y la omnipresente herrería, y el blanco de las paredes, cortinas, tapices, manteles...

Los invitados se veían obligados a atravesar un puente desde donde se veían reflejados en un amplio espejo de agua que llegaba hasta el fondo de la casa. Venciendo los obstáculos de una flamante camioneta Van y de un desmesurado árbol de Navidad, se accedía por allí al comedor y a la sala... ¡cruzando la cocina! Entrar a una casa tan grande, en concepto y realización, por la cocina es algo que seguramente a muchos podría parecer extravagante. Pero apenas llegados, los invitados eran guiados por varios niveles y pisos: se les mostraba incluso la master suite, como el dueño la llamaba, en la que una inmensa cama se adivinaba tras un dosel del que caía una complicada cascada de olanes. Quizá alguien hubiera podido corregir el título concedido a la habitación principal que parecía más bien mistress fantasy.

Sin embargo, el espectador más distraído no podría pasar por alto el número de facsímiles en bulto de iglesias barrocas poblanas, tlaxcaltecas -por allí se encontraba nada menos que el santuario de Ocotlán-, colocadas algunas como maquetas, otras a manera de cuadros suspendidas en las paredes. Se trataba de copias hechas a escala, en las que se reproducía con tal fidelidad las proporciones y los detalles que parecían ser portadas barrocas verdaderas hechas por algún liliputense trasterrado. El Posito ocupaba una superficie que rebasaba con mucho el metro cúbico, al pie de la pasarela que atravesaba el espejo de agua. En la sala había otra portada barroca en una pared de unos cincuenta por ochenta. Uno sentía que la condición para admitir cualquier adorno en ese sitio es que hubiese sido confeccionado por las manos del dueño o, al menos, que hubiera sido hecho por alguien a quien no se le dejaba de vigilar.

El espectador imparcial no sabía qué admirar en el ejecutor de tales obras ¿acaso el poder de observación del artesano? ¿la laboriosidad del fino detallista? ¿La férrea tenacidad de alguien que se propone una tarea y la lleva a cabo aunque la empresa requiera de un esfuerzo fuera de lo común? ¿El lujo, incluso el innegable despilfarro de recursos: tiempo, dinero, aplicación? ¿A cuánto ascendería la energía que estaba invertida en esos proyectos que el artesano vendía en cuatro mil quinientos pesos (se trataba de uno de los más pequeños), como lo había señalado a uno de los invitados que se había quedado pasmado ante el trabajo? ¿Cuánto tiempo habría gastado Jorge en reunir todos los ingredientes necesarios para tal o cual "miniatura"?

Reproducir en escala menor esas joyas del pasado también revelaba cierta convicción interior: Jorge Juárez Medel en el fondo estaba persuadido de la imposibilidad de realizar una obra semejante de tamaño natural y se parapetaba en la miniatura. ¿Hacerlo significaba abdicar de la creación para no hacer otra cosa en la vida que reproducir una obra insuperable, dimitir de las propias posibilidades de imaginación, de inventiva y consagrarse a rendir homenaje en el presente a un pasado remoto, inasequible? Hay que señalar que las reproducciones eran tan sólo de las portadas y que no había -por lo menos a la vista- ningún retablo interior. Quedarse afuera, pasmarse en lo exterior, sin acceder al interior, podría ser la divisa del dueño de la casa, que por lo demás era particularmente extrovertido. Y en efecto, eran objetos maravillosos por su exterior, por un afuera sin profundidad. En el caso de la Modelo Antiguo, como era conocido el dueño por sus amigos que habían deformado su apellido materno, ¿no se trataba acaso de algo semejante? ¿Esa pasión no era plantarse en el mundo de una manera simétrica, lanzando una imagen perfecta, acabada, deslumbrante, recargada del exterior olvidándose del interior? En todo caso Jorge no podía tener secretos, todo lo decía, lo lanzaba en cualquier circunstancia sin arredrarse ante la impertinencia.

¿Qué hacer? Se preguntó por un instante y recorrió algunas posibilidades de respuesta a tan perentoria demanda de atención: no era normal que en una fiesta, en una posada, se abordaran temas de vida o muerte. Aunque Luis sabía perfectamente de qué se trataba, se dijo inmediatamente: Si no pregunto pensará que no me interesa lo que dice, que no le presto atención cuando "eso" es tan grave que, como él mismo lo subraya, pudo haber muerto. Pero si insisto con otra pregunta, también puede sentirse acosado y pensar que prácticamente no existe forma de abrir el tema sin que la gente inquiera hasta sacar toda la sopa; hasta hacerle confesar que está infectado; si abro más el tema, puede sentirse expuesto a preguntas que seguramente lo incomodarán. ¿El acto de preguntar acaso no significa colocar al interlocutor en el banquillo de los acusados? Pero abrir un tema tan importante y no ofrecer precisiones al mismo tiempo significa sembrar de interrogantes la conversación, invitar al interlocutor a...

Por supuesto que sabía de qué se trataba pero nunca se había enfrentado a semejante forma de abrir un fuego tan candente y, al mismo tiempo, no llamar a las cosas por su nombre. A Luis le sorprendía esa mezcla de declaraciones tan abiertas, tan categóricas, que exigían como condición el que no se mencionaran las cosas, las Cosas, por su nombre, o por sus siglas, como era el caso.

Y los invitados soltaron la risa, y miraron directamente a un joven más bien robusto cuya vista se había reducido de tal manera que no podía ver a pesar de los enormes lentes amarillos que portaba como si se tratara de una visera, atados desde la nuca. Dos años antes un virus particularmente agresivo lo había dejado ciego. Ahora Bernardo-Esmeralda había recuperado la suficiente visión para adivinar ciertas sombras.

Cuando Jorge percibió al último invitado que intentaba saludar discretamente para no interrumpir, inmediatamente exclamó:

Claro que eso lo decía Jaime porque era reacio a comentarlo con alguien. Luis estaba seguro de que nadie sabía por la propia boca de Jaime que estaba enfermo. Y cuando ha estado hospitalizado se produce una serie de equívocos porque uno no sabe si visitarlo, si debe mencionar algo, si debe actuar como si no lo supiera. Luis siempre había adoptado una actitud prudente y respetado su silencio. No era requisito indispensable que le dijera todo para ser amigos. Había que conocer los límites de cada persona y respetar aquello de lo que no se quería hablar.

Esa fue una ocasión suplementaria que Jaime tuvo, pero no aprovechó. No quiso decirlo, abrirse a una confesión. Quizá las relaciones necesiten, a fin de cuentas, un espacio de sobreentendidos construido por ambos, espacio de silencio, incluso de complicidades, al abrigo del cual pueda prosperar la amistad.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 05/Mar/00